Ahora que los últimos escándalos han
puesto en cuestión el papel de la familia real en la democracia
española, y cuando parece que el propio Juan Carlos ha perdido el
aura que le acompañaba desde la Transición como garante de la
constitución y elemento de anclaje entre la mayoría silenciosa de
la población y la clase política, he encontrado el momento que me
faltó el año pasado para leer el libro de Javier Cercas Anatomía
de un instante (Barcelona: Mondadori, 2009), que le valió
el Premio Nacional de Narrativa y ha sido valorado como uno de los
mejores ensayos sobre el golpe de estado del 23 de febrero de 1981, y
donde algunos creyeron ver revelaciones y sospechas cruciales para
entender el pasado más reciente de España y de la Corona.
Aunque esta vez no
se trata de una novela, el trabajo de Javier Cercas, como casi todos
los suyos, se mueve entre la historia política, el ensayo
sociológico y la reflexión personal. Y en este sentido es una obra
de gran calidad, mejor -a mi discreto entender- que los anteriores.
Pero lo que no contiene es ninguna revelación de gran calibre. Cercas se documentó muy bien y dice haber entrevistado a numerosos
protagonistas del golpe, pero todo lo que explica ya se sabía de un
modo u otro. Eso si, lo contextualiza y explica con inteligencia,
arrojando alguna luz sobre aspectos que siempre serán confusos.
Sobre lo que menos
contiene novedades es sobre lo que, en su momento, más se comentó
al publicar la obra: el papel del rey en la gestación y la
contención posterior del golpe militar. Incluso se llegó a insinuar
que el autor se apuntaba a la tesis de que Juan Carlos estaba, de
algún modo, detrás del golpe. Pues de lo que ha escrito
difícilmente puede deducirse esto. Quienes a través de los medios
de comunicación hicieron correr semejante idea es porque no habían
leído otras investigaciones o valoraciones de los hechos donde se exponía, la intervención
real en los acontecimientos previos al golpe. Cercas lo que hizo fue ordenar y contextualizar. En su opinión, el Rey se paseó por el límite de la legalidad
constitucional durante los meses anteriores, porque no encontraba la
manera de forzar la dimisión de Adolfo Suárez y porque un sector
mayoritario de la clase política andaba por entonces haciendo lo
mismo, y alimentando la hipótesis de un gobierno de concentración
presidido por un militar. Discurre que quizá había hablado de todo ello con
Alfonso Armada -más bien seguro- y que -probablemente- éste imaginó ser el hombre
que el rey quería o necesitaba.
Pero nada de esto
es nuevo, y nada implica necesariamente que el Rey estuviera detrás
de alguna de las conspiraciones militares en marcha. El autor ni
siquiera lo insinúa. Lo que si hace, y posiblemente es la mejor
intuición del libro, es elevar el foco de atención sobre el golpe
de estado y sacar el cuadro de las tramas golpistas o su
entorno militar, para llevarlo al conjunto de la vida política
española por aquellas fechas. En un tono de denuncia, explica cómo
casi todos los grupos y organizaciones se habían entregado tras las
elecciones de 1979 a una vorágine de debates internos, frivolidades
constitucionales, repartos autonómicos, confabulaciones
parlamentarias y declaraciones irresponsables que constituyeron lo
que él denomia el 'humus' del 23-F. Y que, salvo las excepciones de
Adolfo Suárez y Santiago Carrillo, nadie estuvo luego a la altura en
la misma jornada del golpe cuando todos los partidos, los sindicatos,
la prensa, e incluso el conjunto de la sociedad guardó silencio
hasta que la situación estaba ya muy decantada contra los
sublevados.
