Algunas obras de divulgación histórica han calificado los últimos años del siglo XX como los del 'regreso de Dios' al primer plano de la geoestrategia mundial. La conocida tesis de la 'guerra de civilizaciones' para explicar las tensiones del mundo actual no deja de ser otra manera de expresarlo. Si se han multiplicado los estudios académicos que tratan de explicar el auge del islamismo en sus diversas corrientes políticas y la relación que guardan con el Islam como doctrina, no resultan tan frecuentes los que profundizan en el impacto político de otras religiones, incluído el análisis del contenido religioso en Occidente, presente en los mensajes de numerosas fuerzas de gran impacto electoral.
Quizá convenga en este tema regresar a las raíces, y preguntarse por las razones que acompañaron la conversión del imperio romano -y posteriormente otros estados- del paganismo clásico a la religión cristiana. En qué medida dicha conversión supuso un triunfo revolucionario y cómo alteró las bases culturales y sociales del imperio. Me ha sorprendido, por su planteamiento, el libro de Paul Veyne -un clásico en el estudio de Roma y su imperio-Quand notre monde est devenu chrétien (312-394) publicado por Albin Michel en la colección Bibliothèque Idées (París: 2007). En él se desarrolla la tesis de que el éxito de la religión cristiana y su imposición final al conjunto de la sociedad no constituía un hecho inevitable en el siglo IV ni implicaba una solución política fundamentalmente mejor que el matenimiento de los cultos anteriores. La clave, para el autor, residió en una serie de proyectos personales impulsados desde el poder por Constantino I y una cada vez más larga serie de emperadores cristianos.
En la historiografía tradicional se explicaba esta instauración del cristianismo como un proceso cada vez más amplio de conversión de masas, resistencia a las persecuciones y realismo político de las autoridades imperiales que se vieron obligadas a compartir una fe a la que no habían conseguido derrotar. Como contrapeso a esta imagen también se ha querido, durante los últimos decenios, presentar a Constantino como un político astuto y cínico que supo vincularse a una iglesia cristiana que puso su mensaje de un Dios único al servicio de su figura de único emperador.
Paul Veyne da la vuelta a estas perspectivas y, sin un alarde de referencias documentales concretas, pero utilizando su profundo conocimiento de la época y una lógica basada en la sociología de las religiones, nos ofrece una interpretación distinta y sugerente.
Resulta evidente que el cristianismo llegaba fortalecido a principios del siglo IV. Aunque todavía era una religión minoritaria ya no constituía una pequeña secta menospreciada. Se había dotado de una firme estructura organizativa, un discurso cada vez más influyente y su presencia social crecía, particularmente en las regiones orientales y el norte de África.
Veyne sitúa las razones de este crecimiento en las mismas características del mensaje cristiano. Establecía una relación afectiva entr el hombre y Dios. No se impuso al culto de los dioses tradicionales por la superioridad de su monoteismo -dudoso, si tenemos presente las confusas características de la Trinidad-, sino por el tipo de divinidad que se ofrecía. Los paganos siempre habían creído en un Dios supremo, pero en el cristianismo se trataba de un Dios gigantesco, histórico, creador del Cielo y la Tierra, el Bien en si mismo, considerado como la Única verdad.
El Dios cristiano atraía también porque era misericordioso y se ocupaba de cada hombre. Los dioses grecorromanos vivían para si mismos, pero el Dios cristiano sólo tenía sentido en esa relación con lo humano. Era, con todo, por entonces, un dios más autoritario que tierno, más sobrehumano que humanizado en la literatura de la época.
El cristianismo no era una religión de esclavos ni de pobres. Se había extendido desde el principio por todas las capas sociales. Como factor muy importante, considera que, socialmente, la ética cristiana daba respetabilidad. El orden, la moderación, la vida familiar, representaban un modelo de vida razonable para la clase media. En las comunidades cristianas se hablaba de moral más que de amor. Se obedecía a Dios, no se le imitaba.
No comparte la opinión de que el éxito del mensaje se debiera a la promesa de inmortalidad, ya ésta iba acompañada del riesgo de pasarla en el infierno En última instancia las razones se encuentran en esta vida. Importaba probablemente más la experiencia personal de la fe y el amor de Dios. El infierno servía para impresionar la imaginación, aunque sea incoherente con la imagen de Dios que se predicaba.
