Lo único que aprendemos de la historia es que no aprendemos de la historia (Hegel)

miércoles, 18 de mayo de 2011

El gran error de Napoleón: la campaña de Rusia.

No nos habíamos ocupado hasta ahora de lo que muchos han denominado "la epopeya napoleónica". Esta designación tiene como virtud recoger la imagen carismática que Napoleón ha dejado en su paso por la historia, a través de las múltiples campañas en que fue protagonista. Fue un genio en los terrenos militar, político, legislativo, etc., pero los grandes hombres también cometen grandes errores y, en definitiva, son tales errores los que suelen terminar marcando su trayectoria.  Todo esto es lo que pone de relieve, con un brío narrativo considerable, Adam Zamoyski en su obra 1812. La trágica marcha de Napoleón sobre Moscú (Barcelona: Debate, 2005; edic. orig. 2004), de casi imprescindible lectura para cualquier aficionado al tema.

Esta pormenorizada descripción de lo sucedido entre la primavera y el invierno de aquel año fatídico hace comprender en toda su dimensión lo que suponían las guerras napoleónicas, tantas veces embellecidas por el recuerdo literario y cinematográfico, para quienes las vivieron. No sólo porque recoge, desde la posición del soldado más que del general, y del acompañante de la tropa más que desde la del responsable político, las mil peripecias que les tocó vivir a millones de seres (si tenemos en cuenta también al ejército zarista y a los civiles rusos)  involucrados en aquella locura, sino porque también explica con claridad las opciones estratégicas de Napoleón antes y durante la campaña, poniendo de relieve sus monumentales errores de juicio.

En 1812 el emperador francés es un hombre ensoberbecido por casi veinte años de continuos éxitos, seguro, como tantos otros dictadores salidos de muy abajo, de que habían sido su genio y su voluntad quienes forzaron la mano del destino y les habían situado donde llegaron a estar. Deducen casi siempre, como conclusión lógica, que el mismo genio y la misma voluntad bastan para impulsarlos nuevamente hacia adelante. En el culmen de su gloria, el imperio napoleónico se extendía desde Algeciras hasta el río Niemen. Toda Europa estaba, de grado o por la fuerza, sometida a los dictados de la Francia postrevolucionaria. Tan solo dos potencias mantuvieron su soberanía: Gran Bretaña y Rusia. En esas condiciones, con un poco de sensatez, Napoleón podía haber sostenido un tenso pulso con Londres mientras apaciguaba de todas las maneras posibles al zar Alejandro. Pero la sensatez hacía mucho que había abandonado al aventurero corso. Convencido de que sólo un bloqueo económico total podrá someter a los ingleses, y de que tan solo una sonora lección a Rusia podrá acabar con la resistencia soterrada de austriacos y prusianos, Napoleón pone en pie de guerra el mayor ejército reunido hasta entonces en Europa, y se dirige hacia el este cuando ve que Alejandro I no está dispuesto a cumplir con entusiasmo lo acordado en la paz de Tilsit.

El problema es que Napoleón, capaz de reunir medios ingentes para esta empresa, carece de lo más importante: un plan realista de cómo derrotar a los rusos. Su mente, acostumbrada a todo tipo de batallas y campañas victoriosas, le hace confiar, como al principio de su carrera, en el arrojo como manera de atar la Fortuna a su carro imperial. Cree que con una buena ofensiva de verano y un par de grandes batallas, sin duda favorables, Alejandro comprenderá que nada puede contra la gran coalición de reinos que sigue al emperador francés, solicitará conversaciones de paz y él podrá ejercer sus dotes de seductor sobre el zar ruso como lo había hecho apenas unos años antes.

Este razonamiento, en parte lógico, contiene demasiados supuestos: que los rusos aceptarán plantar batalla  no demasiado lejos de sus fronteras; que estas batallas se transformarán en victorias aplastantes, que la consecuencia lógica será la rendición del zar y que Alejandro está sinceramente dispuesto a dejarse seducir  y admitir a un Bonaparte como partenaire en un reparto no demasiado equitativo de Europa. Es bien sabido que ni uno solo de estos cálculos resultó acertado.

Napoleón pudo llevar su ejército hasta el corazón del imperio ruso, pero sus enemigos tardaron meses en aceptar la esperada batalla. Cuando lo hicieron, en Borodino, fueron derrotados, pero las grandes pérdidas del ganador convitieron el éxito en una victoria pírrica. Además, la Corte rusa no se inmutó por esta derrota ni por la posterior ocupación de Moscú, y decidió continuar la guerra ya que seguía dominando la práctica totalidad del Imperio. Y aquí es donde comienza verdaderamente la aportación de Zamoyski, basada no en documentación inédita, sino en la explotación sistemática de las muchas memorias, cartas, crónicas y obras historiográficas publicadas sobre el tema.

Desesperado por haber obtenido un triunfo estéril, Napoleón prolongó demasiado su estancia en Moscú. Un Moscú donde su ejército repite una conducta bien conocida en toda Europa, mezcla de caballerosidad y rapiña, de saqueo sistemático y curiosidad por los pueblos conquistados. El incendio de Moscú, que destruyó prácticamente la ciudad, limitó mucho su capacidad para albergar un gran ejército, pero las condiciones aún eran relativamente cómodas. Fueron las dudas del emperador las que provocaron la catástrofe. El famoso novelista Stendhal, por entonces oficial de la Grande Armée, que dejó la capital rusa quince días antes que el grueso del ejército, pudo alcanzar Polonia sin ningún inconveniente.

