Lo único que aprendemos de la historia es que no aprendemos de la historia (Hegel)

domingo, 23 de enero de 2011

Racionalidad e irracionalidad política en la unificación italiana


He oído en varias ocasiones una ocurrencia que insinúa que el arte de la política consiste en averiguar cuales son las mejores soluciones para superar un problema y después explicar por qué no se aplicarán. Ante la desorientación en que a menudo nos hallamos, y más en situaciones de crisis, sentimos la tentación de pensar que las derivas demagógicas y las ofertas superficiales que se nos hacen desde los partidos y centros de opinión son cosa de nuestro tiempo, fruto del sistema económico y político en vigor. Que la democracia, el desarrollo económico o la moderna sociedad de la (des)información traen estas cosas.

Puede ayudarnos a relativizar nuestros juicios, y al mismo tiempo a entender uno de los episodios clave de la historia contemporánea de Europa, la lectura del libro de Arrigo Petacco Il regno del Nord. 1859: il sogno di Cavour infranto da Garibaldi (Milán: Arnaldo Mondadori, 2009), donde se analizan las claves del proceso de unificación que dió lugar al estado italiano.


Siento un enorme respeto por algunas obras de divulgación histórica escritas por periodistas que se informan cuidadosamente de las aportaciones hechas por la historiografía académica, y que saben presentar personajes y periodos con rigor y amenidad. Desgraciadamente, no es lo que más abunda en este tipo de incursiones. Uno de los mejores ejemplos es Arrigo Petacco, autor de decenas de libros -algunos de los cuales he leído, siempre con placer-, periodista, enviado especial y director de publicaciones tanto noticiosas como especializadas en la divulgación histórica. Sus análisis son siempre claros, bien documentados y elaborados a partir de la honestidad y el sentido común, sin anteponer la consecución de un 'best-seller' a la metodología propia de nuestra disciplina. Para quienes no somos especialistas en los temas que aborda, constituye una primera aproximación bastante fiable.

El libro contiene muchos aspectos interesantes, pero sobre todo destaca por el eje central de su argumentación. Lejos de ser un 'destino manifiesto' o una operación política sólidamente preparada, tal como lo presenta toda la mitología nacionalista italiana, el proceso de unificación fue el resultado de una serie de contingencias, donde se mezclaron proyectos diversos y donde el protagonismo acabó por corresponder a alguien que nunca imaginó y ni siquiera deseó una península italiana reunida en un solo estado. En todo caso, lo que al final sucedió no era la única, y probablemente no era la mejor, de las soluciones posibles. Para el autor, la más sólida propuesta para articular la realidad sociopolítica italiana no correspondía a Cavour, el primer mininstro del Piamonte, ni a Mazzini o Garibaldi, los mitificados revolucionarios demócratas, sino a otros, hoy dia prácticamente olvidados, como Carlo Cattaneo.

A finales del siglo XVIII, la península italiana recibió el impacto de la Revolución Francesa y la nueva ideología del nacionalismo, que cuestionaron la legitimidad de los viejos estados dinásticos y provocaron movimientos más o menos populares contrarios al absolutismo. Aunque el período de la Restauración permitió el retorno de los viejos monarcas y pareció finiquitar el liberalismo, la semilla de las nuevas ideas había calado profundamente en los medios intelectuales de la burguesía, y el deseo de crear un estado italiano poderoso, capaz de medirse con otras potencias en el nuevo escenario internacional, parecía una exigencia de la historia.

