El comunismo ha sido definido como "la fe del siglo XX". En todo caso, es indudable que la expansión de marxismo-leninismo como realidad política tras la Revolución Rusa marcó la historia del siglo pasado y todavía lo hace hoy en una parte importante del planeta. El colapso de la URSS y el descrédito de lo que se donominó 'socialismo real' ha hecho disminuir el número de estudios sobre la evolución de los partidos comunistas, y el sectarismo con que suele encararse este debate reduce aún más el número de referencias historiográficas de prestigio. Con todo, las hay. Pero lo que resulta más difícil es penetrar en la vivencia y comprensión de los mitos que rodearon la práctica militante comunista.
En una ideología tan dada al "culto a la personalidad", era normal que los dirigentes se vieran maginificados por un áura de heroísmo y aún de infalibilidad que ocultaba todo rastro humano del personaje. Tan sólo algunos de estos líderes alcanzaron auténtica proyección mundial; entre ellos se encontraba Dolores Ibárruri, la "Pasionaria", emblema de la resistencia republicana durante la guerra civil, y más tarde Secretaria General del Partido Comunista de España. Bajo un aparente consenso admirativo, en torno a "Pasionaria", seudónimo que ella eligió y con el que era conocida dentro del partido, se desataron todas las pulsiones del comunismo español. Este es el tema de un irregular pero interesante libro del desaparecido Manuel Vázquez Montalbán, Pasionaria y los siete enanitos (Barcelona: Planeta, 1995), donde este antiguo militante comunista pinceló un cuadro muy crítico, pero a la vez equilibrado y respetuoso, de la mística combatiente y las abundantes miserias del pasado revolucionario. Lo he rescatado del baúl de los recuerdos ahora que se cumplen ochenta años de la llegada de Dolores Ibárruri a Madrid para incorporarse al núcleo dirigente de aquel minúsculo PCE.
El libro se estructura en ocho capítulos. En el primero se nos ofrece la imagen que de Dolores Ibárruri se publicitó durante su vida y que ella misma contribuyó a forjar. En los siete siguientes, se nos explica las visiones que sobre ella aparecen en las memorias de diferentes miembros de la antigua dirección del PCE, algunos de los cuales se mantuvieron -relativamente- fieles a su figura política, otros fueron muy críticos con ella y un buen número se convirtieron en enemigos encarnizados. Semejante presentación provoca numerosas repeticiones y hace un tanto pesada la lectura, pero permite familiarizarse con el entorno del personaje y facilita que el lector extraiga sus propias conclusiones.
Como en tantos otros casos, la biografía de "Pasionaria" conjuga el heroísmo militante con el sectarismo que acompañó a los partidos leninistas ya desde su aparición. Resulta difícil no sentir empatía con las penurias de la esposa del minero bilbaíno que, en el suburbial barrio del Somorrostro, trataba de sacar adelante a sus hijos con unos ingresos siempre insuficientes y un marido que, como todos los hombres, buscaba evadirse de sus penalidades huyendo de la cotidianidad familiar. Hija de una familia carlista y católica, abandonó las convicciones paternas y se forjó su propia conciencia en la lucha de las familias obreras por salir de la miseria en que vivían. Su marido le descubrió el socialismo, pero "también los hábitos de una vida matrimonial sin horizontes". La futura líder comunista fue también la madre que hubo de enterrar a su hija, muerta de pura miseria, en una cajón de conservas después de pagar para que un carpintero lo convirtiera en ataúd, o la que, para poder realizar su trabajo político, que con frecuencia le llevó, como a su marido, a la prisión, hubo de enviar a la URSS a sus dos hijos supervivientes, que sólo volverá a ver al cabo de unos años. También es la militante que atraviesa clandestinamente los Pirineos jugándose algo más que la libertad para poder asistir a reuniones internacionales.
Pero el mismo personaje es asimismo la dirigente, cada vez más importante, de un grupo que ella misma describirá más tarde como infantilmente sectario, que recurría a la lucha callejera y los atentados violentos para imponerse en las agrupaciones socialistas de barrios y ciudades. Es la propagandista autodidacta de un partido con muy pocos cuadros intelectuales, que tardará más de una década en asentar una dirección mínimamente cohesionada y eficaz, siempre obdiente a los consejeros de la Internacional.
