Los mitos históricos a veces se
forjan, no sobre supuestos éxitos de una colectividad, sino también
sobre sus deficiencias. Uno de los más insistentes y compartidos
juicios sobre la historia de España reside en el fracaso -o el
retraso- de su economía a la hora de sumarse a la Revolución
Industrial que hizo encabezar a Europa el progreso material del
mundo. Fracaso que resulta todavía más hiriente cuando se compara
con el predominio colonial que había tenido la Monarquía hispana en
los siglos anteriores.
Ahora que la economía española
vuelve a estar en boca de todos como ejemplo de oportunidades
perdidas y mala gestión de los recursos, se me ha ocurrido volver la
vista hacia un libro escrito en circunstancias muy diferentes, en los
años 90, cuando muchos se asombraban de que la España trágica de
la guerra civil se hubiese transformado en el “milagro español”
de los sesenta, la supuestamente impecable transición a la
democracia de los setenta, la llegada al poder de los socialistas en
la década siguiente, y el 'annus mirabilis' de 1992, con el éxito
colectivo que supuso la organización de las Olimpiadas en Barcelona
y la Exposición Universal de Sevilla, todo ello acompañado de unas
estadísticas que pusieron la renta española cerca de la italiana y
cada vez más próxima a la de estados punteros que hasta entonces
habían servido tan solo de lejana referencia. David R. Ringrose,
profesor de la universidad de California, se dispuso a explicar la
lógica de tales éxitos en su obra España, 1700-1900, el mito
del fracaso (Madrid: Alianza
Universidad, 1996) donde, con una relectura original, daba la vuelta
a las consideraciones pesimistas hechas sobre el desarrollo español
de los dos siglos anteriores. Curiosamente, sus conclusiones también
pueden arrojar mucha luz sobre la crisis actual y sus orígenes.
El propósito
confesado de su tesis es cuestionar la aportación de autores
clásicos de la historia económica española como Jordi Nadal, que
han establecido las explicaciones más aceptadas sobre el atraso del desarrollo hispánico. Según
Ringrose, estos autores han estado a menudo más pendientes de lo que
no sucedió -según el modelo inglés de Revolución Industrial- que
de lo que verdaderamente ocurría en la península Ibérica. Centrar
la imagen del progreso en la instauración de una economía fabril
con empleo intensivo de capital, desprecia la importancia de los
otros factores concurrentes en el crecimiento de los siglos XVIII y
XIX y en la capacidad de mantener un constante incremento de la
población. Más que preguntarse lo que fué mal en España, este
investigador prefiere plantear “cómo encajó España en el
abigarrado rompecabezas de aceleración del crecimiento económico
europeo después de mediados del siglo XVIII”
También se hace
una crítica al supuesto protagonismo de la burguesía en todo este
proceso, tal como presumieron los historiadores liberales. Dieron por
sentado que, oprimidos por el estado absolutista y los poderes
tradicionales, la escasa burguesía española habría protagonizado
en el Siglo de Oro una 'traición' a su propio ser asumiendo los
valores aristocráticos, buscando su conversión en una clase de
rentistas y terratenientes. Esto había impedido que el oro de
América se invirtiese de una manera productiva y España pudiese
imitar el modelo comercial de Holanda, por ejemplo. En el siglo XIX, esta burguesía habría sido incapaz, por su escaso número y fuerza, de romper con los obstáculos históricos que salieron a su paso, debiendo plegarse a la resistencia de esos mismos poderes tradicionales que seguían dominando una especie de 'España eterna'. Tan sólo los núcleos con una burguesía más activa, como Cataluña, consiguieron imitar los modelos europeos en medio de grandes dificultades.