Esto es lo que le
lleva a profundizar en el figura de Adolfo Suárez -auténtico
propósito del libro- en la de Santiago Carrillo y en la del general
Gutiérrez Mellado, los únicos que permanecieron en pie durante el
asalto de los guardias civiles al Congreso -los que Cardona
denominaba con gallardía 'torres del honor'-. Un enfoque así es
también uno de los puntos fuertes del libro y una de sus grandes
debilidades, porque el perfil de las personas que dibuja Cercas es
vigoroso, cincelado por sus excelentes cualidades de narrador,
plausible incluso a la luz de todo lo que expone, pero siempre
conjetural, siempre tan cercano a los personajes literarios como a
los protagonistas históricos. Puede que todo fuera así, pero
también puede que no.
Incluso cuando
eleva, como decíamos, el foco, y se adentra en la sociología
política, creo que olvida uno de los factores cruciales en aquellos
años, el elemento que para mi explica mejor la dinámica de la
Transición y las razones últimas del fracaso del golpe, de la
inexplicable timidez de muchos militares ya comprometidos a la hora
de lanzarse a tomar las calles: el conjunto de la sociedad española
veía en aquella tambaleante democracia un factor de progreso y en
los intentos para reconducirla o para volver a las esencias del
franquismo un regreso al tradicional atraso español. Al margen de
las ideologías políticas -que siempre son difusas y hasta
negociables-, al margen del desconocimiento que muchos tenían de la
vida parlamentaria, al margen de las diferencias sociales y
regionales, el grueso de la población quería, ante todo, ser
europea y disfrutar del nivel de vida, la libertad y las prestaciones
de que gozaba la población europea (occidental). Y eso implicaba el
desarrollo de un régimen democrático parangonable. Esta era su
verdadera ideología y su modelo. Un objetivo para el que existía un
camino claro, unas formas legales e institucionales ya probadas y una
serie de pactos establecidos en los años anteriores, que habían
permitido a muchos darse cuenta de que aquello era viable. En cambio,
el franquismo había muerto con Franco; mucho tiempo atrás había
agotado sus promesas y tan sólo podía insistir machaconamente en la
aceptación del 'Spain is different' como proyecto de futuro.
Sin este sustrato,
la intervención del Rey, la pasividad de muchos militares, la
reacción de unos pocos -pero importantes por su posición de mando-,
el pasmo o la cobardía de tantos dirigentes políticos no hubieran
significado gran cosa. Fue, en última instancia, la convicción
difusa, silenciosa y pertinaz de la mayoría la que empujó los
acontecimientos. El golpe, ciertamente, podía haber triunfado, y
Cercas razona incluso cómo podía haber encontrado suficiente apoyo
político, pero está por ver qué hubieran hecho luego los golpistas
-las tres tramas que, como mínimo, confluyeron en el golpe- con esta
victoria.
Otro de los puntos
fuertes del libro es la exposición que hace sobre la participación
en el golpe de los servicios secretos españoles -el CESID-, aunque
prácticamente todo es ya conocido desde el juicio de 1982. Cercas,
como la mayoría, descarta una implicación del organismo como tal,
pero da casi como segura la de alguna de sus secciones -la AOME-,
puesto que el CESID seguía la inveterada norma de las organizaciones
de inteligencia de mantener siempre 'secretos dentro de los
secretos'. La acusación de Tejero y otros golpistas de que tras la
AOME estaba el Rey es una pista que no se niega explícitamente pero
que tampoco sigue el libro, con lo que queda como mero rumor. Es la
única vía que podía haber proporcionado una sorpresa después de
todo lo que sabemos y parece inexistente o cerrada para siempre.
También es
interesante la reflexión de que Suárez, el antiguo Secretario
General del Movimiento, nacido y crecido en el seno de la Falange y
el catolicismo abulense, asumió plenamente su papel de motor de la
democracia y el progreso en España, hasta el punto de aproximar
tanto sus posturas a las de la izquierda democrática que se
inhabilitó a si mismo como líder de la derecha social y económica.
Con este apoyo, seguramente habría prolongado su vida política
durante mucho más tiempo. Pero se vio a si mismo como el timonel de
un centro-izquierda libre de ataduras programáticas o heredadas del
pasado, que podía traer el bienestar y la libertad a todos los
españoles. La asunción de este programa y del papel ideológico que
creía representar acabaron por dejarlo sin espacio político,
comprimido entre una derecha, cada vez más recompuesta, que no le
quería y una izquierda que pugnaba por llegar al poder y aplicar el
mismo programa pero con una capacidad de articulación social más
grande.