Si el partido comunista no consiguió convertirse en una fuerza política influyente durante la II República, su momento de gloria llegará, como es bien sabido, con la guerra civil. Es el logro del PCE y el momento de "Pasionaria", que se transforma en la imagen y portavoz de las mujeres españolas que sufren la agresión fascista. Al mismo tiempo, la propaganda de sus enemigos se ensaña con ella, acusándola de encabezar todas las amenazas que habían hecho inevitable la guerra civil y todos los horrores que se padecieron en ella. El libro no pretende aclarar los puntos oscuros que envuelven su figura, ya que se trata de una reflexión sobre el mito y no de una biografía, pero si llama la atención sobre errores políticos de carácter estratégico tan graves como lo que se le reprochaba desde la derecha. Por ejemplo, la absurda falta de preparación de lo que sucedería con el partido tras la derrota republicana -bien previsible- antes de la precipitada marcha de toda la dirección en marzo de 1939.
Dolores Ibárruri fue asímismo una de las escasísismas mujeres con auténtico protagonismo dentro de la Internacional Comunista. Conjugar su actividad política con su condición femenina ya hemos visto que, como madre, no fue tarea fácil. Tampoco como esposa separada de su marido ni como cabeza de familia o como amante. En muchos aspectos, la 'virtud' socialista resultaba tan mojigata como las 'buenas costumbres' conservadoras. Su única aventura amorosa, con el también dirigente comunista Francisco Antón, debe ser llevada siempre con la máxima discreción y no dejará de serle reprochada más tarde. "Pasionaria" deberá muchas veces escoger entre dar prioridad a su vida dentro del partido, como hizo en los años treinta y cuarenta, o bien a su círculo íntimo, donde trató de recrear en el exilio la vida familiar que nunca gozó en España.
Tras el suicidio de José Días, el enfermizo líder del partido durante los años treinta, Pasionaria fue designada como Secretaria General del PCE, cargo que conservaría hasta 1960, cuando asumió el mucho más honorífico de Presidenta. De todos los testimonios recogidos en el libro -pocos favorables y alguno incluso difamatorio- emerge el esbozo de una comunista doctrinaria, siempre fiel a Moscú y al modelo estalinista, que ejerció la Secretaría General a distancia, sin auténtico contacto personal, salvo excepciones, con los otros dirigentes y un conocimiento escaso de lo que sucedía dentro de España. Con la suficiente habilidad como para percibir que su única fuerza residía en el halo que rodeaba su figura y dispuesta, por tanto, a plantar batalla en la Ejecutiva del partido sólo mientras no tuviera que desgastarse. Cuando la mayoría de la dirección empujaba en sentido contrario a lo que ella defendía, no dudó nunca en plegarse, renunciar y recuperar su papel de abnegada militante.
Pero mientras sus compañeros de exilio hablan de "Pasionaria" también se reflejan ellos mismos. Podemos contemplar un partido escindido entre dos direcciónes: la oficial, situada en Moscú, siempre pendiente de los bandazos ideológicos y humanos que sufre el PCUS, y la operativa, que controla la relación con los perseguidos cuadros del partido en el 'interior'. Un partido minado por las sospechas internas, que no duda en sacrificar a sus mejores militantes en cada uno de sus debates ideológicos o en meras pugnas personales. Como todos los movimientos seguros de detentar una verdad absoluta e 'histórica', las luchas por el poder se resuelven mediante la eliminación física o política de los disidentes, envueltas siempre en un lenguaje que trata de justificar el acierto esencial de las decisiones tomadas por el conjunto de la dirección, aunque hoy se condene como traidores a los que hasta ayer fueron héroes. Un partido dividido a veces por pequeñas mezquindades, donde centran su atención gentes que, en realidad, no tienen ni mucho trabajo ni grandes responsabilidades, puesto que la derrota en la guerra los había alejado de la política realmente activa. La posibilidad de viajar o de tener acceso a los economatos para corresponsales extranjeros, la obtención de un destino cerca o lejos de Moscú, la necesidad de reagrupar a sus familias, podían convertirse en otras tantas batallas políticas internas o en fuente de filias y fobias pronto insuperables. La austeridad de Pasionaria, reconocida por todos los que la trataron, no ayudó mucho a tejer complicidades en torno a su figura.