Para Ringrose no
hubo ni protagonismo ni traición de la burguesía. Más que en una
clase social única y bien perfilada, deberíamos fijarnos en el
papel de las élites del Antiguo Régimen en su conjunto que, según
él, contribuyeron en buena medida al tránsito entre las formas
precapitalistas y capitalistas de la economía, así como a la
transición política hacia el constitucionalismo liberal. La
continuidad de familias y clientelas en el control político de la
vida local y regional es uno de los pilares de la tesis de Ringrose,
así como en el hecho de que las fórmulas familiares y clientelares
de la aristocracia y la burguesía fueran en buena medida
coincidentes, tanto en el terreno político como económico. Como
señala, “buena parte de la actividad fue creada por la reunión
y redistribución de riqueza realizadas por el estado, por la nobleza
terrateniente y la Iglesia. De hecho, hay pruebas importantes de que
la vida económica organizada por los mercados y por el estado, se
sostuvieron recíprocamente en todas partes de Europa.” La
inversión en la tierra o en la administración de bienes nobiliarios y eclesiásticos no sería tanto una traición como una opción
lógica dado el contexto económico en que se movian, y la asunción
de comportamientos similares a los de la nobleza, una mera cuestión
de estrategias compartidas. Considera que el
segmento social que controló el estado entre 1700 y la I Guerra
Mundial, en el contexto de una economía en expansión, fue mucho más
estable de lo que las apariencias y los historiadores han admitido
tradicionalmente. No se enfrentaba un grupo antiguo a uno moderno, sino que familias procedentes de diferentes medios (nobleza, oligarquías municipales, familias comerciantes, arrendatarios rurales...) encontraban la manera de perpetuarse y compartir los beneficios de diferentes sistemas económicos, evolucionando con ellos en el tiempo.
El tercero de sus
ejes de reflexión es abandonar el marco de la nación-estado como
ámbito de estudio, tanto en el pasado más reciente como en el más
lejano. Para los monarcas españoles del siglo XVI sus dominios no se
limitaban al espacio castellano, y la economía tampoco se valoraba
tan sólo en ese terreno. Las inversiones de flamencos y alemanes en
la explotación de los recursos americanos así lo demuestran. En el
otro extremo, no podemos considerar a la España del siglo XIX como
un único mercado, y analizarlo tratando de homogeneizar sus
variables. Es necesario distinguir espacios regionales y redes urbanas que
servían para organizar el territorio. Ringrose establece, como
unidades fundamentales la existencia de cuatro ámbitos económicos:
el mediterráneo ( que a partir de Barcelona organizaba el tráfico
por el Mediterráneo hasta Málaga), el valle del Guadalquivir
(organizado en torno al núcleo de Sevilla y Cádiz), el norteño
(que desde Bilbao se fue extendiendo hacia occidente hasta alcanzar
Galicia, con un creciente protagonismo de Santander) y el espacio
interior castellano-extremeño (con centro en Madrid, pero que progresivamente
fue vinculando parte de su territorio hacia las diferentes economías
costeras).
La primera de
estas zonas, la levantina, era una red esencialmente costera, que en
realidad formaba parte de un arco de desarrollo más amplio que
incluía Marsella y Génova y enlazaba con Cádiz y Gibraltar.
Zaragoza fué su unica referencia en el interior, pero a través de
los puertos de Alicante y Cartagena se vinculaba con Castilla la
Nueva. La Cataluña derrotada de 1714 experimentó durante el siglo
XVIII un desarrollo sin precedentes en la época borbónica, que
permitió a Barcelona pasar de una población de treinta mil
habitantes a más de cien mil en 1800.
La red norteña
conoció un primer auge a partir de los puertos vascos. La existencia
de aduanas forales en estos territorios animó a los Borbones a
facilitar las conexiones del norte de Castilla con la espléndida
bahía de Santander, cuya actividad creció notablemente a fines del
siglo XVIII. Los comerciantes vascos respondieron invirtiendo en el
puerto cántabro, y llevando su actividad hasta Galicia. Primero por
Vitoria y Burgos, y luego por Valladolid, se conectaron con el trigo
y el vino de Castilla y La Rioja, y llevaron su comercio hasta
Madrid. También formaba parte de una red más amplia con
centro en Burdeos.
Los problemas de
los siglos XVI y XVII incidieron negativamente en el espacio
económico castellano, donde no se produjo una jerarquización
natural de los núcleos comerciales y, por tanto, una estructuracion
de la red urbana. Una vez asentada la capital en Madrid, el
crecimiento de ésta, por razones cortesanas y administrativas,
atrajo los flujos económicos y dejó el resto de ciudades como
centros secundarios a su servicio. Esto no quiere decir que tal
espacio no fuera, poco a poco, dinamizándose. Castilla la Nueva se
iba vinculando a sus vecinos del este y el sur. El norte de Castilla
la Vieja quedó integrado en la red cantábrica, particularmente
cuando, tras la pérdida de las colonias americanas y la instauración
de aranceles proteccionistas, se convirtió en el abastecedor
triguero de las provincias litorales y de las colonias caribeñas. La
prueba de que las inversiones productivas daban resultado estriba en
que en el siglo XVIII el sostenimiento de Madrid exigía el esfuerzo
de prácticamente todas las provincias castellanas. A finales del
XIX, con una población multiplicada, Madrid se surtía de alimentos,
leña y otros abastecimientos básicos, tan solo en las provincias
circundantes.