Los cristianos tenían también un sentido comunitario al que era ajeno el paganismo. Pero, en el seno de esta comunidad, más que de amor los textos hablan de disciplina. En última instancia, la Verdad de la nueva religión no era la cuestión esencial. Los paganos admitían que había dioses desconocidos y que en general eran los mismos bajo diferentes nombres. Lo importante, y lo distinto, era que los cristianos exigían una profesión de fe. El paganismo constituía sólo un culto, que se ejercía a voluntad. En cambio, el cristianismo comportaba una declaración pública y personal de pertenencia, y también dogmas, propaganda, organización, y querellas, cismas, herejías o represión.
En este contexto, aparece la figura de Constantino. Basándose en lo que sabemos de su trayectoria, de lo que hizo cuando asumió el poder único, en su iconografía y en los testimonios de la época, Paul Veyne niega que su adscripción al cristianismo fuera un ejercicio de conveniencia. Constantino cambió la historia porque era un cristiano convencido. Y se asoció a los cristianos porque encajaban con su grandioso proyecto de regeneración del Imperio.
Considera que dificilmente un grupo que aglutinaba entre el cinco y el diez por ciento de la población, dividido además por las querellas teológicas, podía ser la base ideal para consolidar su poder. Apoyarse en él no fue un ejercicio de cinismo. La autoridad de Constantino derivaba de las victorias militares y del consenso social en torno a la figura del emperador. En Roma nunca se había ejercido el mando 'por la gracia de Dios' o de los dioses. Constantino compartía el proyecto cristiano de un Imperio e incluso un mundo unido tras una doctrina religiosa. Creía haber cambiado el curso de la Historia, y también estaba seguro de que ese Dios que era el suyo velaría por el éxito de su campesón. Era una cuestión de Fe y no de sagacidad.
Lo cual no excluye que Constantino fuera un hábil político. Lo suficiente como para saber que no podía imponer la nueva fe por la fuerza. Las persecuciones no habían conseguido erradicar el cristianismo pero habían introducido un elemento de desorden, de ruptura del consenso social, que era necesario evitar. Favoreció el cristianismo de todas las maneras a su alcance, pero no persiguió a los seguidores del culto pagano, salvo en lo relativo a la prohibición de los sacrificios de animales -elemento esencial de los ritos tradicionales, por otro lado-.
Lo más importante es que, para Paul Veyne, lo que sucedió a partir de entonces no implicaba el triunfo definitivo del cristianismo. Durante todo el siglo IV la situación política no se decantó necesariamente hacia uno u otro lado. Si los sucesores de Constantino fueron casi todos cristianos, esto no prejuzgaba que siempre hubiera de ser así, al menos hasta finales de siglo. Juliano fue un pagano militante y no estalló ninguna revuelta ni conspiración en su contra. El paganismo conservaba una gran fuerza política, sobre todo en Roma y entre las élites.
Pero el cristianismo gozaba de diversas ventajas sobre el paganismo. Era una religión proselitista, bien organizada en torno a su clero; este tenía un fuerte sentido de la autoridad y estaba motivado por alcanzar el poder y extenderse a toda la sociedad. Lo que Paul Veyne no señala es que incluso cuando Juliano intentó restaurar el paganismo como religión oficial lo hizo copiando las estructuras cristianas.
Constantino no se bautizó hasta poco antes de morir. Lo hizo así no por temor a la opinión de los paganos, sino porque no podía aceptar la condición de catecúmeno y porque el ejercicio del poder imperial no encajaba siempre con la exigente moralidad cristiana. El bautizo tardío aseguraba el perdón de los pecados. Así lo hicieron también todos sus sucesores durante este siglo. Esta moderación en las apariencias contribuyó a desarmar el paganismo, que pudo confiar durante mucho tiempo en una situación de tolerancia oficial con todas las religiones.