Otro de los rasgos que destaca en este universo de valores fruto del estalinismo moscovita es el triunfo de la mediocridad. Los dirigentes que destacaban por su formación intelectual o por su perspicacia política se hacen pronto sospechosos a los ojos de los demás comunistas rusos o españoles. Incluso en la academia militar Frunze hay que procurar no sobresalir y no presumir de los conocimientos adquiridos en la guerra de España si uno no quiere hacerse sospechoso de elitismo o de personalismo antipartido. Tan sólo los más acomodaticios o los más espabilados, como Carrillo, lograrán mantenerse a flote en las sucesivas crisis, muchas veces por el socorrido procedimiento de poner una distancia física entre su persona y las intrigas de la dirección, o de otear con habilidad los cambios de viento en las preferencias del comunismo soviético.
Y, en conjunto, estos testigos de la historia se describen sin quererlo a si mismos como actores de una política 'voluntarista', basada más en el deseo de protagonizar la lucha contra el franquismo que en un análisis real de las condiciones políticas creadas por la dictadura. Esto explica el repetido fracaso de las consignas lanzadas desde la dirección y que debían poner en práctica los sufridos, y perseguidos, militantes que permanecían en el interior de España. En los primeros y terribles años de la posguerra, se persiguió y desacreditó a eficaces luchadores antifranquistas de las propias filas en aras del control de una dirección muy lejana. Más adelante, si no se puede decir que los responsables manipularan a las bases, si parece claro que condujeron una y otra vez al partido a situaciones difíciles, donde la enorme capacidad de riesgo y el esfuerzo que debían volcar los cuadros comunistas del interior no obtenía sino una parte -usualmente pequeña- de los réditos políticos esperados.
En resumen, un libro, que, como relato histórico provoca algún momento de tedio, pero que, como aventura humana, en la grandeza y la miseria, resulta apasionante, y resume vivencias que nos costaría rastrear en muchas obras para obtener esta misma visión de conjunto.
En una ideología tan dada al "culto a la personalidad", era normal que los dirigentes se vieran maginificados por un áura de heroísmo y aún de infalibilidad que ocultaba todo rastro humano del personaje. Tan sólo algunos de estos líderes alcanzaron auténtica proyección mundial; entre ellos se encontraba Dolores Ibárruri, la "Pasionaria", emblema de la resistencia republicana durante la guerra civil, y más tarde Secretaria General del Partido Comunista de España. Bajo un aparente consenso admirativo, en torno a "Pasionaria", seudónimo que ella eligió y con el que era conocida dentro del partido, se desataron todas las pulsiones del comunismo español. Este es el tema de un irregular pero interesante libro del desaparecido Manuel Vázquez Montalbán, Pasionaria y los siete enanitos (Barcelona: Planeta, 1995), donde este antiguo militante comunista pinceló un cuadro muy crítico, pero a la vez equilibrado y respetuoso, de la mística combatiente y las abundantes miserias del pasado revolucionario. Lo he rescatado del baúl de los recuerdos ahora que se cumplen ochenta años de la llegada de Dolores Ibárruri a Madrid para incorporarse al núcleo dirigente de aquel minúsculo PCE.
El libro se estructura en ocho capítulos. En el primero se nos ofrece la imagen que de Dolores Ibárruri se publicitó durante su vida y que ella misma contribuyó a forjar. En los siete siguientes, se nos explica las visiones que sobre ella aparecen en las memorias de diferentes miembros de la antigua dirección del PCE, algunos de los cuales se mantuvieron -relativamente- fieles a su figura política, otros fueron muy críticos con ella y un buen número se convirtieron en enemigos encarnizados. Semejante presentación provoca numerosas repeticiones y hace un tanto pesada la lectura, pero permite familiarizarse con el entorno del personaje y facilita que el lector extraiga sus propias conclusiones.