La economía del
valle del Guadalquivir tenía un centro en Sevilla -lugar de
residencia de las élites, pero también de una poderosa comunidad
mercantil, que se mantuvo pese al traslado del comercio americano a
Cádiz- y ésta última ciudad, donde se centralizaban las
actividades de corretaje marítimo a través del Atlántico. Una vez
finiquitado el monopolio gaditano, el centralismo de Sevilla se
impuso. Las inversiones se dirigieron hacia una agricultura
exportadora de rasgos coloniales, complementada por la minería, y la
red se extendía hasta Extremadura y las provincias andaluzas
penibéticas.
Frente a la idea
de crisis o de quiebra del estado que iría unida al fracaso de las
iniciativas ilustradas, al atraso industrial, la guerra napoleónica,
la pérdida del imperio americano y al desguace fiscal y político
del absolutismo en los decenios siguientes, Ringrose afirma que la
España de 1910 fue resultado de la expansión económica sostenida
que comenzó a finales del siglo XVII y continuó durante los siglos
XVIII y XIX con sorprendente persistencia. Si otros autores no lo han
percibido así es porque no han sabido ver la racionalidad del
comportamiento económico de las élites españolas, que invertían
en aquello que podía proporcionarles beneficio en el marco
determinado donde actuaban, y no de acuerdo con parámetros que
serían propios de otros espacios económicos, como Holanda e
Inglaterra. Pese a su aparente fracaso, la economía de 1910 estaba
ya muy lejos de la del siglo XVIII y cree, por tanto, el autor que no
puede hablarse de estancamiento ni de victoria de los elementos
tradicionales frente a la revolución liberal. Incluso en la
agricultura, la productividad, aunque baja, estaba mejorando de
manera constante.
Una de las mayores
virtudes del libro es la gran cantidad de datos que aporta sobre el
funcionamiento de estas redes comerciales regionales y los factores
que impulsaban el desarrollo. Aquí no podemos reproducir ni siquiera
un resumen de los mismos. Otra virtud es el análisis de la
reproducción de las capas dirigentes políticas, financieras y
comerciales, que fueron adaptando su comportamiento a la evolución
de los tiempos, sin dejar de ser fieles a ellas mismas. Lo más
interesante es la profunda vinculación provincial de las élites que
actuaban en Madrid. Incuso aquellas familias que se asentaban en la
capital seguían contrayendo matrimonio en sus provincias de origen,
reclutando allí los jóvenes dependientes que colaborasen en sus
negocios, reinvertían parte de sus ganancias en sus lugares y
acababan a menudo por retirarse de nuevo a ellos. Es claro el
predominio de los vascos y cántabros en el mundo financiero
madrileño (bien presentes aún hoy), la fortaleza de los
levantinos y catalanes en el comercio al por mayor, y la abundancia
de linajes procedentes del interior castellano en los abastecimientos
cotidianos. En cambio, los andaluces estaban mucho más presentes en
el periodismo y la política que en los mercados, manifestando
claramente la mayor vinculación con el exterior de su economía. Lo
mismo sucede con las familias establecidas en otros parajes, como los vascos instalados en Cádiz.
Partiendo de los
estudios hechos sobre el comercio colonial español, Ringrose
concluye que la pérdida de los territorios americanos fue dramática
para los recursos fiscales de la monarquía -de ello deriva en buena
parte la incapacidad para sobrevivir de la fórmula absolutista- pero
no tanto para le economía española, que era mucho menos dependiente
de los intercambios atlánticos y reorientó sus actividades con
rapidez. Pese a un innegable crecimiento comercial atlántico a finales del
XVIII -que incidía también a las redes vasca y catalana- buena
parte (más del 50%) de lo que se había ofrecido antes a América
eran reexportaciones de productos europeos, y los beneficios que se
obtenían de ello quedaban limitados a núcleos reducidos de
comerciantes. Estos comerciantes supieron luego dirigir sus
inversiones a terrenos rentables: “más que criticar el hecho de
que los comerciantes que acumulaban capital en el comercio colonial
no lo invirtieran inmediatamente en fábricas, tenemos que ser
conscientes de la existencia de un abanico más amplio de
comportamiento empresarial.”