Entre los teorizadores de este proceso iban a destacar tres figuras con proyectos divergentes. Giuseppe Mazzini, un republicano unitario, laico, imbuido de un fervor patríótico casi místico, que imitó los procedimientos sectarios de los "carbonarios", dotando a su grupo de una estructura clandestina, de hombres vinculados por juramento y dispuestos a morir por Italia. Convencido de representar la voluntad del "pueblo", jamás se molestó en ponerse a su altura. Como los demás, era un pensador burgués, con nula experiencia de las clases trabajadoras, y que no contempló nunca dotar a su mensaje 'liberador' y nacionalista de contenidos sociales. Personalmente negado para cualquier actitud violenta, se consideraba, sin embargo, un hombre de acción, y predicaba la validez de todo método insurreccional y aún terrorista, para conseguir la anhelada unidad de todos los italianos. De otro lado, Vincenzo Gioberti, un romano conservador y católico, que proponía conseguir la unidad mediante una confederación de estados italianos donde los príncipes soberanos se pusieran bajo la guía del Papa e interpretaran la voluntad de reforma del pueblo italiano. Su nacionalismo era también de tipo místico, incluso chauvinista, convencido como estaba de la superioridad del genio italiano, motor de la civilización europea. En tercer lugar, un republicano federalista, intelectual y moderado, Carlo Cattaneo, quien rechazaba como solución para Italia imitar las instituciones unitarias francesas. La historia, la lengua, la geografía y la economía habían constituido un rico patrimonio de regiones diferentes que exigían organizar cualquier propuesta de unificacións según el modelo federal de Suiza y los Estados Unidos, con un estado liberal, laico y de tendencias democráticas.

Las tesis de Gioberti, aclamadas al principio, se hundieron cuando el Papado, tras unos preludios reformistas, optó por un retorno a las posturas más reaccionarias y la persecución en los estados de la Iglesia de cualquier atisbo de liberalismo. En cambio, las de Mazzini, personaje ignorado con todo por una gran parte del pueblo, gozarían de un predicamento creciente, impulsadas en especial por el aventurerismo ingenuo y romántico de Garibaldi.

Pero el principal beneficiario de este auge del mazzinismo sería Cavour, un político conservador del Piamonte, fiel servidor de la dinastía de Saboya, tan extraño a las ideas del nacionalismo italiano que toda su vida utilizó como lengua el francés, y cuando necesitaba imperiosamente expresarse en italiano no iba más allá del dialecto regional. Cavour, que, a menudo con gran disgusto de sus propios monarcas, ejerció durante muchos años como primer ministro, tan solo deseaba el engrandecimiento del Piamonte (el conocido como Reino de Cerdeña), construyendo a partir de él una monarquía católica y conservadora que unificase los territorios del norte de Italia, única parte de la península que, según él, merecía la pena. Así, al evitar cualquier tentación unificadora, podía también marginar políticamente al nacionalismo liberal como ideología rectora del nuevo estado.

El problema es que, para conseguir sus propósitos, necesitaba aprovechar la ola de popularidad de esas mismas teorías nacionalistas, que negaban legitimidad a los demás príncipes del norte. Las escasas fuerzas del Piamonte sólo podían triunfar sobre sus enemigos, en concreto sobre el Imperio austriaco, subiéndose al carro del italianismo y del liberalismo, ya que era necersario también el apoyo de Napoleón III, nuevo emperador de los franceses y antiguo exiliado en Italia, donde en su juventud había sido ferviente partidario de las tesis mazzinianas.

En este juego de espejos, donde pocas cosas eran lo que parecían ser, Cavour utilizó a Mazzini como espantajo de los conservadores. El mensaje implícito era: "O yo, o el revolucionario Mazzini". Para las clases altas, era mucho más deseable el sometimiento a una especie de Italia semiunida bajo la égida del Piamonte, que un estado italiano republicano, laico y radicalmente democrático, tal como predicaba Mazzini.

El problema es que la idea de Cavour, con un Norte de Italia controlado por él, un Centro de la Península en manos del Papa, y un sur, bajo la monarquía también conservadora de los Borbones de las Dos Sicilias, se vino abajo debido al 'pathos' revolucionario de Garibaldi, que organizó -es un decir- una expedición para 'liberar' el sur de Italia. Esta aventura debía haber fracasado desde su nacimiento -y Cavour estaba convencido de que así sería-, pero la ineptitud y el chaqueteo de los jefes militares y políticos que servían -también es un decir- a la dinastia de los Borbones, cambió rápidamente el panorama y permitió a los voluntarios de Garibaldi avanzar inesperadamente hasta Nápoles.

Aquí se inician las para mi mejores páginas de la obra. Arrigo Petacco no sólo describe magníficamente la mediocridad política de algunos personajes principales, como Napoleón III o el propio Garibaldi, sino que donde muchos historiadores han visto siempre un proceso líneal y casi ineluctable, pone de relieve lo que tuvo de contingente, guiado por la presión de la opinión pública, el carácter de los diferentes líderes y las circunstancias.