Como en tantos otros casos, la biografía de "Pasionaria" conjuga el heroísmo militante con el sectarismo que acompañó a los partidos leninistas ya desde su aparición. Resulta difícil no sentir empatía con las penurias de la esposa del minero bilbaíno que, en el suburbial barrio del Somorrostro, trataba de sacar adelante a sus hijos con unos ingresos siempre insuficientes y un marido que, como todos los hombres, buscaba evadirse de sus penalidades huyendo de la cotidianidad familiar. Hija de una familia carlista y católica, abandonó las convicciones paternas y se forjó su propia conciencia en la lucha de las familias obreras por salir de la miseria en que vivían. Su marido le descubrió el socialismo, pero "también los hábitos de una vida matrimonial sin horizontes". La futura líder comunista fue también la madre que hubo de enterrar a su hija, muerta de pura miseria, en una cajón de conservas después de pagar para que un carpintero lo convirtiera en ataúd, o la que, para poder realizar su trabajo político, que con frecuencia le llevó, como a su marido, a la prisión, hubo de enviar a la URSS a sus dos hijos supervivientes, que sólo volverá a ver al cabo de unos años. También es la militante que atraviesa clandestinamente los Pirineos jugándose algo más que la libertad para poder asistir a reuniones internacionales.
Pero el mismo personaje es asimismo la dirigente, cada vez más importante, de un grupo que ella misma describirá más tarde como infantilmente sectario, que recurría a la lucha callejera y los atentados violentos para imponerse en las agrupaciones socialistas de barrios y ciudades. Es la propagandista autodidacta de un partido con muy pocos cuadros intelectuales, que tardará más de una década en asentar una dirección mínimamente cohesionada y eficaz, siempre obdiente a los consejeros de la Internacional.
Si el partido comunista no consiguió convertirse en una fuerza política influyente durante la II República, su momento de gloria llegará, como es bien sabido, con la guerra civil. Es el logro del PCE y el momento de "Pasionaria", que se transforma en la imagen y portavoz de las mujeres españolas que sufren la agresión fascista. Al mismo tiempo, la propaganda de sus enemigos se ensaña con ella, acusándola de encabezar todas las amenazas que habían hecho inevitable la guerra civil y todos los horrores que se padecieron en ella. El libro no pretende aclarar los puntos oscuros que envuelven su figura, ya que se trata de una reflexión sobre el mito y no de una biografía, pero si llama la atención sobre errores políticos de carácter estratégico tan graves como lo que se le reprochaba desde la derecha. Por ejemplo, la absurda falta de preparación de lo que sucedería con el partido tras la derrota republicana -bien previsible- antes de la precipitada marcha de toda la dirección en marzo de 1939.
Dolores Ibárruri fue asímismo una de las escasísismas mujeres con auténtico protagonismo dentro de la Internacional Comunista. Conjugar su actividad política con su condición femenina ya hemos visto que, como madre, no fue tarea fácil. Tampoco como esposa separada de su marido ni como cabeza de familia o como amante. En muchos aspectos, la 'virtud' socialista resultaba tan mojigata como las 'buenas costumbres' conservadoras. Su única aventura amorosa, con el también dirigente comunista Francisco Antón, debe ser llevada siempre con la máxima discreción y no dejará de serle reprochada más tarde. "Pasionaria" deberá muchas veces escoger entre dar prioridad a su vida dentro del partido, como hizo en los años treinta y cuarenta, o bien a su círculo íntimo, donde trató de recrear en el exilio la vida familiar que nunca gozó en España.
Tras el suicidio de José Días, el enfermizo líder del partido durante los años treinta, Pasionaria fue designada como Secretaria General del PCE, cargo que conservaría hasta 1960, cuando asumió el mucho más honorífico de Presidenta. De todos los testimonios recogidos en el libro -pocos favorables y alguno incluso difamatorio- emerge el esbozo de una comunista doctrinaria, siempre fiel a Moscú y al modelo estalinista, que ejerció la Secretaría General a distancia, sin auténtico contacto personal, salvo excepciones, con los otros dirigentes y un conocimiento escaso de lo que sucedía dentro de España. Con la suficiente habilidad como para percibir que su única fuerza residía en el halo que rodeaba su figura y dispuesta, por tanto, a plantar batalla en la Ejecutiva del partido sólo mientras no tuviera que desgastarse. Cuando la mayoría de la dirección empujaba en sentido contrario a lo que ella defendía, no dudó nunca en plegarse, renunciar y recuperar su papel de abnegada militante.