Como indica el autor, el cristianismo actuó durante esta etapa más a través de la conversión que de la imposición. Constantino estuvo más atento en la represión de las herejías cristianas (donatistas, arrianos...) que en la persecución del paganismo. Pero donde no entra Veyne es en las fuertes presiones que se ejercieron sobre los no cristianos a partir de finales del siglo. El bien conocido caso de la cruel muerte de Hipatia en Alejandría no deja de ser un elocuente ejemplo.
Donde si declara su opinión es en el tema de la existencia de dos poderes -la iglesia y el estado- y la relación entre ambos. Se ha alegado con frecuencia que el cristianismo introdujo en la cultura europea la separación y el equilibrio entre las instituciones, cuya herencia serían nuestros sistemas constitucionales. Paul Veyne lo niega. Considera que la iglesia cristiana se alió estrechamente con el poder imperial, sin por ello dominarlo. Por el contrario, su papel fue durante todo el siglo IV más bien consultivo. Constantino puso el estado al servicio del engrandecimiento de la iglesia, pero quien dominaba era el Imperio. Los emperadores presidieron la iglesia y tomaron las decisiones fundamentales, con un sentido más político que teológico. Los obispos se convirtieron en justificadores del poder imperial. Tan sólo más adelante, ya en el siglo VI, cuando los Papas de Roma intenten escapar a las presiones de Bizancio apoyándose en las nuevas monarquías germánicas, proclamaran el derecho de la iglesia a la independencia.
Y por este camino llega a las consecuencias actuales del triunfo de la religión cristiana. Hoy, incluso la Unión Europea se suma a este 'retorno de Dios', palpable hace tiempo en países islámicos o en Estados Unidos, y muchos de sus legisladores exigen que se remarquen las raíces cristianas de nuestra cultura política, considerandolas fuente de las ideas de libertad, igualdad y equilibrio de poderes. Para Veyne esto constituye una manipulación histórica.
En el cristianismo, la libertad solo se entendía en la obediencia a la Iglesia y sus dogmas. Aunque fuera una creencia abierta a todos, exigía compromiso pleno y exclusividad, al contrario que el paganismo. Era una religión y no un programa social y político. Su aceptación del orden social mientras proclamaba la igualdad del espíritu no hizo sino consolidar la desigualdad. Supo convivir perfectamente con la esclavitud durante siglos. Los derechos personales y la tolerancia no fueron valores de los cristianos medievales, sino fruto de la Ilustración. Para el profesor Veyne, no es el cristianismo que triunfó en el siglo IV la raíz de Europa en la actualidad, sino Europa y los valores adquiridos en los dos últimos siglos la raíz de la forma actual de entender el cristianismo. Sin embargo, reconoce que hay una base cristiana en el mensaje humanitarista del que ha presumido Occidente, aunque no lo practique. La herencia de Constantino sigue viva, pero no podemos reducirla a una apología política que tiene más que ver con las transformaciones que nos rodean que con la revolución iniciada el año 312.
Quizá convenga en este tema regresar a las raíces, y preguntarse por las razones que acompañaron la conversión del imperio romano -y posteriormente otros estados- del paganismo clásico a la religión cristiana. En qué medida dicha conversión supuso un triunfo revolucionario y cómo alteró las bases culturales y sociales del imperio. Me ha sorprendido, por su planteamiento, el libro de Paul Veyne -un clásico en el estudio de Roma y su imperio-Quand notre monde est devenu chrétien (312-394) publicado por Albin Michel en la colección Bibliothèque Idées (París: 2007). En él se desarrolla la tesis de que el éxito de la religión cristiana y su imposición final al conjunto de la sociedad no constituía un hecho inevitable en el siglo IV ni implicaba una solución política fundamentalmente mejor que el matenimiento de los cultos anteriores. La clave, para el autor, residió en una serie de proyectos personales impulsados desde el poder por Constantino I y una cada vez más larga serie de emperadores cristianos.
En la historiografía tradicional se explicaba esta instauración del cristianismo como un proceso cada vez más amplio de conversión de masas, resistencia a las persecuciones y realismo político de las autoridades imperiales que se vieron obligadas a compartir una fe a la que no habían conseguido derrotar. Como contrapeso a esta imagen también se ha querido, durante los últimos decenios, presentar a Constantino como un político astuto y cínico que supo vincularse a una iglesia cristiana que puso su mensaje de un Dios único al servicio de su figura de único emperador.
