En un mundo donde las excentricidades ocupan cada vez más espacio informativo, pocas cosas tienen ya capacidad de soprendernos por su frivolidad. Pero a mi me han parcido siempre chocantes, y poco agradables, las noticias sobre 'tours' organizados para visitar zonas de conflictos actuales, o para arriesgarse a sufrir un secuestro en estados sin una autoridad respetada, o para revivir catástrofes recientes, cuyas víctimas acaban de sufrir toda suerte de atrocidades. En ocasiones podemos sentir la tentación de achacar tales conductas a una supuesta falta de valores propia de nuestra época. Pero, como casi todo lo que vemos en este blog, también el turismo bélico tiene sus antecedentes históricos. En las cartas y guías para viajeros ingleses que practicaban 'le Grand Tour' por la Europa del siglo XVIII, no escasean las recomendaciones para incluir entre sus experiencias la posibilidad de atravesar una región en conflicto, incluso la de asistir a una batalla, lo que podía ser considerado como un espectáculo 'entertained with a surprizing and agreeable sight'. Un breve resumen de semejantes propuestas aparecen en el artículo de Ingrid Kuczynski Entre distance et implication: des touristes britanniques face aux guerres du XVIII siècle, que aparece en el volumen colectivo Les voyageurs européens sur les chemins de la guerre et de la paix (Bordeaux: Presses Universitaires de Bordeaux, 2006, pp. 115-124).
Entre los múltiples autores que se ofrecíeron durante el siglo XVIII para dar consejos a todos aquellos miembros de las clases altas británicas que deseaban completar sus estudios mediante una prolongada visita a otros países (principalmente Francia, Alemania e Italia), hallamos abundantes referencias a la necesidad de que esta gira incluyera fortificaciones urbanas, arsenales, atarazanas, cuarteles o los desfiles e instrucción de algún regimiento. Los centros de formación en aspectos militares eran, por entonces, raros todavía en Europa, y se buscaba que los jóvenes adqurieran conocimientos en el arte dela guerra, tanto en sus aspectos tecnológicos como en los hábitos y rituales que seguían otros ejércitos. Incluso había quien apuntaba que tener, por este medio, una idea clara de la fortaleza de cada estado y ciudad ayudaría también a retener los pasajes más renombrados en los libros de Historia.
Pero algunos fueron más allá, y relataron, recomendándolas, sus experiencias en territorios ocupados por tropas extranjeras, en medio de las fuerzas en conflicto, o incluso asistiendo como espectadores a choques violentos y batallas campales. Lo más curioso es que sus descripciones se acompañan, más que de amplias explicaciones sobre las causas y consecuencias del enfrentamiento, o sobre los sufrimientos padecidos por los soldados o la población civil, de repetidas y minuciosas quejas por los inconvenientes que todo ello supone para el viajero: la necesidad de obtener salvoconductos de los comandantes de tropa -que no solían ser negados a los caballeros, aunque pertenecieran a la potencia enemiga-, los albergues saturados, las dificultades para encontrar caballos, las rutas llenas de refugiados y tropas en movimiento, los controles arbitrarios y la amenaza que suponían los soldados desertores o los de la misma fuerza regular.
Pero tales problemas no solían desanimarlos. Estos caballeros, vivían semejantes experiencias como aventuras, como un espectáculo vivo (el 'teatro de la guerra') "auquel ils purent assister depuis une position privilégiée sans se sentir véritablement concernés". En todo caso, como señalaba uno de ellos, ver caer las bombas dentro de una ciudad, con sus estallidos e incendios, podía resultar 'a schocking sight'. Incluso se permitían frecuentes reflexiones, a menudo en tono crítico, sobre la naturaleza de los sistemas políticos y militares de cada reino, siempre en evidente inferioridad con la Gran Bretaña, o sobre el carácter nacional de las gentes que poblaban la zona, por lo general culpables de agravar su propia desgracia y todos los problemas padecidos por los visitantes. En ningún caso se planteaba si permanecer ajeno al sufrimiento de quienes te rodeaban podía tratarse de una cuestión moral.
El artículo incide de pasada en un punto que me parece interesante, y que autores tan conocidos como Michel Foucault han venido explicando desde hace años: la admiración por los disciplinados ejércitos del siglo XVIII, donde desaparecía la acción individual en beneficio de las maniobras colectivas, avanzaba el triunfo de la disciplina industrial, de la cadena de producción, tal como Chaplin mostró en aquella genial parodia de Tiempos Modernos. El melómano Charles Burney apuntaba en sus conocidas memorias de viaje, cuando recomienda asistir a ejercicios militares de adiestramiento, que "I never saw such mechanical exactness in animated beings. One would suppose that the author of 'Man a Machine', had taken his idea from these men". Si para Burney esto resultaba un paradigma de la deshumanización, otros lo consideraron como un signo de los tiempos, y una muestra de la exactitud y precisión que podía trasponerse de la tecnología y las ciencias naturales al gobierno de las sociedades.
