Lo único que aprendemos de la historia es que no aprendemos de la historia (Hegel)

sábado, 24 de marzo de 2012

Cien años cruciales en la expansión del Islam.

Uno de los fenómenos históricos de mayor impacto tanto en Oriente como en Occidente fue el surgimiento, expansión y consolidación del Islam a través de un proceso de fulgurantes conquistas realizadas por las tribus árabes. Menos de cien años después de la Hégira -cuando Mahoma hubo de abandonar La Meca como un fugitivo- Tariq invadía la Península Ibérica; mientras, al otro lado del mundo conocido, las autoridades del Jorasán entraban en contacto con las fuerzas del Imperio chino. En realidad, el avance islámico se detuvo, en general, junto a lo que podemos considerar como fronteras 'naturales' de su arrollador triunfo: el mar, los desiertos y las grandes cadenas montañosas. Todo ello fue logrado por un pueblo disperso y dividido que habitaba una región desértica y relativamente pobre, sin ninguna ventaja tecnológica apreciable desde el punto de vista militar. Luego, no sufriría retrocesos importantes ni siquiera con el colapso de la autoridad califal en el siglo X.

Aunque el Islam es una de las religiones históricas mejor documentadas, en realidad seguimos sabiendo muy poco de todo ello, ya que las fuentes para estos primeros tiempos suelen proceder de siglos posteriores y porque, al igual que sucede con el cristianismo, el judaísmo o el budismo, quienes escribían sobre los momentos primigenios de sus creencias lo hacían más con intención de transmitir una 'verdad' teológica y moral que motivados por la necesidad de establecer un relato cronológico de lo sucedido. Por ello es enormemente meritorio el esfuerzo clarificador y divulgativo realizado por el profesor de Cambridge Hugh Kennedy, autoridad reconocida en estudios arábigos y persas, quien, en su libro Las grandes conquistas árabes (Barcelona: Crítica, 2007), nos ofrece no sólo una narración lo más sólida posible de los acontecimientos, sino también un análisis de sus causas y consecuencias, que aporta claves conocidas y nuevas pistas para la comprensión de todo ello.

Tradicionalmente, este éxito se ha relacionado estrechamente con la naturaleza de la religión islámica, las enseñanzas de Mahoma (la yihad, con sus promesas para los combatientes) y la organización que proporcionó a las tribus árabes, cohesionándolas en torno al califato. Sin negar que todo esto jugara un papel importante, el profesor Kennedy amplia el ámbito de sus observaciones y centra el foco en otros dos aspectos también cruciales: la situación interna y la reacción de los pueblos invadidos y la peculiar sociologia de los propios árabes que protagonizaron las conquistas.

Porque la predicación de Mahoma no aparece en un mundo vacío. Ciertamente, los árabes constituían una cultura de la que no se esperaban grandes logros, pero que no vivía en absoluto al margen de las corrientes de su tiempo. La ruta de la seda por mar -la más frecuentada en numerosos períodos- tocaba sus costas y atravesaba su territorio. Tenían frontera con dos imperios poderosos (Bizancio y Persia) en cuyos ejércitos servían las tribus situadas más al norte, y hacia donde se encaminaban con frecuencia sus comerciantes. Se encontraba en pleno proceso de reorganización y crecimiento de las sociedades urbanas más importantes del territorio.


El impacto religioso del Islam fue intenso en estos pueblos árabes, pero porque aprovechó un sustrato anterior que preparaba el terreno. No sólo habían desarrollado conceptos monoteístas compatibles con el politeísmo tradicional, sino que muchas tribus habían iniciado la conversión al cristianismo y el judaísmo, por lo que el mensaje de Mahoma resultaba relativamente fácil de incorporar a la 'nueva' mentalidad que se extendía entre los árabes. Aunque el Islam sea una religión expansionista con pretensiones de universalidad, difícilmente hubiera desatado por sí mismo este ininterrumpido proceso de conquistas militares de no haber coincidido en el tiempo con otros fenómenos que para el autor resultan enormemente relevantes. Tenemos la prueba en que las expansiones posteriores al 750 se han realizado en áreas y circunstancias localizadas (la India, Indonesia...), muchas veces por ósmosis, más que como resultado de grandes conquistas (el Sahel, el oeste de China...) o se han revelado como temporales (Sicilia, Creta...).

