Lo único que aprendemos de la historia es que no aprendemos de la historia (Hegel)

viernes, 15 de julio de 2011

El II Reich

En el centro de Europa se hallan los alemanes. Esta afirmación constituye una incuestionable verdad geoestratégica, y también económico-financiera, que siempre debe ser considerada en cualquier análisis sobre nuestro continente. El prestigio cultural de Francia, los éxitos económicos y políticos del Imperio británico y los catastróficos errores del propio nacionalismo alemán han ocultado la importancia de una realidad que se proyecta mucho más allá de la ‘Mitteleuropa’. Pero es que, por lo general, este peso no ha ido unido en la historia a unas instituciones que tradujesen políticamente lo que suponen Alemania y los alemanes. Aunque casi siempre ha existido una u otra forma de Reich alemán, todos sabemos que han sido construcciones estatales problemáticas, como mínimo de carácter fuertemente federal, ya que los alemanes –en contra del tópico creído por quienes los desconocen- constituyen una realidad muy diversa. 

Prácticamente nunca Alemania, y lo alemán, han gozado de tanto prestigio como en las décadas que siguieron a la creación del II Reich en 1870, forjado tras las sucesivas y fulgurantes victorias sobre Dinamarca, Austria y Francia. Se trataba de un estado de carácter eminentemente prusiano, nacionalista y conservador, que pudo desplegar –con impetuosidad y arrogancia- el enorme potencial de una Alemania que se expandía en casi todos los terrenos. Conocer la forma en que lo hizo resulta esencial para comprender una cierta manera de los alemanes de entenderse a si mismos, y su dramático impacto en la historia mundial del siglo XX. Una de las mejores guías breves la constituye el libro del profesor Michael Stürmer El imperio alemán (1870-1919) (Barcelona: Mondadori, 2003; edic. orig. 2002) que enlaza con otras publicaciones sobre el nacionalismo alemán que ya hemos mencionado en el blog. Destaca puntos fundamentales que explican tanto el devenir del II Reich como la hecatombe de 1914.

Curiosamente, las bases de ese nacionalismo alemán, luego tan pujante, fueron particularmente débiles. “Alemania no fue descubierta por los alemanes, sino por sus vecinos”, señala el autor. “Mientras los estados de Europa occidental seguían avanzando en el camino hacia la soberanía estatal y el poder mundial (...) el desarrollo constitucional de Alemania se encontraba bloqueado (...) para la mayoría de los alemanes, el pasado era poco menos que una sucesión de desastres”.  La pertenencia al Sacro Imperio de territorios de cultura y realidades muy diversas, y sometidos a soberanos diferentes, como los reyes de Suecia, de Dinamarca, de Bohemia... provocaban una mirada compleja de los alemanes sobre lo que significaba su territorio y su propia realidad política. Tan sólo las agresiones del pujante estado francés entre Luis XIV y Napoleón, y la ruptura del equilibrio entre los diferentes estados alemanes tras la guerra de 1866 en beneficio de Prusia pudo alterar una dinámica histórica i crear una entidad política totalmente nueva y territorialmente muy poderosa: el II Reich alemán.

Como otros nacionalismos, pero con un contraste mucho más acusado, el alemán había recibido su impulso primigenio de las corrientes liberales puestas en marcha por la revolución francesa; en cambio, quien recogió sus frutos y pudo imponer su programa fue la derecha más conservadora. Este nuevo y enorme estado, que se extendía desde los Vosgos hasta la frontera con los actuales países bálticos, estaba formado por diversas entidades estatales autónomas, pero dominadas por la autoridad política y militar de la monarquía prusiana, la menos proclive al liberalismo de todas las cortes germanas.

El éxito de Alemania no se había basado únicamente en su capacidad bélica. Destacaba por su exuberante demografía, por el prestigio de sus universidades y por sus logros técnicos, por una moneda fuerte y una influencia que se iba extendiendo claramente en diversos estados menores. Sobre todo, por una sólida economía que se había beneficiado de un gran mercado interno y de su acceso más tardío a los avances industriales, lo cual proporcionaba una base tecnológica mucho más avanzada hacia finales del siglo XIX que la de las industrias británicas, y mucho más sólida por su escala que la francesa.