Pero mientras sus compañeros de exilio hablan de "Pasionaria" también se reflejan ellos mismos. Podemos contemplar un partido escindido entre dos direcciónes: la oficial, situada en Moscú, siempre pendiente de los bandazos ideológicos y humanos que sufre el PCUS, y la operativa, que controla la relación con los perseguidos cuadros del partido en el 'interior'. Un partido minado por las sospechas internas, que no duda en sacrificar a sus mejores militantes en cada uno de sus debates ideológicos o en meras pugnas personales. Como todos los movimientos seguros de detentar una verdad absoluta e 'histórica', las luchas por el poder se resuelven mediante la eliminación física o política de los disidentes, envueltas siempre en un lenguaje que trata de justificar el acierto esencial de las decisiones tomadas por el conjunto de la dirección, aunque hoy se condene como traidores a los que hasta ayer fueron héroes. Un partido dividido a veces por pequeñas mezquindades, donde centran su atención gentes que, en realidad, no tienen ni mucho trabajo ni grandes responsabilidades, puesto que la derrota en la guerra los había alejado de la política realmente activa. La posibilidad de viajar o de tener acceso a los economatos para corresponsales extranjeros, la obtención de un destino cerca o lejos de Moscú, la necesidad de reagrupar a sus familias, podían convertirse en otras tantas batallas políticas internas o en fuente de filias y fobias pronto insuperables. La austeridad de Pasionaria, reconocida por todos los que la trataron, no ayudó mucho a tejer complicidades en torno a su figura.
Otro de los rasgos que destaca en este universo de valores fruto del estalinismo moscovita es el triunfo de la mediocridad. Los dirigentes que destacaban por su formación intelectual o por su perspicacia política se hacen pronto sospechosos a los ojos de los demás comunistas rusos o españoles. Incluso en la academia militar Frunze hay que procurar no sobresalir y no presumir de los conocimientos adquiridos en la guerra de España si uno no quiere hacerse sospechoso de elitismo o de personalismo antipartido. Tan sólo los más acomodaticios o los más espabilados, como Carrillo, lograrán mantenerse a flote en las sucesivas crisis, muchas veces por el socorrido procedimiento de poner una distancia física entre su persona y las intrigas de la dirección, o de otear con habilidad los cambios de viento en las preferencias del comunismo soviético.
Y, en conjunto, estos testigos de la historia se describen sin quererlo a si mismos como actores de una política 'voluntarista', basada más en el deseo de protagonizar la lucha contra el franquismo que en un análisis real de las condiciones políticas creadas por la dictadura. Esto explica el repetido fracaso de las consignas lanzadas desde la dirección y que debían poner en práctica los sufridos, y perseguidos, militantes que permanecían en el interior de España. En los primeros y terribles años de la posguerra, se persiguió y desacreditó a eficaces luchadores antifranquistas de las propias filas en aras del control de una dirección muy lejana. Más adelante, si no se puede decir que los responsables manipularan a las bases, si parece claro que condujeron una y otra vez al partido a situaciones difíciles, donde la enorme capacidad de riesgo y el esfuerzo que debían volcar los cuadros comunistas del interior no obtenía sino una parte -usualmente pequeña- de los réditos políticos esperados.
En resumen, un libro, que, como relato histórico provoca algún momento de tedio, pero que, como aventura humana, en la grandeza y la miseria, resulta apasionante, y resume vivencias que nos costaría rastrear en muchas obras para obtener esta misma visión de conjunto.
Leí hace tiempo que Pasionaria actuó, junto con José Díaz, con autoritarismo inusitado dentro del Partido Comunista. Cierto que era el "modelo" de la época en los partidos comunistas, pero hoy creo que debe revisarse su figura como se hace tn tu artículo.
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