Los estados que van a padecer este ataque se encuentran aquejados de diversos problemas. El autor da gran importancia al impacto de la peste que había sacudido el mediterráneo desde el siglo VI. Los avances islámicos se producen en territorios que parecen haberse vaciado de gran parte de su población. Muchas ciudades parecen incapaces de defender sus antiguas fortificaciones, y eso sucede en centros tan significativos para el territorio circundante como Antioquía o Cartago, que apenas ofrecen resistencia.


Es bien sabido que inmediatamente antes de que los califas Abu Bakr y Omar superaran los problemas iniciales de cohesión de la comunidad islámica lanzando a los árabes a la conquista, Bizancio y Persia se habían desangrado en una guerra enormemente destructiva. El triunfo final fue para los bizantinos, pero lo más interesante es que gran parte de los territorios bizantinos de Medio Oriente, incluído Egipto, habían sido ocupados por los persas durante más de veinte años. La autoridad de Constantinopla apenas se había restaurado, y la derrota militar no hizo sino debilitarla aún más. Numerosas comunidades pactarán con los nuevos conquistadores de manera autónoma, sin ninguna representación del estado bizantino. En Persia, las luchas en la familia imperial y la huída del último emperador tendrán el mismo efecto; la  victoria final de Heraclio en la guerra anterior había socavado la confianza en el poder de la élite gobernante persa. Además, esta guerra previa entre persas y bizantinos, más costosa en vidas y bienes que ninguna otra de las anteriores, había empujado al abandono de regiones fértiles y a buscar refugio en las cimas de las montañas, al menos en puntos tan estratégicos como Anatolia. La existencia de diversos candidatos al trono, algunos de los cuales pactaban con los musulmanes -éste fue también el caso de la España visigoda- contribuyó a sembrar la confusión y a hacer difícil saber que camino seguir ante la conquista islámica.

Como bien sabemos, estos dos grandes imperios que colindaban con los árabes tenían en común haber confiado su defensa en el siglo VII exclusivamente a fuerzas profesionales. No sólo se había desarmado a la población civil, privándola de cualquier instrucción militar y de toda tradición de colaborar en la defensa sino que se había prescindido de los árabes aliados que vigilaban la fontera con Arabia: gasaníes y lajmíes. Su defección, y su colaboración con las nuevas autoridades islámicas resultarán decisivas en los primeros combates.  Para Kennedy, todo esto constituye otro punto fundamental que explica cómo una pequeña minoría armada consiguió imponerse a grandes masas de población. La pasividad fue la nota dominante. Una vez derrotados estos ejércitos profesionales y desarticulada la autoridad del grupo dirigente, los súbditos bizantinos e imperiales no tenían ni recursos ni voluntad de resistir. Máxime cuando las condiciones ofrecidas eran a menudo tolerables y no se preveía, necesariamente, que la presencia islámica fuese a constituir algo definitivo. Unos árabes de cultura considerada inferior, en poco número, y enfrentados a fuerzas muy superiores, bien podían constituír un episodio pasajero que desapareciera en pocos años. Otras coaliciones militares más poderosas -como los hunos- habían tenido un aparición también fulgurante y breve. Tan sólo en Transoxiana (los lejanos territorios de Asia Central), los árabes se enfrentaron a ejércitos no centralizados, que dependían de una constelación de príncipes, y donde la población se involucró en la defensa del territorio. A punto estuvieron de hacerles fracasar y éste fue el más enconado capítulo de las luchas que debieron librar durante sus conquistas.

Mientras los musulmanes utilizaban tácticas eminentemente ofensivas, llama la atención que todos los rivales a los que se enfrentaron se limitaran a las tácticas defensivas, tanto en el campo de batalla como por lo que hace a la estrategia general. Prácticamente nunca se da un contraataque. Por el contrario, las rebeliones y las luchas por el poder no hicieron sino debilitar aún más al ejército y minar la voluntad de resistencia.