Y
también conviene destacar la intuición de Cercas de que el plan del
rey y Torcuato Fernández Miranda cuando nombraron a Suárez y le
encomendaron que deshiciera el aparato institucional franquista era
haberle sustituído con premura una vez realizado el encargo, a la
espera de confiar en una figura más prominente y con algún
reconocimiento internacional la posterior función de pilotar el
alumbramiento de una nueva Constitución y la consolidación de una
monarquía parlamentaria. Pero ahí tropezaron con la ambición y
seguridad en si mismo del propio Suárez, quien “se
aplicó a demostrarle al Rey con los hechos que él era el presidente
que necesitaba porque era el único político capaz de arraigar la
monarquía montando una democracia igual que estaba desmontando el
franquismo; también se aplicó a demostrarle por contraste que
Fernández Miranda era sólo un viejo jurista timorato e irreal,
Fraga un bulldozer indiscriminado, Osorio un político tan pomposo
como inane y Areilza un figurín sin media hostia.”
Lo que se podía
haber desarrollado más, si la actuación del rey y no la figura de
Adolfo Suárez o la propia memoria personal de Javier Cercas fuera la
motivación principal de la obra, son las razones de este real paseo
por los límites de la legalidad. Tan sólo se profundiza -y en
diversas ocasiones- en los avatares de la relación del rey con
Suárez y en las presiones que hubo para que dimitiera, pero no en
las escasas alternativas que Juan Carlos tenía a la hora de pensar
en sustituirlo, cuatro años después de que su protegido se hubiera
asentado de aquel modo en el poder. La opción de Manuel Fraga y su
derecha conservadora suponía por entonces renunciar a gran parte del
proceso de Transición que el mismo rey había propiciado. La UCD era
una auténtica olla de grillos y fuente de las peores conspiraciones
contra su líder. El PSOE acababa de salir del reciente trauma de la
dimisión y posterior recuperación de Felipe González como su líder
y de la tremenda sacudida que supuso en sus bases el abandono del
marxismo como fundamento ideológico; no parecía en ese momento
maduro para asumir el poder. Y, por razones evidentes, los comunistas
y Santiago Carrillo no constituían una opción viable. Un Carrillo,
además, capitidisminuido en su papel dentro del partido y sometido a
toda clase de ataques internos. Si tenemos presente la dura crisis
económica en que España se veía inmersa, el sagriento acoso de
ETA, que estaba poniendo contra la pared los mecanismos del estado y
la paciencia de unos militares que veían caer cada semana a dos de
los suyos, la pasividad del presidente del gobierno y el descontrol
parlamentario, quizá se pueda entender que el rey atisbase, como
tantos otros, la posibilidad de un gobierno de concentración o de
unidad encabezado por un militar aceptado por los partidos. Posición
discutible como monarca en un régimen parlamentario pero
comprensible desde el punto de vista de un Jefe del Estado que
acababa de salir de una plenitud de poderes conferida por Franco y
que todavía creía estar viviendo momentos excepcionales.
Aunque se menciona
el papel que jugó el Congreso de la UCD en Palma de Mallorca tras la
dimisión de Suárez, no se lo relaciona con lo que debió ser un
sustancial cambio en la actitud del Rey. Cuando la UCD depuso por un
momento sus peleas internas y pareció dispuesta a recomponer sus
filas tras un gobierno encabezado por Leopoldo Calvo Sotelo, una
figura prestigiosa como gestor y suficientemente a la derecha como
para calmar los temores de los centros económicos del poder, los de
la embajada de Estados Unidos, y los del propio Rey, cualquier
solución que rompiera o bordeara los márgenes de la Constitución
parecía arriesgada y, sobre todo, innecesaria.