Paul Veyne da la vuelta a estas perspectivas y, sin un alarde de referencias documentales concretas, pero utilizando su profundo conocimiento de la época y una lógica basada en la sociología de las religiones, nos ofrece una interpretación distinta y sugerente.
Resulta evidente que el cristianismo llegaba fortalecido a principios del siglo IV. Aunque todavía era una religión minoritaria ya no constituía una pequeña secta menospreciada. Se había dotado de una firme estructura organizativa, un discurso cada vez más influyente y su presencia social crecía, particularmente en las regiones orientales y el norte de África.
Veyne sitúa las razones de este crecimiento en las mismas características del mensaje cristiano. Establecía una relación afectiva entr el hombre y Dios. No se impuso al culto de los dioses tradicionales por la superioridad de su monoteismo -dudoso, si tenemos presente las confusas características de la Trinidad-, sino por el tipo de divinidad que se ofrecía. Los paganos siempre habían creído en un Dios supremo, pero en el cristianismo se trataba de un Dios gigantesco, histórico, creador del Cielo y la Tierra, el Bien en si mismo, considerado como la Única verdad.
El Dios cristiano atraía también porque era misericordioso y se ocupaba de cada hombre. Los dioses grecorromanos vivían para si mismos, pero el Dios cristiano sólo tenía sentido en esa relación con lo humano. Era, con todo, por entonces, un dios más autoritario que tierno, más sobrehumano que humanizado en la literatura de la época.
El cristianismo no era una religión de esclavos ni de pobres. Se había extendido desde el principio por todas las capas sociales. Como factor muy importante, considera que, socialmente, la ética cristiana daba respetabilidad. El orden, la moderación, la vida familiar, representaban un modelo de vida razonable para la clase media. En las comunidades cristianas se hablaba de moral más que de amor. Se obedecía a Dios, no se le imitaba.
No comparte la opinión de que el éxito del mensaje se debiera a la promesa de inmortalidad, ya ésta iba acompañada del riesgo de pasarla en el infierno En última instancia las razones se encuentran en esta vida. Importaba probablemente más la experiencia personal de la fe y el amor de Dios. El infierno servía para impresionar la imaginación, aunque sea incoherente con la imagen de Dios que se predicaba.
Los cristianos tenían también un sentido comunitario al que era ajeno el paganismo. Pero, en el seno de esta comunidad, más que de amor los textos hablan de disciplina. En última instancia, la Verdad de la nueva religión no era la cuestión esencial. Los paganos admitían que había dioses desconocidos y que en general eran los mismos bajo diferentes nombres. Lo importante, y lo distinto, era que los cristianos exigían una profesión de fe. El paganismo constituía sólo un culto, que se ejercía a voluntad. En cambio, el cristianismo comportaba una declaración pública y personal de pertenencia, y también dogmas, propaganda, organización, y querellas, cismas, herejías o represión.
En este contexto, aparece la figura de Constantino. Basándose en lo que sabemos de su trayectoria, de lo que hizo cuando asumió el poder único, en su iconografía y en los testimonios de la época, Paul Veyne niega que su adscripción al cristianismo fuera un ejercicio de conveniencia. Constantino cambió la historia porque era un cristiano convencido. Y se asoció a los cristianos porque encajaban con su grandioso proyecto de regeneración del Imperio.
Considera que dificilmente un grupo que aglutinaba entre el cinco y el diez por ciento de la población, dividido además por las querellas teológicas, podía ser la base ideal para consolidar su poder. Apoyarse en él no fue un ejercicio de cinismo. La autoridad de Constantino derivaba de las victorias militares y del consenso social en torno a la figura del emperador. En Roma nunca se había ejercido el mando 'por la gracia de Dios' o de los dioses. Constantino compartía el proyecto cristiano de un Imperio e incluso un mundo unido tras una doctrina religiosa. Creía haber cambiado el curso de la Historia, y también estaba seguro de que ese Dios que era el suyo velaría por el éxito de su campesón. Era una cuestión de Fe y no de sagacidad.