En cambio, hubo numerosos casos de colaboración con los conquistadores. Parece que al menos una parte de los coptos de Egipto, encabezados por su patriarca, prefirieron pactar con los musulmanes a defender al imperio cristiano bizantino. Se ha discutido el papel de los judíos. Si no fue de cooperación militar activa, por lo menos lo fue pasiva con frecuencia, y muchos vieron la llegada de los musulmanes como una esperada liberación de la opresión cristiana, que posiblemente anticipaba la llegada del Mesías. Se dice que los mercaderes y artesanos del Sind (el sur del actual Pakistán) cooperaron voluntariamente contra los brahmanes de la clase dirigente. Los bereberes lucharon duramente contra los invasores, pero también terminaron aliándose con ellos y, desde luego, "dejaron que los bizantinos se las arreglaran solos".

Lo más importante es que "las comunidades sometidas no desarrollaron una cultura de la resistencia después de las conquistas iniciales. Se quejaban de los gobernadores severos o injustos, pero, hasta donde sabemos, no surgieron en ellas predicadores o escritores que instaran al pueblo a una oposición activa al nuevo régimen (...) [Tan sólo apareció] una literatura apocalíptica en la que se anuncia la llegada de un gran emperador o figura heroica (...); entre tanto, todo lo que los fieles podían hacer era rezar y mantenerse firmes en su fe. La hostilidad entre los cristianos de las diferentes sectas y, por encima de todo, hacia los judíos fue siempre más feroz y más acuciante que su hostilidad hacia los árabes." La guerra de conquista fue en ocasiones cruel; hubo matanzas, saqueos y, sobre todo, captura de prisioneros (en el norte de África la caza de esclavos parece haber sido un objetivo principal y origen de las grandes revueltas bereberes), pero se trató siempre de casos llamativos, no de la pauta general. Las condiciones ofrecidas en los pactos de rendición fueron normalmente muy aceptables. "No es hasta finales del siglo XI que encontramos quejas acerca del carácter opresivo de las cargas fiscales (...) Los casos de masacres indiscriminadas de poblaciones enteras son pocos. Igualmente infrencuente fue el daño o destrucción deliberada de las ciudades y pueblos existentes. En este aspecto, los árabes se diferencian muchísimo de, por ejemplo, los mongoles en el siglo XIII. (...) Lejos de las carreteras, en las montañas y los valles remotos, debía de haber muchas comunidades que nunca vieron un árabe."

Además, los conquistadores no tenían ningún interés en forzar -y ni siquiera en fomentar- la conversión de los infieles. Esta se producirá en general tardiamente. La igualdad prometida a todos los musulmanes hacía que los árabes prefirieran mantenerse apartados como minoría dirigente y cobrando los impuestos que pagaban quienes no pertenecían a la comunidad islámica. De esta manera, los roces de la población con la autoridad religiosa y con las fuerzas de ocupación se vieron probablemente reducidos al mínimo. Cuando la convivencia se vaya generalizando, hará mucho tiempo que la autoridad musulmana habrá sido aceptada como inevitable.

Por los escasos testimonios no árabes de todo este período sabemos que las divisiones internas de las comunidades conquistadas jugaron un papel de primer orden. En Siria y Egipto, los cristianos monofisistas estaban siendo cruelmente perseguidos -al menos esa es su versión- por las autoridades imperiales en tiempos de Heraclio. Los musulmanes fueron vistos como un castigo divino al estado 'hereje' y una liberación temporal para los verdaderos cristianos. En el Imperio persa, la situación presentaba algunos rasgos similares. El mazdeísmo constituía una religión de la nobleza persa, y distaba de ser aceptada por todos. Servir a unos señores que rendían culto a un dios diferente no constituía una situación novedosa y no valía la pena dejarse matar para impedirlo.


La sociología de la península arábiga creó algunos elementos muy importantes para entender el éxito del proceso. Aunque Mahoma y sus seguidores habían sido un grupo de predicadores proscritos y los primeros califas fueron elegidos por motivos religiosos, lo cierto es que la clase dirigente melquita tradicional recuperó rápidamente el control del califato y sus fuerzas armadas. Esta élite estaba acostumbrada a liderar, tenían experiencia militar y comercial (convertida luego en administrativa) y esto favoreció la a priori muy igualitaria comunidad islámica, que podía haberse hundido en problemas religiosos y jurídicos si sólo hubiera contado con ideólogos.  En Arabia, además, la herencia no se recibía automáticamente por primogenitura. Los consejos de familia y tribales debían reunirse para elegir como sucesor al más capacitado de los posibles herederos. Esto garantizaba que dentro de los clanes más importantes no se produjera una parasitaria acumulación de inútiles u holgazanes.

