Lo único que aprendemos de la historia es que no aprendemos de la historia (Hegel)

domingo, 11 de marzo de 2012

Al servicio del Imperio.

En todas las épocas, uno de los elementos decisivos en la estructuración de cualquier estado, ha sido el empleo de la fuerza armada. Y junto con las instituciones y los medios de que se dota a este ejercicio controlado de la violencia, un factor esencial es el reclutamiento. La primitiva noción del ciudadano-guerrero, por la cual todo varón -incluso a veces las mujeres- de una tribu, ciudad o territorio determinados, era un soldado en potencia, ha venido siendo sustituída, en diversos momentos de la historia, por la idea de un ejército más o menos profesional, donde los encargados de combatir a los enemigos del estado sean hombres dedicados exclusivamente a esta finalidad y preparados para ella. De dónde surgen estos soldados profesionales, qué les hace exponer sus vidas y combatir en conflictos que muchas veces les son totalmente ajenos, por qué aceptan una dura disciplina y unas condiciones de vida en ocasiones muy penosas, y cómo llegan a cumplir sus obligaciones, a veces por encima de lo que exige su 'deber', constituye un apasionante caso de estudio para quien busque comprender las auténticas bases de la relación entre sociedad y poder.

Un ejemplo clásico del papel jugado por estos ejércitos profesionales podemos encontrarlo en la construcción del Imperio británico. Sus tropas debieron combatir desde las heladas planicies de Canadá a las sofocantes junglas del Asia tropical, contra fuerzas de la envergadura del ejército napoleónico o contra poblaciones prácticamente desarmadas. En todos los casos, cumplieron su cometido. Quiénes eran, cómo luchaban y por qué lo hacían aparece magníficamente descrito en la obra de Richard Holmes. Casacas rojas. Una historia de la infantería británica. (Barcelona: Edhasa, 2004), en mi opinión uno de los más interesantes libros de sociología e historia militar publicados en la última década.

Porque los hombres que pemitieron a la naciente Inglaterra capitalista construir y consolidar un Imperio de dimensiones mundiales eran gente mal pagada, salida -salvo la oficialidad- de los estratos menos afortunados, y víctimas, por tanto, de la misma estructura a la que servían. Lo hacían además en condiciones muy duras, imposibilitados para desarrollar una vida familiar normal, hacinados en cuarteles donde habían de convivir decenas de personas en un único espacio, con habitaciones tan llenas de humo que costaba distinguir a quienes tenías al lado, comiendo poco y con unos servicios sanitarios tremendamente deficientes. Sometidos, eso si, a una jerarquía intransigente, que contemplaba castigos como la horca, los azotes y el fusilamiento. Pero eran altamente eficaces, y más, precisamente, en sus rangos inferiores. En palabras del mismo autor, que nos aporta interesantes claves para comprenderlo "por encima de todo se trataba de un ejército nacido de la paradoja. Combatía duramente, y en general con éxito, en defensa de un orden por el que la mayoría de sus miembros tenían escaso interés personal y que mostraba la misma falta de consideración hacia ellos una vez habían egresado a la vida civil que antes de que se pusieran la casaca roja por primera vez. Aunque no era inmune al sentimiento político y al fervor patriótico genuino, ese ejército combatía por emulación de sus compañeros, por agresividad de luchadores de los bajos fondos, por orgullo de regimiento y valeroso liderazgo, todo ello unido a una propensión hacia la bebida y el saqueo y respaldado por un severo código disciplinario.” 

Y eso que muchos de sus integrantes ni siquiera procedían de las islas, o habían nacido en aquellas partes de las mismas que mantenían intensos sentimientos de enemistad contra la monarquía británica, como Irlanda y Escocia. Precisamente había sido la enorme crueldad con que habían sido tratados por la ocupación inglesa lo que les había empujado a servir en su ejército.  “En los tiempos de la guerra de la Independencia americana el 60 por ciento de sus tropas eran inglesas, el 24 por ciento escocesas y el 16 por ciento irlandesas. Los oficiales se hallaban distribuidos más equitativamente, con un 42 por ciento de ingleses, un 27 por ciento de escoceses y un 31 por ciento de irlandeses”. Junto a ellos, muchas otras nacionalidades (Holmes remarca que había muchos franceses en un ejército que hasta bien entrado el siglo XIX tenía como principal misión luchar contra Francia) y en cada parte del Imperio contarían siempre con el auxilio de tropas nativas, en una repetición exacta de lo que había pasado en Europa.

Para entenderlo, debemos partir de la precariedad que una buena parte de la población debía afrontar en aquella época. Como explicaba un joven trabajador agrícola enrolado en el ejército: "mi esposa y yo estábamos conversando en quedos susurros sobre intentar cocinar la harina de avena cuando el más pequeño se despertó sin que su madre pudiera hacer nada para calmarlo y voviera a dormirse. Se puso a lloriquear y al final estalló en un continuo grito, haciendo que resultara imposible que los demás siguieran durmiendo. Uno tras otro sus rostros surgieron como movidos por un resorte, todos ellos diciendo: <<¡Madre!¡Madre! Por favor, danos algo>>. Qué pobre es la palabra <<dolor>> para aplicarla a los sentimientos de mi mujer y míos durante el resto de esa mañana… No veo otra cosa que cada vez más trabajo y menores fuerzas en un esfuerzo interminable y la máxima inanición. Tal es el destino del noventa por ciento de mis hermanos.” Se entiende así que los reclutas aceptaran ser trasladados a cualquier parte del globo, exponer sus vidas y, en caso de sobrevivir, hacerlo en condiciones que nosotros consideraríamos deleznables.