Sobre todo, destaca cómo, ante el avance de las fuerzas nacionalistas y republicanas de Garibaldi, el pueblo napolitano fue cerrando filas en torno a su monarquía, particularmente el denostado ejército de los Borbones, considerado luego, durante mucho tiempo, como un ejército de opereta. Los historiadores han podido dejarse confundir por la posición acomodaticia de los líderes napolitanos, magníficamente retratados por el siciliano Lampedusa en Il Gatopardo, pero esto en modo alguno puede indicar una identificación popular con la causa de la unidad italiana. La magnífica defensa de Gaeta, cuando ya todo parecía perdido, durante cinco meses, por un ejército napolitano reducido a la mínima expresión, pero fiel a sus jóvenes rey y reina, ha sido prácticamente silenciada por la historiografía italiana, que encajaba con dificultad una gesta antiunitaria la cual, de haberse producido en el otro bando, hubiera merecido toda clase de epítetos heróicos.

Finalmente, será Cavour quien se vea obligado a asumir el liderazgo de una unidad italiana que no deseaba, para evitar que el sur se convirtiera en la base de partida de una República Italiana. Incluso hubo de enfrentar a su ultraconservador y católico soberano del Piamonte con el Papa, que lo excomulgó, para que los mazzinianos tampoco se hicieran con el control de Roma. Garibaldi aparece en todas estas operaciones no como un revolucionario traicionado, sino como un idealista perfectamente dispuesto a poner su espada al servicio del nuevo poder piamontés con tal de lograr el objetivo de la Italia unida. No es, como muchos creen, que Cavour lograra la unidad en beneficio de la alta burguesía del norte aprovechándose de Mazzini y Garibaldi, es que nunca la quiso, pero se vio obligado a ello, impelido por las mismas fuerzas que él y otros habian desatado. El maquiavelismo queda así sustituído por el oportunismo.

Si yo debiera señalar una conclusión de lo expuesto, diría que las víctimas, las verdaderas víctimas de todo el proceso fueron los proyectos moderados y federalistas de Cattaneo -que a nadie con poder parecían interesar y que el pueblo desconocía-, la posibilidad de regenerar la vida política italiana mediante una auténtica ruptura con el pasado, y buena parte del pueblo, que verá defraudadas sus esperanzas en una Italia nueva, que en realidad heredará todos los vicios oligárquicos y caciquiles de los estados que la habían precedido. El federalismo fracasado se convirtió en un regionalismo real, aunque no reconocido por las instituciones, que actuaba y actúa mediante la formación de clientelas locales y provinciales al servicio de aquellos que desea(ba)n prosperar políticamente en el nuevo estado.

Todo esto eran hecho sabidos, pero Arrigo Petacco los explica, como decía, con una claridad y una pasión capaces de hacer reflexionar al lector, y de convertir la historia en una herramienta crítica que nos ayude a entender las raíces de fenómenos que actualmente suceden en Italia y en Europa.

3 comentarios:

  1. ¡Cómo podemos interpretar la frase: "el phatos revolucionario de Garibaldi" ?. He leido diferentes interpretaciones de la palabra griega pero no termino de aplicarle ninguna de ellas.
    ¿Puede entenderse como la fiebre revolucionaria?
    Un cordial saludo
    Arturo Villar

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  2. Hola, Arturo. Para los antiguos griegos, 'pathos' representaba lo contario de 'ethos'. Si lo ético era equilibrado y racional, lo patético debía ser pasional, imperfecto y caótico. Hablar del 'pathos' de Garibaldi es una manera un poco pedante de referirse a esa forma de carisma revolucionario que poseía, basado más en la acción que en la reflexión, en forzar el cambio de las cosas despreocupandose en cierta medida de los fines. Su radicalismo democrático la verdad es que casi siempre estuvo al servicio de causas progresistas o románticas, como la mera unidad de Italia o el anticlericalismo, pero que, al quedarse sólo en eso, contribuían o aguar o traicionar sus presupuestos de partida, mucho más ambiciosos.
    Saludos.

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  3. Muchas gracias. Ahora entiendo el concepto.
    Saludos
    Arturo Villar

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