Como buenos diletantes, es más frecuente que se alcen para lamentar la destrucción de ricos patrimonios culturales producida por las guerras, que la pérdida de vidas humanas o la ruina de las gentes cuyas propiedades eran saqueadas por las tropas. En cambio, cuando los ejércitos británicos aparecían implicados en estas luchas, el compromiso se agrandaba inevitablemente y el tono de las cartas y escritos variaba, haciendose más personal y la observación más amplia y comprensiva.
Todo cambió en los años 90 del siglo XVIII a consecuencia de la Revolución Francesa. En los escasos momentos de paz entre la Gran Bretaña y Francia también se dió una auténtica oleada de viajeros que deseaban ver con sus propios ojos lo que sucedía, y que seguían mostrando un elevado interés por todo lo procedente de Francia, pero ahora la guerra ya no es sólo un espectáculo, sino un elemento de reflexión humana, social y política.
La guerra incluía un volumen mucho mayor de tropas, y de fuerzas de leva que ya no eran el soldado profesional asimilable al mercenario. La amenaza de las tropas se convertía en algo mucho más terrorífico, porque se doblaba de conflicto social. Los soldados y oficiales salidos del pueblo ya no solían mostrarse tan corteses con los enemigos, aunque fueran 'caballeros'. En los momentos álgidos del Terror, más bien todo lo contrario. Los aristócratas y los ricos burgueses de las islas se horrorizaban del 'comportamiento brutal' de estas gentes. No tanto por lo que les hacían, sino por lo que podían hacerles. Ahora la elevada posición social ya no era garantía de una 'cuasi' inmunidad durante las guerras. Dependían de la buena voluntad de sectores sociales inferiores. E, indefectiblemente, cambia la mirada y crece la identificación con las víctimas del conflicto.
La empatía con los sufrimientos ajenos y el horror ante la guerra no nacían, pues, de unos valores morales previos, diferentes a los de nuestro consumismo occidental, sino del hecho de sentirse concernidos, amenazados por lo que estaba sucediendo. Lo mismo que sucede hoy cuando algunos viajeros a estas zonas de conflicto, frívolos o incluso bienintencionados, tienen ocasion de ponerse en la piel del 'otro' y convertir lo que creían una emocionante 'experiencia vital' en una auténtica reflexión. Como dice el estupendo grupo de humoristas 'Les Luthiers', cualquier tiempo pasado fue 'anterior', tan solo eso.
Entre los múltiples autores que se ofrecíeron durante el siglo XVIII para dar consejos a todos aquellos miembros de las clases altas británicas que deseaban completar sus estudios mediante una prolongada visita a otros países (principalmente Francia, Alemania e Italia), hallamos abundantes referencias a la necesidad de que esta gira incluyera fortificaciones urbanas, arsenales, atarazanas, cuarteles o los desfiles e instrucción de algún regimiento. Los centros de formación en aspectos militares eran, por entonces, raros todavía en Europa, y se buscaba que los jóvenes adqurieran conocimientos en el arte dela guerra, tanto en sus aspectos tecnológicos como en los hábitos y rituales que seguían otros ejércitos. Incluso había quien apuntaba que tener, por este medio, una idea clara de la fortaleza de cada estado y ciudad ayudaría también a retener los pasajes más renombrados en los libros de Historia.
Pero algunos fueron más allá, y relataron, recomendándolas, sus experiencias en territorios ocupados por tropas extranjeras, en medio de las fuerzas en conflicto, o incluso asistiendo como espectadores a choques violentos y batallas campales. Lo más curioso es que sus descripciones se acompañan, más que de amplias explicaciones sobre las causas y consecuencias del enfrentamiento, o sobre los sufrimientos padecidos por los soldados o la población civil, de repetidas y minuciosas quejas por los inconvenientes que todo ello supone para el viajero: la necesidad de obtener salvoconductos de los comandantes de tropa -que no solían ser negados a los caballeros, aunque pertenecieran a la potencia enemiga-, los albergues saturados, las dificultades para encontrar caballos, las rutas llenas de refugiados y tropas en movimiento, los controles arbitrarios y la amenaza que suponían los soldados desertores o los de la misma fuerza regular.
