La conmemoración de Al Naqba, la expulsión de gran parte de la población palestina tras la creación del estado de Israel, ha vuelto a constituir una jornada sangrienta que recuerda casi un siglo de violencia permanente. Desde finales de los años 50, la firme alianza de Israel con Estados Unidos, y la de la URSS con algunos regímenes árabes, un resultado lógico de la guerra fría, ocultó que si el neonato estado sionista pudo superar las agónicas circunstancias de su aparición fue en buena medida gracias al apoyo de la Unión Soviética y no tanto a la ayuda norteamericana. Este fue el contenido central de una exposición celebrada en el Museo Militar de Chequia, resumida en un artículo titulado El año en que Stalin salvó a Israel, publicado por Xavier Lacosta en Historia 16, nº 372 (2007), pp. 80-97. En otro de sus frecuentes errores estratégicos, el dictador soviético menospreció el contenido nacionalista y racista del sionismo para fijarse tan sólo en el vigor de sus organizaciones socialistas. Decidió apostar con fuerza por la implantación del estado judío creyendo que sería posible encontrar en él un aliado contra las monarquías árabes conservadoras, vinculadas hasta entonces a la Gran Bretaña.
Una gran parte de los primeros judíos emigrados a la 'Tierra Prometida' procedían del este de Europa, de comunidades que habían sido objeto de las sevicias de fanáticos eslavófilos ultraconservadores excitados por la policia, o por los sectores más reaccionarios de los viejos imperios zarista o austrohúngaro. No resulta extraño, pues, que el primer sionismo se impregnara de visiones y proyectos colectivos basados en socialismos de diverso estilo, ideología más popular que el liberalismo entre los revolucionarios que luchaban contra el germanismo centroeuropeo o la autocracia rusa.
Esta ideología socialista resultó, por otro lado, funcional cuando se iniciaron las adquisiciones de tierras y otras propiedades gracias a los fondos aportados por ricos donantes judíos occidentales, como el banquero Edmon Rothschild. Que estos benefactores representaran el capitalismo en su más acabada expresión no suponia un problema para el socialismo sionista. Lo realmente útil es que las nuevas explotaciones se forjaban en régimen de cooperativa (los famosos kibbutz). Esto permitía prestar apoyo humano y económico a la instalación de emigrantes que desconocían absolutamente todo sobre Palestina, y a quienes faltaban también de conocimientos previos sobre la tierra o el trabajo artesano. De lo que no carecían era de una formación intelectual europea y de soporte económico externo.
La propiedad colectiva de los medios de producción, la más antigua aspiración del marxismo, se hacía así realidad, al tiempo que permitía excluir una contratación laboral de tipo capitalista, reservando todos los puestos de trabajo exclusivamente a los emigrantes judíos miembros de la comunidad de propietarios, e impedía la salida de esas propiedades a un mercado libre que hubiera podido volver a ponerlas en manos de la población nativa árabe, cristiana o musulmana. Es un mito que antes de la llegada de los emigrantes judíos nada hubiera prosperado en la futura tierra de Israel. Bien al contrario, Xavier Lacosta remarca que los primeros disturbios antisionistas estallaron en Haifa, el principal centro económico de Palestina, donde los árabes empezaban a desarrollar negocios de carácter privado (indudablemente capitalista), agudizando la contradicción con las formas económicas adoptadas por los judíos.
Éstos crearon poderosas organizaciones políticas y sindicales, como el Paole Sion, antecedente del partido Laborista, o la Histraduth, su central sindical, al tiempo sionistas y pretendidamente de izquierdas. Los árabes quedaron excluídos de tales organizaciones, y también de los beneficios económicos y sociales que generaba la actividad económica de los inmigrantes judíos. Los centenares de miles de recién llegados que fueron instalándose tras la I Guerra Mundial se integraron en estas agrupaciones y en sus equivalentes defensivos, como la Hagana. El cuerpo de choque de los kibbutzim, el Palmach, encuadraba muchos militantes que se consideraban abiertamente marxistas-leninistas. Otros grupos más claramente derechistas o cuasi fascistas, como el Likud o el Grupo Stern, siempre fueron minoritarios en esta etapa.
