Lo único que aprendemos de la historia es que no aprendemos de la historia (Hegel)

miércoles, 25 de mayo de 2011

Una interpretación de izquierdas sobre las victorias de la derecha


Cuanto más acuciante se hace la actualidad, mejor resulta despegarse un poco de los diarios para retornar a los clásicos. Esta es la sensación que me ha quedado tras la lectura de uno de los más populares títulos de Karl Marx, El 18 Brumario de Luis Bonaparte, del que disponía en una edición de 1982 comprada de segunda mano, pero que podéis encontrar en la red y en numerosas ediciones de bolsillo (el original es de 1852). Todo lo que se puede cuestionar a Marx como proyectista de sociedades futuras, resultaría mezquino repetirlo sobre sus estudios económicos o de política contemporánea, donde demuestra una agudeza perceptiva y una capacidad de manejar información muy notables para aquel tiempo y para los precarios medios económicos de que disponía mientras realizaba sus trabajos intelectuales.

Uno de los rasgos más notables de la política europea en la última década ha sido un decidido vuelco a la derecha, no sólo en las contiendas electorales, sino también en el bagaje ideológico que las alimenta. El predominio de los grupos conservadores, neoliberales o agresivamente populistas se ha hecho tan evidente que muchos militantes e intelectuales izquierdistas se esfuerzan por comprender una capacidad de arrastre electoral que penetra muy hondo en las clases denominadas 'populares' hasta el punto de que son también numerosos los que se consideran 'traicionados' por estos medios populares y buscan las causas que han revertido una situación que les había sido favorable, al menos por lo que hace al discurso político predominante, durante los últimos decenios.

Aunque los paralelismos históricos deben hacerse siempre con sumo cuidado, los análisis de Marx sobre otra Europa en crisis, que iniciaba el viaje desde el romanticismo izquierdista a la consolidación conservadora durante la oleada revolucionaria de 1848, pueden resultarnos de gran actualidad, y ayudarnos a utilizar nuestra capacidad de razonamiento para comprender la sociedad que 'es' y no la que queremos que sea.

Si bien los bandazos políticos se habían sucedido hacia izquierda y derecha desde 1789 en adelante, no cabe duda que el idealismo de la Revolución, las llamadas a la Libertad o el Progreso, y el individualismo romántico, habían situado el ideario de la izquierda liberal en una posición rompedora y dominante en la sociedad europea, incluso durante el muy reaccionario periodo de la Restauración. La culminación de este entusiasmo liberal y revolucionario se produjo durante los alzamientos burgueses de 1848.

Y cuando el triunfo de esta burguesía y la transformación del liberalismo en democracia parecían estar al alcance de la mano, las consignas de 'ley' y 'orden' se extendieron nuevamente por Europa y propiciaron la represión y un largo peridodo de liberalismo muy conservador que se extendió hasta prácticamente la Primera Guerra Mundial. Tan solo las exigencias nacionalistas -triunfantes en Alemania e Italia cuando se trataba de extender el poder de monarquías reaccionarias como la del Piamonte- alteraban el panorama político y hacían pensar, falsamente, que la revolución era todavía posible.

Justo al principio de este golpe de péndulo hacia la derecha, uno de los ejemplos más flagrantes se dió en el centro del imaginario colectivo de la izquierda: la Francia republicana.

En la Revolución de 1848, una amplia unión de grupos de la burguesía liberal, la pequeña burguesía e incluso el proletariado, había conseguido expulsar del trono a la monarquía de Luis Felipe de Orleans. Se abrían así las puertas a una república democrática que  hacía pensar en toda suerte de posibilidades. Apenas unos meses más tarde, los liberales habían cosneguido aplastar militarmente las demandas de los demócratas radicales y los primeros grupos socialistas. Fue tan solo la primera señal de un largo camino conservador que terminaría desembocando nada menos que en en el Imperio plutocrático y corrupto de Napoleón III. El sobrino de Bonaparte consiguió auparse hasta el poder con una mezcla de desvergüenza, arribismo y populismo que le garantizó apoyos desde la gran banca hasta el campesinado más humilde. Cuando un referendum le consagró como dictador de hecho, y como Emperador de derecho, con gran cantidad de votos populares, también la izquierda de toda Europa se consideró durante mucho tiempo traicionada por la ignorancia y el conservadurismo de parte del pueblo francés.

Aquí es donde entra Marx con sus perspicaces análisis, para enseñarnos a desentrañar, capa por capa en lo social y protagonista por protagonista en lo político, el papel de cada uno en esta triste farsa. Para Marx, no se trataba de preguntarse por qué el pueblo había tomado una u otra opción, sino qué alternativas había tenido en función de lo que los distintos grupos sociales y los distintos líderes habían ofrecido en la arena política.