Alemania lo tenía casi todo en aquellas décadas para ser la “potencia satisfecha”  que había proclamado el canciller Bismarck. Todos estos aspectos positivos se basaban en la propia fortaleza interna del estado, de la sociedad y de sus agentes. No dependían de la explotación de riquezas coloniales, ni de las ventajas proporcionadas por un pasado más o menos glorioso. Pero en sus propias virtudes se hallaba el germen de la autodestrucción. Como señala el libro, uno de los problemas fundamentales fue la debilidad del ‘constitucionalismo alemán’, con instituciones mal definidas, sin un auténtico “gobierno del Reich”, dirigido por un canciller que no se sabía ante quién era responsable, y con un Parlamento de funciones extraordinariamente limitadas. El deseo de salvaguardar la preeminencia de los estados monárquicos que habían constituido la federación y, por encima de todo, la autoridad de Prusia, provocaba unas distorsiones donde la democracia había quedado convertida en un régimen conservador tan paternalista como autoritario y con una fuerte impronta militar.

Si el nacionalismo había conseguido dar vida a una entidad constituida por regiones, caracteres, economías, estados y hasta religiones tradicionalmente enfrentados, lo alemán, fuertemente identificado con la “sangre” alemana, fue fácilmente convertido por los elementos más reaccionarios, en algo superior y exclusivo, opuesto a todo lo extranjero. Uno de los elementos que el libro no destaca suficientemente fue el impacto que la llegada de los primeros grupos importantes de población inmigrada –porque la creciente economía alemana generaba numerosos sectores que los mismos alemanes ya no cubrían- tuvo en la deriva cada vez más xenófoba de este nacionalismo.

Lo peor es que los equilibrios que habían permitido a Bismarck forjar la unidad en las décadas de 1870 y 1880 no podían ser permanentes. Los intereses de clase terminaron, como siempre, por imponerse y la aristocracia terrateniente consiguió que se aplicaran tasas proteccionistas que perjudicaban fuertemente a los estados vecinos, en particular a Rusia, que inició su acercamiento a Francia, una república tan ideológicamente opuesta al zarismo. Los partidos de izquierda aumentaban su presencia parlamentaria, aunque aún no tenían acceso al auténtico poder y la nueva sociedad amenazaba el predominio de los 'junker' de la aristocracia terrateniente, que, para mantener su posición preponderante, acentuaba el carácter reaccionario y militarista del estado.

Stürmer destaca sobre todo un cierto ‘complejo de inferioridad’ alemán. Las élites de aquel pueblo tan orgulloso de su unidad y su progreso no podían entender por qué Berlín no atraía tanto como París y Londres, por qué sus actitudes despertaban tanto recelo entre sus vecinos, y por qué no conseguían que se tomara en serio su condición de primera potencia. No podían achacarlo, por ejemplo,  a la grandilocuencia de su arquitectura, o a la arrogancia de su política externa, o al hecho de que se esforzaran en imitar infructuosamente a los imperios vecinos en lugar de desarrollar sus mejores especificidades.

Esto fue lo que hizo tan popular la política grandilocuente e inestable de Guillermo II. Las presiones de los grandes grupos de interés (empresarios siderúrgicos, lobbys colonialistas, círculos militares), consiguieron lanzar a Alemania a una loca carrera hacia la grandeza imperialista, que desaprovechaba las excelentes oportunidades que ofrecía la economía y la sociedad alemana en un vano intento de emular el imperialismo decimonónico de Gran Bretaña o Francia. Stürmer denuncia que en la carrera por la paridad naval con la flota inglesa el imperio alemán hipotecó sus fondos públicos hasta el punto de poner en peligro las finanzas estatales y el sistema de seguridad social que era su más reciente orgullo. A medio plazo tuvo un efecto depresor sobre la economía y a largo incrementó las tensiones que condujeron a la Primera Guerra Mundial. Pero no se trataba de una política apoyada sólo por magnates y ultranacionalistas. Una buena parte de la sociedad, de ‘buenos alemanes’ se identificaba con ella, y miles de periodistas y maestros soñaban con ver el mapa del mundo salpicado por manchas territoriales que reflejaran el lugar que merecía Alemania.

El final del libro está dedicado a la Primera Guerra Mundial y sus consecuencias, colofón inevitable de todo lo expuesto en la primera parte. Resulta muy interesante leer también las cuatro páginas del Epílogo, donde el autor recuerda que, tras la caída del Muro en 1989, una de las primeras reacciones de la premier británica Margaret Thatcher fue convocar un coloquio de eminentes historiadores anglosajones para debatir una pregunta crucial: "¿Han cambiado los alemanes?" El temor a la unidad alemana persistía entre sus ahora aliados occidentales y el peso de la economía alemana continúa siendo decisivo en los asuntos del continente. “Alemania sigue encontrándose, tanto si les gusta a los suyos como si no, en el centro del drama que la historia europea fue, es y será también en adelante”.

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