Cuando la Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó en 1947 la partición de Palestina y la creación del Estado de Israel, lo hizo tras un emocionante discurso de Andrei Gromyko, embajador soviético ante el organismo, que justificó en todos sus aspectos la argumentación sionista sobre los derechos históricos a instalarse en el antiguo territorio bíblico, añadiendo a ello los méritos adquiridos por el pueblo judío tras haber sufrido el Holocausto a manos de los nazis (que no tenían relación alguna con Palestina, por otro lado).
Semejante toma de posición se debía al fracaso de las políticas anticoloniales estalinistas, que no habían conseguido atraer ningún sector social importante hacia los minúsculos partidos comunistas árabes. En la comunidad judía de Palestina había más marxistas que en todos los estados vecinos juntos, y los judíos estaban perfectamente dispuestos a aceptar una ayuda que necesitaban desesperadamente y que se les ofrecía a cambio de una vaga simpatía ideológica. Por el contrario, Estados Unidos no decantó su postura hasta el último momento. El Departamento de Estado norteamericano era contrario al reconocimiento del nuevo Israel y sólo el miedo de Harry Truman a perder el voto judío en las elecciones de 1948 inclinó la balanza hacia el sionismo. Gran Bretaña, ligada por sus problemas de orden público en Palestina y por su influencia en Oriente Medio, se limitó a abstenerse en la votación. Fue también la URSS, por delante de Estados Unidos, el primer país que reconoció internacionalmente a Israel y solicitó un intercambio de embajadores.
Pero el nuevo estatus internacional debía ser sostenido sobre el terreno por la fuerza de las armas, y pocos eran los que apostaban por la supervivencia de unos colonos que, aunque entrenados por asesores británicos durante la II Guerra Mundial, debían hacer frente a sus vecinos musulmanes y cristianos y a los ejércitos de cinco estados árabes.
Es en este aspecto estrictamente militar donde la ayuda de Stalin cobra, para el autor, toda su decisiva importancia. Mientras Estados Unidos decretaba un embargo de armas a los dos bandos contendientes, a través del recién instaurado régimen comunista de Checoslovaquia y de una Yugoslavia que aún no había roto con la URSS, los soviéticos proporcionaron al nuevo ejército israelí 50.000 fusiles checos, 6.000 metralletas, 90 millones de cartuchos y, lo más relevante, 81 aparatos de combate, haciéndose cargo del entrenamiento de los pilotos y la formación de los equipos de mantenimiento en tierra, lo que permitió obtener una superioridad aérea clave en el conflicto. Todo ello mediante cobro, con un coste de 40.000 dolares por avión y 10.000 por cada piloto. Pero esto no suponía ningún problema para el gobierno de Tel Aviv, que habían recibido más de 50 millones de dólares en donaciones tan sólo desde Estados Unidos. "Un avión Constellation volaba diariamente entre Checoslovaquia e Israel bajo bandera panameña para transportar pertrechos y personal en un verdadero puente aéreo conocido como Operación Balak". El destino oficial de las armas era Etiopía, pero ninguna de ellas llegó al continente africano.
Como la primera remesa de aviones no demostró una gran fiabilidad, se consiguió enviar, ya durante la primera tregua en los combates, una segunda tanda formada por Spitfire sobrantes de la Guerra Mundial, que fueron transportados, esta vez directamente, por pilotos judíos y mercenarios contratados, desde Checoslovaquia hasta Israel.
Gran Bretaña apostó durante el primer conflicto por la victoria de los árabes, por sus intereses globales en la zona, y por su amargura frente a la presión migratoria y el terrorismo sionista que habían ensangrentado los últimos años de su Mandato en Palestina. Resulta significativo de la superioridad alcanzada por la nueva aviación israelí que "horas antes del armisticio de 1949, el 7 de enero, un oscuro incidente en la frontera egipcia del Neguev entre israelíes y británicos se resolvió con el derribo de cinco aviones ingleses con base en Egipto y la muerte de dos de sus pilotos por parte de cazas judíos."
Es bien conocido el resultado de esta apuesta de Stalin por el nuevo estado. Las primeras elecciones en Israel dejaron en abierta minoría al Partido Comunista de Israel, que admitía también miembros árabes y había colaborado activamente en las negociaciones con la URSS y Checoslovaquia, mientras que obtenía la victoria el claramente sionista y mucho más prooccidental Mapai. Esto supuso el cese de la ayuda militar checa. El desplante del minúsculo Israel a la gran potencia soviética inflamó la furia de Stalin. Mientras 750.000 palestinos eran expulsados violentamente de sus hogares, en la URSS se desató la caza al espía proisraelí, incluída la paranoica persecución de los médicos judíos del Kremlim. "A Israel también le interesaba ocultar el alcance de la ayuda recibida para no aparecer ante el mundo como superior a sus vecinos, sino como víctima de ellos a los que derrotaba (...) en un alarde de ingenio, valor, audacia y superioridad moral: jugaba la baza de la imagen bíblica del David sionista contra el Goliat arabe que, con las cifras sobre la mesa, era justo al revés." Y todo, gracias a la repetidamente probada perspicacia estratégica del dictador georgiano.