Y soportando una cadena de mando y una lógica disciplinaria estrictamente clasista, donde quienes debían asumir las más duras cargas no tenían esperanza de ver reconocidos sus méritos más allá de los rangos inferiores de la oficialidad, donde la atención médica priorizaba sistemáticamente a los cuadros superiores, donde en caso de amputación el soldado ni siquiera tenía derecho a un vaso de vino para paliar su dolor mientras los oficiales eran adormecidos con botellas de ginebra, donde las raciones de comida y los castigos eran siempre diferentes. Llegaban a sufrir centenares de azotes que les deshollaban la espalda y podian poner su vida en peligro, además de considerar que ello comportaba una terrible humillación a los ojos de todos sus compañeros. Entretanto, los jefes y oficiales llevaban vida de caballeros y exigían de sus superiores un estricto respeto a las convenciones sociales británicas que procuraban siempre evitar cualquier ofensa de carácter personal.

Richard Holmes nos explica que detrás de buena parte de la parafernalia que acompaña la imagen de aquellos 'casacas rojas', existían profundos resquemores. Por ejemplo, el tradicional sonido de las gaitas y los vistosos uniformes de los regimientos escoceses son el resultado del romanticismo y las novelas de Walter Scott, y no de un respeto del mando inglés por el valor y la aportación de sus soldados de las Highlands. Por el contrario, la desconfianza hacia ellos persistió hasta mediados del siglo XIX y se otorgaba a estos regimientos los números más bajos en la relación honorífica de las unidades británicas, con el fin de no hacerlos destacar, ya que se les consideraba rebeldes y salvajes. De la misma manera, se despreciaba por su carácter y su catolicismo a los soldados irlandeses, pero luego se recurría a ellos constantemente. Es notable que, forzados por las circunstancias, tanto unos como otros sublimaran el hecho de que servían al mismo poder que había llevado sus comunidades a la pobreza más extrema: “Muchos (...) consiguieron mantener el equilibrio entre su propio nacionalismo instintivo y una lealtad práctica hacia el ejército en el que servían, y no veían nada malo en entonar canciones rebeldes mientras marchaban para cumplir con los antojos de un gobierno en el que no tenían ningún interés personal. Y llegada la hora de combatir, pocos podían equiparárseles.” 

Y si no era por razones 'nacionales' la desafección podía anidar en el pecho de muchos soldados por la misma forma en que habían sido llevados hasta las filas o a dónde se les había enviado: “Todos los reclutas regulares eran, al menos en teoría, voluntarios, aunque a muchos de ellos se les daba la oportunidad de servir al monarca a título militar en vez de penal… Los índices de mortalidad en las Antillas y en África Occidental eran tan elevados que un destino en dichos puestos avanzados no distaba mucho de ser una sentencia de muerte. Indultar a un hombre que accediera a servir en el ejército era una práctica habitual durante el siglo XVIII y a los deudores insolventes y criminales convictos con frecuencia se les permitía alistarse.” 

Bien al contrario, buena parte del éxito de estas tropas se debió a la firmeza que mostraban en combate, tanto individual como colectivamente. Es cierto que se traba de hombres altamente entrenados, con equipo bélico completo y de gran calidad, apoyados por una flota y una artillería mortíferas. Pero también lo es que el ejército británico siempre destacó por su conservadurismo, acentuado tras las victorias sobre Napoleón Wellington, oráculo vivo en adelante sobre temas militares, siempre fue, por instinto, enemigo de cualquier renovación. En eso estaba de acuerdo la aristocrática y a menudo provecta cúpula de las fuerzas armadas, que aplicó con frecuencia procedimientos erróneos y eligió jefes insensatos. La logística fue a veces deplorable, como se demostró palpablemente en la guerra de Crimea, cuando una parte de los soldados fallecieron por desnutrición o enfermedades mientras gran cantidad de alimentos y ropa militar se pudrían en los puertos, y la descoordinación entre armas, o entre los responsables del mando y del armamento, alcanzaba a veces extremos risibles. En estas condiciones, el mejor elogio a los soldados británicos lo hizo el mariscal Soult, cuando explicaba al Emperador francés que: "le habían robado la victoria. <<Los británicos estaban completamente derrotados y la victoria era mía, pero ellos no lo sabían y no se retiraron>>"

Todos estos elementos están mucho mejor desarrollados en el libro de lo que yo los he expuesto. Vale la pena echarle un vistazo para conocer fenómenos que hunden sus raíces en la sicología colectiva y que, más allá de permitirnos profundizar en lo que ha sido una gran potencia durante el periodo contemporáneo, nos hacen comprender mejor el funcionamiento interno de las sociedades en que vivimos.

2 comentarios:

  1. Interesantísimo artículo y me imagino que igualmente la obra. Desde hace tiempo me ha parecido absurdo que se valore por muchos historiadoes (y lectores) la obra de un Ramsés, un Sargón o un Alejandro cuando en realidad lo único que han sido (al parecer) es excelentes militares con poderosos ejércitos a sus servicios, es decir, fuerza bruta aunque disciplinada. Según el libro que comenta usted, el enriquecimiento de las clases dirigentes inglesas vendría dado por el papel jugado por los casacas rojas. En el caso que comenta de soldados franceses enrolados contra Francia, también me ha llamado la atención, repetidamente la cantidad de griegos que sirvieron (en el ejército y fuera de él) a los reyes persas contra las propias ciudades griegas; hoy hay muchos iberoamericanos en el ejército español. Me dispongo a leer el libro. Un saludo.

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  2. Muchas gracias por tu comentario. Un cordial saludo.

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