Lo único que aprendemos de la historia es que no aprendemos de la historia (Hegel)

sábado, 23 de junio de 2012

Crédito y usura en la Nueva España colonial



La deriva actual del neoliberalismo ha situado la banca en el epicentro de la actividad económica. Por eso nos cuesta en ocasiones imaginar tiempos en que no era así; en que las finanzas se movían en los márgenes del sistema, sorteando prohibiciones y condenas legales, y creando imaginativos instrumentos para satisfacer la demanda de crédito. En cualquier caso, el depósito y el préstamo ya iban por entonces vinculados necesariamente a la acumulación de capital y, sin tanta justificación, a la evasión de impuestos y las corruptelas del poder.

Uno de los más curiosos e interesantes ejemplos podemos encontrarlo en el virreinato de la Nueva España, donde se desarrolló un sistema crediticio en base al intercambio de cadenas de oro, que compensó la falta de instituciones financieras y la permanente escasez de moneda. Aparece bien analizado en un artículo de Pilar Martínez López-Cano (UNAM) La venta de oro en cadenas, transacción crediticia, controversia moral y fraude fiscal. Ciudad de México 1590-1616, publicado en Estudios de Historia Novohispana, nº 42 (enero-junio, 2010), p. 17-56.
Aunque pueda parecer extraño, la América colonial hispana era un mundo rico en oro y plata, pero en el que apenas circulaba la moneda. Una buena parte del metal se trasladaba a la Península, para engrosar las arcas reales. Los particulares acaparaban aún mayor cantidad pero, si podían, no lo acuñaban, ya que esto suponía pagar una serie de gastos e imposiciones. Tanto la iglesia como muchos seglares lo atesoraban y lo destinaban a fines ornamentales. Tampoco existía una amplio mercado de tierras a la venta, y las actividades agrarias y artesanales muchas veces se remuneraban en especie.

La base operativa de esta forma de préstamo radicaba en que existía un mercado para comprar cadenas de oro al fiado a 17 reales el castellano de oro (0,46 gr.). El valor legal del mismo era de 16 reales, por lo que se podía revender inmediatamente la cadena por este precio, menor, comprometiéndose el tomador a pagar lo adeudado en cuatro meses. Esto proporcionaba al fiador un beneficio cuatrimestral del 6,25% -un nada despreciable 19% anual-. Incluso, se podía atraer el dinero de particulares para invertirlo en cadenas que luego se entregarían a los necesitados de dinero. Los inversores recibían entre un 7 u 8% anual, lo que suponía para quien actuaba como intermediario unas utilidades entre el 11 y 12% anuales. La mayor ventaja es que, aunque se tratase de una compraventa, este tipo de operaciones no pagaban la alcabala, uno de los impuestos fundamentales en el sostenimiento de la Monarquía. En cambio, este tráfico no logró sustraerse a las condenas eclesiásitcas contra la usura, que venían produciéndose en la Europa cristiana desde la edad media.

Al contrario de lo que ahora sucede, “en la tradición occidental, la economía no era una disciplina autónoma, sino un apéndice de la ética... a partir de la Baja Edad Media, y mucho más en la Edad Moderna, la codicia, de la que derivaba el afán desmesurado de lucro... y de la que... la usura se consideraba una hija, sería la gran preocupación de los teólogos.” Esto era reflejo del papel cada vez más intenso que la riqueza tomaba en el campo de las distinciones sociales. La jerarquía basada en el linaje y el respeto estaba siendo progresivamente contaminada por el poder que confería la riqueza.

Con más razón de la que se le ha reconocido, la escolástica cristiana señalaba como base de los intercambio económicos la producción de bienes y servicios. Estos era lo que justificaba el precio de las cosas y el beneficio obtenido por quien las proporcionaba. La usura -el sobreprecio por el préstamo de dinero- era condenable, ya que se basaba en una mera entrega y retorno de algo que no constituía un bien en si mismo. Lo que se pagaba era el 'tiempo' y éste no resultaba algo tangible y real para la mentalidad del medievo. Por otro lado, los teólogos señalaron, acertadamente, que tal intercambio constituía siempre una relación desigual, con el tomador como parte más débil. La persecución de la usura se incorporó a la legislación real y la doctrina jurídica. Además de un pecado, constituyó un delito. Pero la realidad era tozuda, y el ansia o la necesidad de los particulares les movía a exigir dinero inmediato que pudiera ser retornado más tarde. Y nadie se arriesgaba a proporcionarlo si no era contra la obtención de un beneficio. La difusión del préstamos a través de la compra al fiado de cadenas vino a coincidir con la reactivación económica a finales del siglo XVI, la consolidación de un potente grupo de mercaderes a través del Consulado de México y la explotación de las minas de San Luis Potosí.