Una gran parte de los primeros judíos emigrados a la 'Tierra Prometida' procedían del este de Europa, de comunidades que habían sido objeto de las sevicias de fanáticos eslavófilos ultraconservadores excitados por la policia, o por los sectores más reaccionarios de los viejos imperios zarista o austrohúngaro. No resulta extraño, pues, que el primer sionismo se impregnara de visiones y proyectos colectivos basados en socialismos de diverso estilo, ideología más popular que el liberalismo entre los revolucionarios que luchaban contra el germanismo centroeuropeo o la autocracia rusa.
Esta ideología socialista resultó, por otro lado, funcional cuando se iniciaron las adquisiciones de tierras y otras propiedades gracias a los fondos aportados por ricos donantes judíos occidentales, como el banquero Edmon Rothschild. Que estos benefactores representaran el capitalismo en su más acabada expresión no suponia un problema para el socialismo sionista. Lo realmente útil es que las nuevas explotaciones se forjaban en régimen de cooperativa (los famosos kibbutz). Esto permitía prestar apoyo humano y económico a la instalación de emigrantes que desconocían absolutamente todo sobre Palestina, y a quienes faltaban también de conocimientos previos sobre la tierra o el trabajo artesano. De lo que no carecían era de una formación intelectual europea y de soporte económico externo.
La propiedad colectiva de los medios de producción, la más antigua aspiración del marxismo, se hacía así realidad, al tiempo que permitía excluir una contratación laboral de tipo capitalista, reservando todos los puestos de trabajo exclusivamente a los emigrantes judíos miembros de la comunidad de propietarios, e impedía la salida de esas propiedades a un mercado libre que hubiera podido volver a ponerlas en manos de la población nativa árabe, cristiana o musulmana. Es un mito que antes de la llegada de los emigrantes judíos nada hubiera prosperado en la futura tierra de Israel. Bien al contrario, Xavier Lacosta remarca que los primeros disturbios antisionistas estallaron en Haifa, el principal centro económico de Palestina, donde los árabes empezaban a desarrollar negocios de carácter privado (indudablemente capitalista), agudizando la contradicción con las formas económicas adoptadas por los judíos.
Éstos crearon poderosas organizaciones políticas y sindicales, como el Paole Sion, antecedente del partido Laborista, o la Histraduth, su central sindical, al tiempo sionistas y pretendidamente de izquierdas. Los árabes quedaron excluídos de tales organizaciones, y también de los beneficios económicos y sociales que generaba la actividad económica de los inmigrantes judíos. Los centenares de miles de recién llegados que fueron instalándose tras la I Guerra Mundial se integraron en estas agrupaciones y en sus equivalentes defensivos, como la Hagana. El cuerpo de choque de los kibbutzim, el Palmach, encuadraba muchos militantes que se consideraban abiertamente marxistas-leninistas. Otros grupos más claramente derechistas o cuasi fascistas, como el Likud o el Grupo Stern, siempre fueron minoritarios en esta etapa.
Cuando la Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó en 1947 la partición de Palestina y la creación del Estado de Israel, lo hizo tras un emocionante discurso de Andrei Gromyko, embajador soviético ante el organismo, que justificó en todos sus aspectos la argumentación sionista sobre los derechos históricos a instalarse en el antiguo territorio bíblico, añadiendo a ello los méritos adquiridos por el pueblo judío tras haber sufrido el Holocausto a manos de los nazis (que no tenían relación alguna con Palestina, por otro lado).