Y Marx truena, no contra la derecha por serlo, ni contra la izquierda por una supuesta debilidad congénita, sino contra la cretinez política de todos que convertía cualquier idea o propósito, o incluso el interés de clase, en pusilanimidad, en maquinaciones infantiles y en vergonzosa anteposición de los intereses individuales por delante de los que correspondían, no ya a la nación, sino al egoísmo del propio grupo social.
Para Marx, no se trata de que el proletariado o el campesinado francés hayan cedido a los cantos de sirena populistas. Es que han sido dejados fuera del juego político por el egoísmo de la derecha revolucionaria, que reprime militarmente las manifestaciones de junio de 1848, matando, desterrando e ilegalizando militantes y organizaciones de la izquierda popular, y sobre todo por la anulación del sufragio universal, obra de la misma burguesía que se había aprovechado de ellos para llegar al poder.

Pero los protagonistas de estas acciones, que creen estar defendiendo su interés de clase y el interés nacional de Francia, se han privado al mismo tiempo del soporte popular que defendía la revolución. Esto hace que sean pronto desplazados del poder por los grandes burgueses que defienden opciones monárquicas como forma de establecer un auténtico retorno al orden. Pero es que incluso éstos, por sus divisiones internas (entre las dinastías de Borbón y Orleans,  entre terratenientes y la burguesía industrial y financiera), por su cobardía a la hora de defender con coraje el régimen parlamentario y por el temor a provocar nuevamente la intervención política de las masas, terminarán por entregar el control del Ejecutivo y del ejército a un arribista de escasa categoría que se beneficiaba del ascendiente de la familia Bonaparte entre algunos sectores populares a quienes se había excluido de la política parlamentaria y que tenían pocas opciones más para vehicular su descontento. Marx ya detecta entonces que, privados de liderazgos políticos transparentes que traduzcan directamentes sus aspiraciones a través de medios constitucionales sin defraudarlas, "la voluntad colectiva de la nación, cada vez que se manifiesta en el sufragio universal, busca su expresión adecuada en los enemigos empedernidos de los intereses de las masas, hasta que, por último, la encuentra en la tozudez de un filibustero." (Luis Bonaparte, hábilmente, había devuelto el sufragio universal al pueblo, tan sólo para que votara la instauración de su poder vitalicio).

Sin prever que se trataba de una dinámica que marcaría el continente durante los sesenta años siguientes, Marx ya se percata que, a diferencia de lo sucedido en la Revolución Francesa, en la de 1848, cada grupo en el poder era desplazado sistemáticamente por otro más a su derecha, en una corriente que no dejaba más salida que el poder unipersonal y la dictadura.

Las palabras de Marx sobre la actitud de los dirigentes de la pequeña burguesía y el proletariado organizado, lo que entonces ya empezaba a llamarse 'socialdemocracia', parece que resuenan con tonos de decidida actualidad, visto lo que ha sucedido con los partidos socialistas o socialdemócratas europeos desde sus grandes éxitos electorales en los años setenta y ochenta. Decía en 1852 que "a las reivindicaciones sociales del proletariado se les limó la punta revolucionaria y se les dió un giro democrático (...) El carácter peculiar de la socialdemocracia se resume en el hecho de exigir instituciones democrático-republicanas, como medio no para abolir los dos extremos, capital y trabajo asalariado, sino para atenuar su antagonismo, convirtiéndolo en armonía... Lo que los hace representantes de la pequeña burguesía es que no van más allá, en cuanto a mentalidad, de donde van los pequeños burgueses en sistema de vida." Y yo añadiría que no es malo ser pequeño burgués, sino porque -como también denuncia Marx- de una manera simplista y maniquea, los adeptos a estas corrientes 'progresistas', confunden a todos sus enemigos "en una sola palabra : 'reacción', noche, en la que todos los gatos son pardos y que les permite salmodiar todos sus habituales lugares comunes..." creyendose así justificados en todas sus acciones y en su propia mediocridad.

Si Marx conoció una época en que gacetilleros y parlamentarios de la izquierda se apuntaban indignados y solidarios a cualquier ataque contra la derecha por el mero hecho de serlo, sin pararse a analizar suficientemente la estrategia que les pudiera dar a ellos, y necesariamente a ellos, el triunfo, hoy también nos enfrentamos a una izquierda encantada de lanzar toda clase de denuestos contra una derecha que se aferra a valores considerados egoistas, arcaicos y 'reaccionarios', sin ofrecer en positivo un programa político suficientemente claro y contundente como para marcar las diferencias en otros terrenos que se salgan del marco de las meras libertades cívicas.