Y las fuerzas árabes hábilmente comandadas eran ejércitos, no pueblos en marcha. Tan sólo los hombres acudían al combate. Las mujeres, criados y el resto de parientes acudían sólo tras la ocupación del territorio. Eran guerreros nómadas de una península pobre, austeros, acostumbrados a las largas marchas por tierras estériles, con una gran movilidad y que no arrastraban impedimenta, ya que cada guerrero debía proporcionarse a sí mismo el alimento y las armas. Sus sorprendentes desplazamientos nocturnos descolocaban con frecuencia a los comandantes enemigos. La sed de botín y un concepto del honor basado en la astucia y el valor personal hicieron el resto.

Pero, al  mismo tiempo, este nuevo imperio musulmán era una sociedad bastante abierta respecto a las jerarquías que venía a sustituir. "A ningún converso o aspirante a serlo podía negársele la pertenencia (...) algo muy diferente de lo que ocurría con la ciudadanía romana o la afiliación a las familias aritocráticas persas (...) Hubo algunos ejemplos espectaculares de movilidad social. Nusayr era un prisionero de guerra, probablemente de orígenes arameos humildes, al que se capturó en una de las primeras campañas árabes en Irak. El se convirtió al Islam y su hijo [Musa] se converiría en el gobernador del Norte de África y sería comandante supremo de las fuerzas musulmanas en la conquista de España". Habría, con todo, que recordar al autor que una oligarquía de familias árabes se las arreglará para perpetuar buena parte de su poder en diversos lugares durante siglos.


Uno de los elementos que destaca Hugh Kennedy es que el imperio islámico crado por los árabes no tuvo -hasta varios siglos más tarde- que sufrir la presión en sus límites que padecieron otros Imperios, como el romano. Al haber conquistado todo el espacio entre mares y desiertos, tan sólo tuvo que hacer frente a retos en puntos muy concretos de sus fronteras, como en Anatolia contra los bizantinos, o en la Península Ibérica. Incluso la frontera del Sind con los indios resultó bastante pacífica hasta la también fulgurante conquista mongol. Tan sólo pueblos montañeses -también en nuestra península fue así inicialmente- o grupos de cohesión dispersa, como los turcos, se permitían alterar la tranquilidad, sin amenazar en ningún caso los grandes núcleos urbanos. Pudieron incluso prescindir de la fortificación de fronteras salvo puntos muy concretos de la misma, como la citada Anatolia o el valle del Ebro.

Pero la creación y supervivencia del imperio tuvo mucho que ver con la gran "confianza de los árabes en sí mismos" otro de los resultados de su cultura. "Dios les había hablado a través de su Profeta, en árabe, y ellos eran los portadores de la verdadera religión y de la lengua del mismísimo Dios." Mantuvieron sus formas y títulos de gobierno tradicionales y las trasladaron al nuevo imperio. Como indica el autor, es interesante compararlo con los invasores germanos de Europa occidental, que abandonaron a sus dioses y pretendieron confundirse con la élite romana.

Tan sólo echo en falta, entre las abundantes ideas introducidas por el profesor Kennedy, una reflexión sobre la mezcla de unidad y diversidad que caracterizó esta gran expansión islámica. La religión y el califato proporcionaron la unidad, la dirección -incluso colegiada; todas las fuentes hablan de los frecuentes consejos de gobierno y previos a los choques bélicos-, la logística, y hasta la disciplina; choca que hasta el siglo IX no haya prácticamente rebeliones encabezadas por gobernantes locales, tan sólo luchas por el califato entre círculos muy reducidos de compañeros de Mahoma o sus descendientes, de las que no se ocupa el libro. Pero junto a esta unidad, también la diversidad, representada por la competencia entre los diferentes grupos arábigos, que se veían obligados a contribuir al avance de las conquistas si no querían verse desplazados por aquellos que ya participaban. La necesidad de aglutinar recursos y clientes recuerda el impulso a la expansión teritorial dado por la oligarquía republicana en los primeros tiempos del Imperio romano.

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