Pero tales problemas no solían desanimarlos. Estos caballeros, vivían semejantes experiencias como aventuras, como un espectáculo vivo (el 'teatro de la guerra') "auquel ils purent assister depuis une position privilégiée sans se sentir véritablement concernés". En todo caso, como señalaba uno de ellos, ver caer las bombas dentro de una ciudad, con sus estallidos e incendios, podía resultar 'a schocking sight'. Incluso se permitían frecuentes reflexiones, a menudo en tono crítico, sobre la naturaleza de los sistemas políticos y militares de cada reino, siempre en evidente inferioridad con la Gran Bretaña, o sobre el carácter nacional de las gentes que poblaban la zona, por lo general culpables de agravar su propia desgracia y todos los problemas padecidos por los visitantes. En ningún caso se planteaba si permanecer ajeno al sufrimiento de quienes te rodeaban podía tratarse de una cuestión moral.
El artículo incide de pasada en un punto que me parece interesante, y que autores tan conocidos como Michel Foucault han venido explicando desde hace años: la admiración por los disciplinados ejércitos del siglo XVIII, donde desaparecía la acción individual en beneficio de las maniobras colectivas, avanzaba el triunfo de la disciplina industrial, de la cadena de producción, tal como Chaplin mostró en aquella genial parodia de Tiempos Modernos. El melómano Charles Burney apuntaba en sus conocidas memorias de viaje, cuando recomienda asistir a ejercicios militares de adiestramiento, que "I never saw such mechanical exactness in animated beings. One would suppose that the author of 'Man a Machine', had taken his idea from these men". Si para Burney esto resultaba un paradigma de la deshumanización, otros lo consideraron como un signo de los tiempos, y una muestra de la exactitud y precisión que podía trasponerse de la tecnología y las ciencias naturales al gobierno de las sociedades.
Como buenos diletantes, es más frecuente que se alcen para lamentar la destrucción de ricos patrimonios culturales producida por las guerras, que la pérdida de vidas humanas o la ruina de las gentes cuyas propiedades eran saqueadas por las tropas. En cambio, cuando los ejércitos británicos aparecían implicados en estas luchas, el compromiso se agrandaba inevitablemente y el tono de las cartas y escritos variaba, haciendose más personal y la observación más amplia y comprensiva.
Todo cambió en los años 90 del siglo XVIII a consecuencia de la Revolución Francesa. En los escasos momentos de paz entre la Gran Bretaña y Francia también se dió una auténtica oleada de viajeros que deseaban ver con sus propios ojos lo que sucedía, y que seguían mostrando un elevado interés por todo lo procedente de Francia, pero ahora la guerra ya no es sólo un espectáculo, sino un elemento de reflexión humana, social y política.
La guerra incluía un volumen mucho mayor de tropas, y de fuerzas de leva que ya no eran el soldado profesional asimilable al mercenario. La amenaza de las tropas se convertía en algo mucho más terrorífico, porque se doblaba de conflicto social. Los soldados y oficiales salidos del pueblo ya no solían mostrarse tan corteses con los enemigos, aunque fueran 'caballeros'. En los momentos álgidos del Terror, más bien todo lo contrario. Los aristócratas y los ricos burgueses de las islas se horrorizaban del 'comportamiento brutal' de estas gentes. No tanto por lo que les hacían, sino por lo que podían hacerles. Ahora la elevada posición social ya no era garantía de una 'cuasi' inmunidad durante las guerras. Dependían de la buena voluntad de sectores sociales inferiores. E, indefectiblemente, cambia la mirada y crece la identificación con las víctimas del conflicto.
La empatía con los sufrimientos ajenos y el horror ante la guerra no nacían, pues, de unos valores morales previos, diferentes a los de nuestro consumismo occidental, sino del hecho de sentirse concernidos, amenazados por lo que estaba sucediendo. Lo mismo que sucede hoy cuando algunos viajeros a estas zonas de conflicto, frívolos o incluso bienintencionados, tienen ocasion de ponerse en la piel del 'otro' y convertir lo que creían una emocionante 'experiencia vital' en una auténtica reflexión. Como dice el estupendo grupo de humoristas 'Les Luthiers', cualquier tiempo pasado fue 'anterior', tan solo eso.
Está bien este artículo. En relación al primer párrafo hay en la obra de Séneca (Sobre la felicidad) y en la de Salustio (Guerra de Yugurta) comentarios parecidos aunque logicamente con otro léxico. No hemos avanzado en esto mucho.
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