De la misma manera que Marx destaca que los parlamentarios burgueses se sorprendieron de ver cómo nadie acudía en defensa de una Constitución que ellos habían sistemáticamente vaciado de auténtico contenido, dejandola en un conjunto de libertades formales restringibles a criterio del estado, muchos socialistas se extrañan de que las clases populares no pongan mayor interés en la defensa de los pilares del estado del bienestar (servicios públicos, regulaciones laborales, intervención del estado...) sin darse cuenta de que ellos mismos han dejado a menudo de profundizar y justificar lo que significa ampliar y financiar ese mismo estado del bienestar, para entrar en el juego de la contención fiscal, las reformas laborales, el juego de los mercados financieros..., anteponiendo así la lógica de lo económico a la lógica de lo político, dejando, como han señalado otros autores en libros reseñados en este blog, que los expertos en gestión económica dicten las normas de conducta al estado y que el consumo y la maximización del beneficio se conviertan en el norte de la Administración.

Privados de referentes ideológicos y sometidos al confusionismo de ver que aplica políticas sumamente parecidas quien sea que ocupe el poder, a las clases populares actuales les preocupa posiblemente más perder los beneficios de la economía capitalista que los beneficios del estado del bienestar. Primero, porque sólo en unos pocos países ese estado del bienestar llegó a cuajar de forma plena y visible, mientras que a los demás se les ofrecieron versiones descafeinadas y mal financiadas de la asistencia estatal. Y porque, como decíamos en una entrada reciente, estos servicios sociales se han cubierto mediante el recurso sistemático al endeudamiento público, lo que ha ocultado los perjuicios que causaban las contínuas reducciones de impuestos.

En una sociedad donde la complejidad y las excepciones son ya norma, no podemos ignorar que los trabajadores autónomos y los pequeños empresarios se consideran reacios a financiar un estado del que no reciben prestaciones equivalentes (o eso creen ellos), mientras que para los trabajadores resulta más angustioso quedarse en paro y verse excluídos de los beneficios del consumo (justificado o superfluo) que de unas prestaciones estatales gestionadas ya muchas veces por el sector privado.

Los beneficiarios de esta situación, un sector relativamente amplio de la sociedad capitalista avanzada (entre el 10 y el 30% según países), dispone de muchos elementos de presión para que no pueda formarse en su contra una amplia y cohesionada alianza de grupos populares. A la conocida y creciente oposición entre trabajadores nacionales y extranjeros, se puede, como en otras épocas, sumar la oposición entre trabajadores manuales y de cuello blanco, entre trabajadores jóvenes y maduros, entre parados y trabajadores en activo, entre asalariados del sector privado y funcionarios públicos, entre residentes en un determinado país o región autónoma y los demás. Cada uno de estos sectores cree defender mejor sus derechos actuando de forma egoísta, sin darse cuenta de que la precarización de las condiciones de trabajo en uno de ellos repercute inevitablemente en la precarización de las condiciones de todos los demás, y que la financiación propia no debe excluir la solidaridad, ya que han de competir tarde o temprano en un mercado con leyes básicas similares.

También Francia se vió sacudida durante aquellos años por alternancias de prosperidad y graves crisis económicas. Las repercusiones no fueron sino agudizar la lucha política, aunque no alteraron en realidad los componentes esenciales del problema. Decía un humorista catalán fallecido hace algunos años que los pobres no son mejores personas que los ricos, tan sólo sufren más. Las llamadas clases populares pueden comportarse con la misma mezquindad, ignorancia de las condiciones reales y egoísmo, incluso de manera despiadada, con que pueden hacerlo los intelectuales o la burguesía financiera. Estas tentaciones son más grandes cuando los líderes políticos, por incapacidad, por necedad o por acomodación, no sitúan claramente las vías de su acción política y no ofrecen perspectivas claras de conseguir una mejor calidad de vida a través de la misma. Los constitucionalistas burgueses de la II República francesa se vieron abandonados por los comerciantes, industriales y financieros cuando estos no vieron que sus empresas estuvieran mejor protegidos por absurdos y nunca definitivos juegos parlamentarios. Si el orden y la paz social habían sido los lemas para aplastar las demandas populares y exaltar el mundo de los negocios, qué mejor que una buena dictadura dirigida por oscursos personajes de la banca y la bolsa para prosperar en el mercado. Del mismo modo, los trabajadores europeos han dejado en la estacada a unos dirigentes socialdemocrátas a los que percibían como meros gestores del capitalismo, ergo... el capitalismo, y mi propio lugar en el mundo capitalista, son lo más importante.

El análisis fino de las complejidades sociales, y la estrecha vinculación de éstas, no con unas reglas inexorables de la historia a las que luego redujeron todo los marxistas de catecismo, sino con la confrontación política cotidiana y las responsabilidades individuales creo que es la mejor lección de un libro que ha sobrevivido casi dos siglos porque trasciende los acontecimientos que le sirvieron de base.

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