Semejante toma de posición se debía al fracaso de las políticas anticoloniales estalinistas, que no habían conseguido atraer ningún sector social importante hacia los minúsculos partidos comunistas árabes. En la comunidad judía de Palestina había más marxistas que en todos los estados vecinos juntos, y los judíos estaban perfectamente dispuestos a aceptar una ayuda que necesitaban desesperadamente y que se les ofrecía a cambio de una vaga simpatía ideológica. Por el contrario, Estados Unidos no decantó su postura hasta el último momento. El Departamento de Estado norteamericano era contrario al reconocimiento del nuevo Israel y sólo el miedo de Harry Truman a perder el voto judío en las elecciones de 1948 inclinó la balanza hacia el sionismo. Gran Bretaña, ligada por sus problemas de orden público en Palestina y por su influencia en Oriente Medio, se limitó a abstenerse en la votación. Fue también la URSS, por delante de Estados Unidos, el primer país que reconoció internacionalmente a Israel y solicitó un intercambio de embajadores.
Pero el nuevo estatus internacional debía ser sostenido sobre el terreno por la fuerza de las armas, y pocos eran los que apostaban por la supervivencia de unos colonos que, aunque entrenados por asesores británicos durante la II Guerra Mundial, debían hacer frente a sus vecinos musulmanes y cristianos y a los ejércitos de cinco estados árabes.
Es en este aspecto estrictamente militar donde la ayuda de Stalin cobra, para el autor, toda su decisiva importancia. Mientras Estados Unidos decretaba un embargo de armas a los dos bandos contendientes, a través del recién instaurado régimen comunista de Checoslovaquia y de una Yugoslavia que aún no había roto con la URSS, los soviéticos proporcionaron al nuevo ejército israelí 50.000 fusiles checos, 6.000 metralletas, 90 millones de cartuchos y, lo más relevante, 81 aparatos de combate, haciéndose cargo del entrenamiento de los pilotos y la formación de los equipos de mantenimiento en tierra, lo que permitió obtener una superioridad aérea clave en el conflicto. Todo ello mediante cobro, con un coste de 40.000 dolares por avión y 10.000 por cada piloto. Pero esto no suponía ningún problema para el gobierno de Tel Aviv, que habían recibido más de 50 millones de dólares en donaciones tan sólo desde Estados Unidos. "Un avión Constellation volaba diariamente entre Checoslovaquia e Israel bajo bandera panameña para transportar pertrechos y personal en un verdadero puente aéreo conocido como Operación Balak". El destino oficial de las armas era Etiopía, pero ninguna de ellas llegó al continente africano.
Como la primera remesa de aviones no demostró una gran fiabilidad, se consiguió enviar, ya durante la primera tregua en los combates, una segunda tanda formada por Spitfire sobrantes de la Guerra Mundial, que fueron transportados, esta vez directamente, por pilotos judíos y mercenarios contratados, desde Checoslovaquia hasta Israel.
Gran Bretaña apostó durante el primer conflicto por la victoria de los árabes, por sus intereses globales en la zona, y por su amargura frente a la presión migratoria y el terrorismo sionista que habían ensangrentado los últimos años de su Mandato en Palestina. Resulta significativo de la superioridad alcanzada por la nueva aviación israelí que "horas antes del armisticio de 1949, el 7 de enero, un oscuro incidente en la frontera egipcia del Neguev entre israelíes y británicos se resolvió con el derribo de cinco aviones ingleses con base en Egipto y la muerte de dos de sus pilotos por parte de cazas judíos."
Es bien conocido el resultado de esta apuesta de Stalin por el nuevo estado. Las primeras elecciones en Israel dejaron en abierta minoría al Partido Comunista de Israel, que admitía también miembros árabes y había colaborado activamente en las negociaciones con la URSS y Checoslovaquia, mientras que obtenía la victoria el claramente sionista y mucho más prooccidental Mapai. Esto supuso el cese de la ayuda militar checa. El desplante del minúsculo Israel a la gran potencia soviética inflamó la furia de Stalin. Mientras 750.000 palestinos eran expulsados violentamente de sus hogares, en la URSS se desató la caza al espía proisraelí, incluída la paranoica persecución de los médicos judíos del Kremlim. "A Israel también le interesaba ocultar el alcance de la ayuda recibida para no aparecer ante el mundo como superior a sus vecinos, sino como víctima de ellos a los que derrotaba (...) en un alarde de ingenio, valor, audacia y superioridad moral: jugaba la baza de la imagen bíblica del David sionista contra el Goliat arabe que, con las cifras sobre la mesa, era justo al revés." Y todo, gracias a la repetidamente probada perspicacia estratégica del dictador georgiano.
¿Racista Israel? Ha pisado usted poco ese país para ver que no es así.
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