La Iglesia de la Nueva España hizo a menudo esfuerzos por contener el desarrollo del préstamo con usura. No solo excitando a las autoridades virreinales para que actuaran contra él, sino recurriendo a las denuncias desde el púlpito, la dirección espiritual y el confesionario. Debían resultar en alguna medida efectivas “como nos lo indicarían las restituciones que muchos fieles ordenaban en su testamento”. En cambio, no se conoce de ningún proceso por usura en la jurisdicción real, y muy pocos en la eclesiástica, lo que viene a demostrar que, al menos en el mundo de la justicia, las autoridades eran plenamente conscientes de la necesidad de fomentar las operaciones de crédito. Fue en el ámbito de los concilios provinciales, en las reuniones donde el clero se movía en un discurso propiamente ideológico y disciplinar, donde se renovaron periódicamente esta clase de pronuncaimientos. Para animar a la Corona a intervenir, los enemigos de estas formas de crédito afirmaban que, dados sus altos beneficios, "repercutía en un alza generalizada de los precios, que provocaba el empobrecimiento general del reino, la ruina de las actividades productivas, y, por consiguiente, afectaba al real fisco, es decir a los ingresos que la Corona percibía de las alcabalas que gravaban las transacciones mercantiles." Son cuestiones que en la actualidad no resultan tan ajenas al debate entre economía financiera y economía real.

Las críticas a la usura no dejaron de suscitar debate y argumentos contrarios. Sobre todo cuando se trataba de fijar el precio de objetos como las cadenas de oro. Los mismo teólogos admitían que podían existir varios precios en el mercado para estos productos cuyo valor no estaba tasado por la autoridad. Sin embargo, siempre sostuvieron que, por encima de un precio 'máximo' o “riguroso”, se entraba en el terreno de la injusticia, y existía obligación de restituir el beneficio moralmente ilícito. Sabían distingir -aunque no medir en la práctica- lo que constituía un beneficio incluso alto para el comerciante y lo que respondía a un 'abuso de posición dominante'. Los márgenes de beneficio que dejaba la compra-venta de cadenas de oro por este sistema “hacían que gran parte de la sociedad se endeudase por este procedimiento [lo que] favorecía un cierto desorden social”. También resulta interesante notar que, en esta época, no preocupaba al alto clero tanto la infelicidad que estos mecanismos podían provocar entre los más humildes, sino porque era “la gente 'principal' del reino, la que se arruinaba y acababa'”, para beneficio de “los mercaderes, regatones o intermediarios” . Era la lucha de clases entre nobleza y burguesía lo que motivaba sus críticas, y no tanto el afán de justicia social tantas veces enunciado.

Frente a las denuncias de fraude para el Tesoro real y la preocupación de las autoridades de Madrid, los virreyes y la Audiencia de México alegaron repetidamente que era una práctica muy extendida, que difícilmente se podía erradicar, que cobrar la alcabala acabaría trayendo más daño que beneficio, y que constituía una necesidad para el funcionamiento de la economía novohispana. De manera significativa, la primera en deshacerse del oro antes de acuñarlo era la propia Real Hacienda, que prefería entregarlo a particulares a cambio de reales de plata, para ahorrarse el precio de labrarlo, cubriendo así a menor costo los 'situados', o cantidades que se debían enviar a las distintas zonas del virreinato para hacer frente a los gastos de defensa y administración. El afán por controlar y obtener ingresos del negocio financiero conllevaba, contradictoriamente, la necesidad de hallar un modo de legalizarlo pese a las sanciones eclesiásticas. Se autorizó finalmente a ocho notarios públicos registrar este tipo de operaciones, lo que permite al autor constatar que la frecuencia de esta práctica y sus elevados márgenes de beneficio que denunciaban los eclesiásticos eran auténticos. También se comprueba que "que en estos años coexistían diferentes tasas de interés, mucho más bajas en el financiamiento a largo plazo, con garantías hipotecarias, caso del 5% que fijaba desde 1608 la legislación para los réditos del censo
consignativo, que en el corto plazo, que no estaba regulado,

Como suele suceder, las operaciones especulativas acababan por contaminar todo el sistema, y "las tasas de interés que se practicaban en las operaciones de metales preciosos, en cualquiera de sus modalidades, servían de referencia para otras transacciones crediticias, muchas veces escondidas o simuladas en escrituras de préstamo o de compraventa.". Y frente a la imagen popular del usurero como individuo específico, marcado por la avaricia, y dedicado fundamentalmente a vivir del préstamo, el panorama que nos ofrece la documentación, incluso las denuncias ante la autoridad, resulta bien diferente: "estos mercaderes de oro eran al mismo tiempo mercaderes de plata, y no eran otros que los grandes mercaderes de la ciudad de México, con tratos con la Península Ibérica, Filipinas y Perú, es decir en las rutas más importantes del comercio con el exterior en estos años. Desde luego que en las denuncias se evita identificarlos con precisión y criticarlos frontalmente, pero los datos que se ofrecen sobre sus actividades comerciales, nivel de fortuna, redes crediticias y montos involucrados en las operaciones, no dejan duda de que se trata de los grandes mercaderes de la ciudad de México." Crédito y especulación iban unidas. Se trataba tan solo de operaciones en que los principales capitalistas de la colonia mexicana buscaban la maximización del beneficio y el mejor empleo de las sumas ganadas inicialmente a través de otras formas de comercio. Fue la propia importancia social y económica de este poderoso grupo de mercaderes la que impidió tomar las medidas que reclamaba el mismo arzobispo de México. Como en la actualidad, todos ellos resultaban ya "demasiado grandes para caer", aunque lo exigieran las primeras autoridades del reino, o aunque el estado se encontrara dirigido por un monarca absoluto que hacía de la fe católica el principio ideológico básico de su autoridad. Las finanzas, todavía situadas en los márgenes legales del sistema, se habían hecho ya demasiado imprescindibles y poderosas.






No hay comentarios:

Publicar un comentario