El
balance que hace Cercas de todo lo ocurrido es también discutible,
pero de lo más equilibrado que he leído. Para él, no hay duda del
fracaso del golpe, como tampoco hay duda del triunfo de algunas de
las hipótesis sobre las que se fundamentaba el golpe, ya que tras el
23-F se recondujo la situación económica y, sobre todo, autonómica
del estado. Incluso el reforzamiento de la figura del Rey podía
satisfacer finalmente los instintos monárquicos de algunos
protagonistas de la asonada, como Armada, Milans o Cortina. Pero lo
cierto es que la Transición y el 23-F permitieron la existencia del
periodo de democracia parlamentaria más largo de nuestra historia, y
mucho más sólida que la de 1931, que la descentralización
adminsitrativa del Estado siguió existiendo, y que, dentro y fuera
del ejército, la opción golpista quedó totalmente desacreditada.
Cercas, en este punto, se lanza a una critica, no ya de los
protagonistas del pasado, sino de los de la actualidad, cuando acusa
a la izquierda de criticar actualmente con frivolidad todo lo
sucedido en aquella Transición, por considerar que se cedió
demasiado en el pacto con los herederos de la Dictadura, abandonando
así la construcción de la España actual en manos de una derecha
que se ha apropiado del discurso y lo reivindica como propio -algo
que Cercas rechaza-, olvidando el papel que la presión social y las
protestas de los militantes de izquierda tuvieron en su repentina
conversión a la democracia. Repite, con insistencia que la ética de
la responsabilidad no siempre es compatible con la ética de la
convicción y que lo mejor no debe ser enemigo de lo bueno.
¿Son los políticos una clase? Porque se ha extendido ya esta frase que se acepta sin más. Si yo fuese político en un determinado momento no me gustaría que me considerasen de la misma clase (es decir, con los mismos intereses) que mis oponentes ideológicos. Otra cosa: como en tantas ocasiones, un acontecimiento solapa a otros que pueden estar más o menos relacionados con el primero. Que se quería buscar una salida a la descomposición de la UCD y la falta de gobernación del país es evidente; que los militares lo intentaron por su parte también (aunque creo que divididos), pero si se llegase a demostrar fehacientemente que la oposición como tal, o algún partido de la misma, estuvo involucrado en un intento anticonstitucional la idea que tenemos de aquella época tendría que cambiar. Gobierno y rey debían tener información de lo que se fraguaba tanto por parte del CESID como por las intentonas desestabilizadoras anteriores, pero lo cierto es que su actuación (a salvo la desautorización televisiva) fue nefasta. Un saludo.
ResponderEliminarLos partidos constitucionales no estaban detrás de la intentona golpista como tal; los militares se cuidaron bien de dejar fuera a los civiles y, salvo Armada, poco querían saber de partidos ni de políticos. Otra cosa es que, como expone Cercas, jugaran con frivolidad al 'todo vale' con tal de desprestigiar y echar a Suárez. Todavía recuerdo cómo, ante los tremendos problemas de orden público y la falta de liderazgos indiscutidos, se empezó pidiendo un ministro del Interior militar y se acabó pensando en que el presidente del gobierno también podía serlo. La información sobre posibles golpes circulaba por todas partes, y en el libro se señala cómo el gobierno, y el Rey, disponían de un diagnóstico bastante aproximado de lo que estaba ocurriendo. Pero parece que nadie fue capaz de prever el momento exacto, entre otras cosas, porque la operación fue altamente improvisada, y porque los encargados de vigilar a los golpistas (Cortina y su gente) jugaron un evidente doble juego. Gracias por tu colaboración.
ResponderEliminarEn los días posteriores al 23-F se supo que los golpistas tenían una lista con un gobierno provisional, presidido por el general Armada, y formado por políticos de casi todos los partidos constitucionales. Incluso, Felipe González o E. Múgica estaban en la lista.
EliminarTodos los golpes militares llevan aparejada una trama civil. Eso es de libro.
Saludos.
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