Una de las características más
sorprendentes de la Monarquía Hispánica es que fue una entidad política en crisis desde el mismo momento de su aparición. El
grandioso periodo de Felipe II, en cuyos dominios 'no se ponía el
sol', asistió ya a la sublevación de Flandes, bancarrotas
sucesivas de la Hacienda, la peste, la despoblación e incluso avisos
de los primeros arbitristas sobre los síntomas de decadencia.
Desde entonces, los territorios del
rey de España no han hecho sino irse reduciendo paulatinamente
¡durante quinientos años! Un ejemplo maravilloso de resiliencia,
pues pocas construcciones estatales han sobrevivido tanto tiempo a un
desgaste tan continuado. Otra constante histórica es la forma poco adecuada en que se han gestionado estas amenazas territoriales
(ochenta años de guerra en Flandes, treinta en Portugal, más de
veinte en el continente americano, tres guerras en Cuba...), cuando
en realidad el estado del conjunto no empeoró necesariamente
cuando se reconocieron las repetidas secesiones, sino más bien al
contrario.
Lo que ahora se habla sobre
Cataluña y España me ha hecho estos días pensar en el peor
momento de crisis de esa Monarquía, en 1640, cuando todo parecía
desmoronarse. Y en un libro, Europa y el declive de la estructura
imperial española. 1580-1720,
de R. A. Stradling (Madrid: Cátedra, 1992; edic. orig. 1981),
especialista, más que de la investigación, de la interpretación
multifactorial de los hechos estudiados, y uno de los mejores
conocedores del reinado de Felipe IV. Se cuenta entre los
historiadores que más han hecho por reivindicar la racionalidad y
capacidad de gestión de aquel Imperio hispánico y, al mismo tiempo,
siempre se ha mostrado crítico con las peores características del
sistema, dos cosas que nos pueden ayudar a entender por qué
periódicamente entró en crisis y también, periódica y casi
milagrosamente, aseguró su supervivencia.