Con las primeras nieves, los franceses, alemanes, italianos, austriacos, españoles, holandeses y otras  nacionalidades que componen el mal llamado ejército 'francés' emprenden el regreso sin haber cumplido ninguno de sus grandes objetivos. Las primeras jornadas todavía se respira una gran confianza y un ambiente 'bon enfant' que convierte la marcha en algo, incluso, agradable. Los tesoros y recuerdos acumulados en el camino de ida hacen que, para muchos supervivientes, la empresa haya valido la pena. Las sensaciones cambiarán en muy poco tiempo.

La narración de Zamoyski nos sumerge progresivamente en un horror sin fin. Las páginas dedicadas al sufrimiento de este menguante ejército durante su retirada se multiplican sin que podamos atisbar el final, en un remedo de los interminables kilómetros que iban cubriendo unos hombres y mujeres (había también un cierto número de mujeres siguiendo a la tropa) que creían hallar el calor, el alimento y la seguridad que ansiaban en cada alto del camino, para verse defraudados una y otra vez, continuamente. Ni Smolensk, ni Krasny, ni las heladas orillas del Beresina, ni la lejana Vilna en Lituania, supondrán el final de sus sufrimientos. En cada etapa, miles y miles de estas personas hallarán variadas y siempre horribles formas de morir, a menudo por agotamiento, por hambre, por congelación, pero también ahogados en el cruce de los ríos, pisoteados por otros en los puentes, a manos de los cosacos que los acorralan, les roban, les torturan y les ejecutan, o quemados vivos por la explosión de las estufas que hacen arder demasiado fuerte y demasiado rápido para entrar en calor; incluso asesinados por sus propios compañeros que desean robarles el alimento. De tantas maneras que es imposible incluir una pequeña parte en este resumen.

El hambre no ofrece tregua, ni a los hombres, ni a los animales. Esos escuálidos jamelgos que deben mantenerse en pie para transportar soldados y avituallamientos, o para combatir a la caballería cosaca; una pura sombra de lo que solía ser la orgullosa caballería francesa comandada por Ney. Unos caballos tan agarrotados por las temperaturas bajo cero, que se les puede cortar en vivo la carne congelada sin que ellos se percaten y detengan la marcha. El milagro es averiguar que unos y otros pueden cubrir distancias inimaginables en condiciones de extraordinaria exigencia física con unos recursos que apenas se suponen suficientes para un cuerpo en reposo. Unas onzas de chocolate, o unas infusiones, o algunas hierbas y frutos secos, o un poco de carne acecinada, guardadas con ansiedad en un bolsillo, bastaban para sostener el paso vacilante día tras día.

Como siempre, junto a las escenas de desesperación, muestras extraordinarias de heroísmo, como el del criado que conseguía mantener con vida al oficial a quien seguía desde el hogar paterno, o los granaderos de un regimiento que se turnaban para sostener la camilla de su coronel enfermo, cumpliendo su palabra de mantenerlo con vida hasta el extremo de que los últimos cuatro supervivientes de la compañía consiguieron llevarlo hasta el río Niemen y salvarlo. O los extraordinarios combates en retaguardia librados por batallones y escuadrones al borde de la inanición y de los que, casi invariablemente, salían vencedores. Junto a ello, el cinismo y la insensibilidad provocados por la acumulación de sufrimientos, con auténticas perlas de humor negro, como los soldados que hacen chistes mientras se calientan con el fuego que ha quemado vivos apenas hace unos instantes a sus compañeros.

Y el Napoleón de siempre, el mismo de Egipto y el mismo de España, que abandona a quienes dan la vida por él en cuanto la situación política puede poner en peligro su trono. Todo ello sin que su mito sufra lo más mínimo entre los combatientes. Hasta dónde llegaba esa admiración se percibe en la casi increíble noticia de que soldados alemanes, no franceses, de la Grande Armée, prisioneros de los rusos, seguían reuniéndose tras la caída del emperador para celebrar su cumpleaños.

En resumen, un libro muy bien narrado que, si no constituye una novedosa aportación historiográfica, acerca cualquier lector a conocer con gran viveza la época y sus personajes. Son muchos los que admiraron y admiran la figura y la obra del Emperador francés; mi valoración coincide con la definición expuesta una vez por el profesor Chandler de la academia militar de Sandhurst: Napoleón fue sobre todo "un gran hombre... malo".


5 comentarios:

  1. Desde que leí este libro de Zamoyski cada vez que recuerdo a Napoleón, me viene a la cabeza la imagen de los caballos helados que se les puede cortar la carne... La crudeza de la guerra tan heroizada frecuentemente y seguramente tiene más de sucia y de miserable como nos muestra este libro.

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  2. El gran error de Napoleòn fue echar a Talleyrand

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  3. Es posible. Aunque Tayllerand no era precisamente un dechado de fidelidad hacia su amo. Era tan peligro tenerlo enfrente como a la espalda.

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  4. Napoleón como militar, en cuanto a campaña terrestre fue brillante, tácticamente genial pero fue un pésimo político, mal geoestratega, y desastroso en el terreno naval.

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  5. Napoleón como militar, en cuanto a campaña terrestre fue brillante, tácticamente genial pero fue un pésimo político, mal geoestratega, y desastroso en el terreno naval.

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