Ciertamente,
la agricultura española se vió lastrada por un desarrollo urbano
mediocre y la presencia de una masa creciente de población agraria
que, sobre todo en el caso de Andalucía, hacía preferible a los
terratenientes,utilizar formas de explotación más intensivas en el
uso de la mano de obra que de capital. Para Ringrose, esto no es
incompatible con la racionalidad económica ni con la propia idea de
desarrollo. Incluso plantea si los historiadores españoles que han
criticado con dureza este aspecto hubieran preferido una revolución
agraria basada en el maquinismo con el durísimo coste social de
precipitar aquella masa de mano de obra empobrecida hacia la
emigración o el amontonamiento en las ciudades, reproduciendo las
peores imágenes de la Inglaterra dickensiana. Era absurdo pensar que
un estado dominado en buena medida por la influencia de las redes
clientelares de provincias debía adoptar una línea de política
económica similar a las del norte de Europa, que le hubiera enajenado
el apoyo de todas las clases dirigentes (también las industriales de
Cataluña y el País Vasco) y que exigía al mismo tiempo unos costes
sociales tan tremendos. Se optó pragmáticamente en adaptarse a lo
que había, con un pacto hiperproteccionista que no bloqueaba el
desarrollo de las fuerzas productivas existentes.
Resultan
interesantes sus observaciones sobre el cursus honorum del
acceso a la política que se observa en las capas dirigentes que se
encaminaban hacia esos menesteres. Un itinerario establecido que
empezó en el siglo XVII a través de los colegios mayores y que fue
evolucionando hasta el siglo XX, cuando era a través de los
gobiernos civiles provinciales donde se forjaba la carrera de los
jóvenes cachorros locales que aseguraban el control del estado
en beneficio del grupo de procedencia. De este modo se establecía la
relación entre el estado central y las oligarquías regionales. Podemos
añadir por nuestra cuenta que esta trabazón de intereses familiares y grupales, bien organizada para perdurar, es
observable en todos los poderes regionales hoy establecidos, cuando
se produce el proceso inverso de descentralización, desde Cataluña
hasta Andalucía.
Todos estos
razonamientos, y muchos más, parecen suficientemente sensatos como
para ser tenidos en cuenta, pero no excluyen que, como recuerda el
propio Ringrose al inicio de la obra, en los primeros años sesenta
del siglo XX, la renta per capita española era la mitad de la de
Italia y una cuarta parte de la de Inglaterra. Ringrose no extrae de
ello una conclusión que a mi me ronda la cabeza: si el desarrollo de
finales del siglo XX, el 'milagro español', fue preparado por la
evolución positiva y liberalizadora de la economía durante los dos siglos anteriores, también
puede decirse que el atraso acumulado durante los siglos XIX y XX fue entonces
el resultado de una lógica de inversiones impecablemente
capitalista. Como bien sabemos existen fórmulas de éxito
empresarial que no implican en absoluto, no ya el beneficio social,
sino el crecimiento y desarrollo de la economía en su conjunto. Ello
podría explicar por qué hoy día España es el estado en que el
impacto de la crisis está provocando un efecto multiplicador más
acusado y un crecimiento más intenso de las desigualdades sociales.
Este artículo y la obra que se comenta me parece de lo más novedoso e interesante. Tomo buena nota.
ResponderEliminarLamento tener que constatar que los autores extranjeros parecen más proclives que los nacionales a sintetizar y disponer de una visión más global de las cosas. Nuestros autores se parecen mucho a los tertulianos de la TV o la radio, mucho hablar para no decir nada, en contraposición a las tertulias de, por ejemplo Alemania, USA o incluso Francia, más sintéticas y centradas en los temas, de forma que se tienen en cuenta todos losx factores y las circunstancias que los produjeros, o sean visten al sujeto con el traje que tiene y puede llevar según las circunstancias, mientras que aquí queremos que todos vistan a la última moda de París. Siempre tendremos poca confianza en nostros mismos cuando la Historia nos demuestra que aquí, en España, se ha nproducido a lo largo de la Historia, inmensas cantidades de hechos y actuaciones que brillan por sí solas en el firmamento historiscista y qu eno debemos flagelarnos tanto. Seguramente, visto lo visto, hemos pasado los siglos con bastantes más actuaciones positivas que otras naciones.
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