Lo cual no excluye que Constantino fuera un hábil político. Lo suficiente como para saber que no podía imponer la nueva fe por la fuerza. Las persecuciones no habían conseguido erradicar el cristianismo pero habían introducido un elemento de desorden, de ruptura del consenso social, que era necesario evitar. Favoreció el cristianismo de todas las maneras a su alcance, pero no persiguió a los seguidores del culto pagano, salvo en lo relativo a la prohibición de los sacrificios de animales -elemento esencial de los ritos tradicionales, por otro lado-.
Lo más importante es que, para Paul Veyne, lo que sucedió a partir de entonces no implicaba el triunfo definitivo del cristianismo. Durante todo el siglo IV la situación política no se decantó necesariamente hacia uno u otro lado. Si los sucesores de Constantino fueron casi todos cristianos, esto no prejuzgaba que siempre hubiera de ser así, al menos hasta finales de siglo. Juliano fue un pagano militante y no estalló ninguna revuelta ni conspiración en su contra. El paganismo conservaba una gran fuerza política, sobre todo en Roma y entre las élites.
Pero el cristianismo gozaba de diversas ventajas sobre el paganismo. Era una religión proselitista, bien organizada en torno a su clero; este tenía un fuerte sentido de la autoridad y estaba motivado por alcanzar el poder y extenderse a toda la sociedad. Lo que Paul Veyne no señala es que incluso cuando Juliano intentó restaurar el paganismo como religión oficial lo hizo copiando las estructuras cristianas.
Constantino no se bautizó hasta poco antes de morir. Lo hizo así no por temor a la opinión de los paganos, sino porque no podía aceptar la condición de catecúmeno y porque el ejercicio del poder imperial no encajaba siempre con la exigente moralidad cristiana. El bautizo tardío aseguraba el perdón de los pecados. Así lo hicieron también todos sus sucesores durante este siglo. Esta moderación en las apariencias contribuyó a desarmar el paganismo, que pudo confiar durante mucho tiempo en una situación de tolerancia oficial con todas las religiones.
Como indica el autor, el cristianismo actuó durante esta etapa más a través de la conversión que de la imposición. Constantino estuvo más atento en la represión de las herejías cristianas (donatistas, arrianos...) que en la persecución del paganismo. Pero donde no entra Veyne es en las fuertes presiones que se ejercieron sobre los no cristianos a partir de finales del siglo. El bien conocido caso de la cruel muerte de Hipatia en Alejandría no deja de ser un elocuente ejemplo.
Donde si declara su opinión es en el tema de la existencia de dos poderes -la iglesia y el estado- y la relación entre ambos. Se ha alegado con frecuencia que el cristianismo introdujo en la cultura europea la separación y el equilibrio entre las instituciones, cuya herencia serían nuestros sistemas constitucionales. Paul Veyne lo niega. Considera que la iglesia cristiana se alió estrechamente con el poder imperial, sin por ello dominarlo. Por el contrario, su papel fue durante todo el siglo IV más bien consultivo. Constantino puso el estado al servicio del engrandecimiento de la iglesia, pero quien dominaba era el Imperio. Los emperadores presidieron la iglesia y tomaron las decisiones fundamentales, con un sentido más político que teológico. Los obispos se convirtieron en justificadores del poder imperial. Tan sólo más adelante, ya en el siglo VI, cuando los Papas de Roma intenten escapar a las presiones de Bizancio apoyándose en las nuevas monarquías germánicas, proclamaran el derecho de la iglesia a la independencia.
Y por este camino llega a las consecuencias actuales del triunfo de la religión cristiana. Hoy, incluso la Unión Europea se suma a este 'retorno de Dios', palpable hace tiempo en países islámicos o en Estados Unidos, y muchos de sus legisladores exigen que se remarquen las raíces cristianas de nuestra cultura política, considerandolas fuente de las ideas de libertad, igualdad y equilibrio de poderes. Para Veyne esto constituye una manipulación histórica.
