Lo único que aprendemos de la historia es que no aprendemos de la historia (Hegel)

jueves, 20 de enero de 2011

Función y simbolismo de la fiesta medieval


Un libro a la vez interesante y entretenido de leer es Las fiestas en la cultura medieval, del catedrático de la UNED, Dr. Miguel Ángel Ladero Quesada (Barcelona: Debate, 2004). La fiesta constituye siempre un tiempo excepcional, que se contrapone a las jornadas habituales de trabajo. Esta misma excepcionalidad hace que tenga sus propios ritos y funciones, que revelan tanto de ella como, por contraposición, del tiempo no festivo. En paralelo, la fiesta siempre tiene un componente lúdico, liberador, que altera las pautas sociales y puede incluso romper la norma. En este sentido, es de los pocos elementos disponibles para conocer el consenso existente al respecto.


No es extraño, por tanto, que haya atraído la atención de muchos historiadores, y que su estudio vaya más allá de la mera anécdota. La fiesta, además, constituye un hecho histórico, dinámico y cambiante, que arrastra vestigios de tiempos pasados, que se adapta a las realidades de cada época y que tambien en estas transformaciones resulta reveladora.

La fiesta no se estructura a partir de un modelo único. Existen tipologías muy diversas, cada una con sus propias claves. También tiene sus protagonistas, ya que no todos los grupos sociales participan siempre o no lo hacen de la misma manera. Una observación importante, a comienzo del libro es que nada hay más contrario al espíritu de la fiesta que el individualismo, ya que siempre hablamos de celebraciones colectivas, "y nada que la constriña y desfigure más que un excesivo dirigismo y utilización por los poderes, aunque ambas situaciones hayan sido muy frecuentes."

Miguel Ángel Ladero aborda toda clase de festejos, desde los más populares hasta los cortesanos, tan diferentes en sus rituales, simbolismo y funciones. Lo hace de una manera ordenada, comenzando por aquellas fiestas que se celebran periódicamente, de acuerdo al calendario, y, en primer lugar, lo que en la edad media marcaba ideológicamente y hasta cronológicamente el ritmo de las celebraciones, el calendario eclesiástico.

Aunque estamos en una época que desconocía las vacaciones y aún la idea misma de un tiempo de ocio prolongado, lo cierto es que sus ritmos de trabajo eran perfectamente compatibles con intermedios festivos, más frecuentes de lo que se cree (para el periodo moderno se ha calculado que, sumando domingos, fiestas patronales y cívicas, fiestas de barrio o parroquia, gremios y cofradías, celebraciones de parientes y amigos, etc., etc., resultaba extraña la semana que no sumara dos días de descanso, al menos para los agricultores y artesanos que podían disponer libremente su tiempo). Las fiestas eclesiásticas eran abundanteas y, en ocasiones, repetidas, como las diversas Pascuas, o los días enlazados que por Navidad o Semana Santa se celebraban. Por ello había fiestas ligadas al invierno, la primavera, el verano y el otoño, que perpetuaban parcialmente rituales precristianos. Otras, como el Corpus, habían sido creaciones recientes, pero que gozaban de gran apoyo.

Junto a las fiestas eclesiásticas, las cívicas, unidas a los grandes episodios históricos o a los santos protectores de cada urbe (fiestas más de la ciudad que del territorio, normalmente). Pero también celebraciones particulares, como las que hemos señalado antes de gremios y cofradías. Aún así, y según la prosperidad de cada cual, estas fiestas podían ser espléndidas, ya que era el momento de reivindicar el estatus social que se tenía o al que se aspiraba.También tienen cabida las fiestas personales, ligadas a nacimientos, matrimonios, funerales...

Y junto a ellas, en otro orden de cosas, las celebraciones marcadas por circunstancias políticas concretas, como las fiestas cortesanas, las entradas del rey o sus señores respectivos en las ciudades, los natalicios, bodas y funerales de la monarquía... Espacio propio merecen los torneos y toda clase de justas, carreras y otra suerte de enfrentamientos populares más o menos deportivos.
La fiesta cortesana y aristocrática alcanza su máxima complejidad y esplendor en el siglo XV, cuando las élites de las nacientes monarquías nacionales reglamentan los momentos festivos y crean o se apropian de muchos de ellos.

Pero lo que relacionaba la mayoría de ocasiones festivas, fueran del tipo que fueran, era la presencia del banquete, la distribución de alimentos entre los participantes. En esto también podía haber una neta diferencia de clases. Muchas veces, incluso en grandes ocasiones, el pueblo debía conformarse con peras y nueces. Incluso el vino repartido no era el mismo para todos.

No podía faltar, al inicio del libro, una extensa referencia al carnaval, sobre el que existe amplia literatura, pero que el autor sitúa llanamente entre los festejos anuales: "el Carnaval sintetizaba el contenido de todas las fiestas de invierno y recogía o concentraba muchos ritos y elementos contenidos en ellas (...) La capacidad de crítica y los excesos permisibles cometidos en esos días eran la base de la enorme popularidad de lo carnavalesco en la Baja Edad Media. (...) las restricciones vinieron cuando la jerarquía se sintió menos segura o, mejor tal vez, cuando lo religioso se sacralizó aún más y no se admitieron parodias 'profanadoras' que parecían incompatibles con una realidad radicalmente seria."

La lectura del libro resulta entretenida, ya que continuamente tropezamos con formas lúdicas que perduran sólo en el recuerdo o que conocemos por otras culturas (como la práctica de comer o danzar en los cementerios) pero que no hace mucho también formaban parte de la nuestra, o nos enteramos de que a los festejos religiosos y romerías cristianas podían acudir judíos y musulmanes que compartían la veneración de determinados santos o lugares. Incluso podemos saber que "a lo largo del XV, el torneo era ya, en Alemania, una actividad reservada a los caballeros, que formaban incluso 'sociedades de torneos'" como si de federaciones deportivas actuales se tratase.

La Península Ibérica tenía sus formas propias de celebración, como las fiestas de moros y cristianos, las de toros, o las batallas de naranjas y 'huevos de olor', y el autor describe variantes en los diferentes reinos. Por él sabemos que por muy populares que fuesen los alanceamientos de toros, la polémica sobre la conveniencia de celebrarlos ya empezó en esa época, y que a la reina Isabel la Católica le desagradaban profundamente. No se trataba de una preocupación por la suerte del toro, sino de considerar pecaminoso exponer inútilmente la vida que debía ser dedicada a defender la causa de Cristo, argumento también utilizado por la iglesia para oponerse con cierta frecuencia a justas y torneos.

Muy pertinente resulta la pequeña exposición sobre la actitud de la iglesia respecto a la risa y el juego (¿recuerdan el extraordinario final de 'El Nombre de la Rosa'?), con teólogos a favor y en contra, pero con un predominio durante la edad media de los reticentes. Se echa en cambio en falta una reflexión más profunda sobre la subversión de valores propia de este "mundo al revés" que casi siempre es un elemento constitutivo de la fiesta y que se hacen más evidentes en algunas de sus formas.

Una de las conclusiones de la obra es que la fiesta fue siguiendo un proceso creciente de regulación por el poder, de 'normalización' de los comportamientos, y de oligarquización, en beneficio fundamentalmente de la nobleza y de los sectores dirigentes urbanos. Quizá hubiera completado el amplio panorama expuesto en el libro, estudiar aquellas ocasiones en que la fiesta rompe estos cauces establecidos, y se convierte en ocasión, y expresión, del conflicto político o social, tal como explicaron Emmanuel Le Roy Ladurie en Le Carnaval de Romans, o Natalie Z. Davis.

Sinceramente recomendado.

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