En el cristianismo, la libertad solo se entendía en la obediencia a la Iglesia y sus dogmas. Aunque fuera una creencia abierta a todos, exigía compromiso pleno y exclusividad, al contrario que el paganismo. Era una religión y no un programa social y político. Su aceptación del orden social mientras proclamaba la igualdad del espíritu no hizo sino consolidar la desigualdad. Supo convivir perfectamente con la esclavitud durante siglos. Los derechos personales y la tolerancia no fueron valores de los cristianos medievales, sino fruto de la Ilustración. Para el profesor Veyne, no es el cristianismo que triunfó en el siglo IV la raíz de Europa en la actualidad, sino Europa y los valores adquiridos en los dos últimos siglos la raíz de la forma actual de entender el cristianismo. Sin embargo, reconoce que hay una base cristiana en el mensaje humanitarista del que ha presumido Occidente, aunque no lo practique. La herencia de Constantino sigue viva, pero no podemos reducirla a una apología política que tiene más que ver con las transformaciones que nos rodean que con la revolución iniciada el año 312.
Ya leí tu comentario sobre el libro de Paul Veyne. Creo que el "regreso de Dios" de las últimas décadas se debe en buena parte al pontificado de Juan Pabo II, que ha representado una verdadera movilización de los católicos y los cristianos en general. Yo siempre interpreté que el reinado de Constantino y su política con respecto a los cristianos era debida a la utilidad que le vio dado lo inútil de las persecuciones anteriores. Quizá haya influído también la nueva moral que el cristianismo representó en medio del paganismo, pero los filósofos estoicos (y Marco Aurelio tuvo bastante de ello) también tenían una moral parecida a la cristiana en varios aspectos. En cuanto a su bautismo al final de la vida creo que debió ser sincero, pues habría visto los frutos de su colaboración con los cristianos. Creo que si la Iglesia cristiana no se hubiese aliado al Imperio no habría tenido el éxito que -como se dice en el libro- hasta el siglo IV fue solo relativo y en la parte oriental. Siempre ma llamó la atención que el cristianismo prendiese en las capas altas de la sociedad, pues el mensaje evangélico va dirigido más bien a los pobres; debió existir algún tipo de mensaje que caló en las clases superiores en un momento de verdadera crisis, pero lo cierto es que ya antes del siglo III hubo patricios que se acogieron al cristianismo. Creo que la idea de inmortalidad (tras la vida) no entra en contradicción con la existencia o no del infierno; es más, creo que incluso la refuerza, pues no tendría sentido que fuesen imortales tanto los justos como los réprobos. Por último, el hecho de que en la Unión Europea haya surgido el debate sobre los orígenes cristianos de la civilización en Europa, radica en el auge de los partidos y gobiernos conservadores, muy unido a lo que antes dije sobre el pontoficado de Juan Pablo II y la "necesidad" de haber borrón y cuenta nueva tras el hundimiento del comunismo ateo. La presencia de un gran número de inmigrantes no cristianos en Europa, sobre todo musulmanes del norte de África, también influirá en las precauciones de los grupos conservadores europeos, más aún atizado esto por la xenofobia de los grupos de extrema derecha, que existe en países como Alemania, Austria, Francia, Italia, etc. Un saludo.
ResponderEliminarLa tesis de Paul Veyne, tal como he intentado resumir, viene a explicar que Constantino ya era un cristiano convencido antes de su victoria en Puente Milvio. No fue tanto la experiencia de colaboración con la iglesia cristiana lo que le acercó a ella, sino que formaba parte de su proyecto personal y político. Coincido en que eso, y la línea de la mayoría de emperadores que le sucedieron, fue lo que dio la supremacía al cristianismo dentro del imperio, que no se hubiera producido probablemente de otra manera. En cuanto a la importancia de Juan Pablo II y su interpretación de lo religioso, ha sido grande dentro del catolicismo, pero yo diría que es un caso más, y no un motor único, ya que la importancia de lo religioso también crecía por esas fechas en la política de Estados Unidos y otros países americanos gracias a la activa labor de grupos protestantes claramente enfrentados a la iglesia católica, o en el Islam e incluso en algunos estados asiáticos de mayoría budista, muchas veces en relación con actitudes xenófobas y otras veces con problemas internos. Gracias por tu comentario.
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