En las últimas décadas se han conocido algunos casos famosos de tesoros rescatados del mar tras la localización de antiguos galeones españoles naufragados en su tránsito de América hasta la Península. Casos de piratería y dudas sobre el derecho público y privado a la propiedad de tales riquezas han dado pie a procesos sonados, como el que aún enfrenta en los tribunales de Estados Unidos a la expedición del Odyssey con el estado español, que ha conseguido ver reconocida su demanda para recuperar 590.000 monedas de plata y oro extraídas en aguas cercanas a la Península. Pero quizá no todo el mundo sepa que la preocupación por el rescate de la carga de navíos hundidos, y las diputas sobre los derechos patrimoniales de la Corona o de quienes efectuaban el rescate, ha sido tan antigua como la propia Carrera de Indias. Así aparece recogido en un curioso artículo de Diego Téllez Alarcia, de la Universidad de La Rioja, titulado En la periferia de la marina: el buceo y rescate de galeones naufragados en la Monarquía de los Austrias, publicado en el volumen colectivo Guerra y sociedad en la Monarquía Hispánica. Política, estrategia y cultura en la Europa moderna (1500-1700), editado por Enrique García Hernán y Davide Maffi (Madrid: Ediciones del Laberinto, 2006, pp. 1043-1054).
Son muchos los aspectos diversos reseñados en este artículo, desde tecnológicos hasta administrativos, pasando por los estrictamente humanos. El interés de la Corona por el tema aparece desde los primeros tiempos de la Conquista. Fue el Emperador Carlos quien presidió en 1538 una primera demostración en el río Tajo, junto a la ciudad de Toledo, de un sistema submarino que pretendía ser adecuado a la recuperación de cualquier pecio. El evento atrajo la atención de miles de curiosos, y dicen que dos buzos griegos, probablemente los denominados en la documentación Nicolás de Rodas y Constantino el Griego, gracias a la inmersión con una campana de buceo, pudieron mantenerse bajo el agua sin mojar su ropa ni apagar una vela encendida. Por esta hazaña obtuvieron una Real Cédula que les confería por diez años el privilegio exclusivo de ejercer en España y las Indias el oficio de buzo y el empleo de cualquier “artificio de buceo”. Aunque no sabemos que uso práctico dieron a estas Reales Cédulas, como mínimo estamos al corriente de que uno de ellos pasó a México en tiempos de la Conquista.
No serían los únicos arbitristas e ingenieros que propondrían a las autoridades soluciones más o menos eficaces para recuperar parte de las riquezas engullidas por el mar. Un capitán de origen vasco, Blasco de Garay, también realizó demostraciones en las playas de Málaga y Barcelona unos años más tarde, y a principios del siglo XVII se habló de equipos complejos, con tubos de respiración, traje y gafas, e incluso de una posible nave submarina. Hubo también demostraciones del uso de escafandras para mantenerse bajo las aguas en tiempos de Felipe III, con el pequeño río Pisuerga remedando los profundos océanos, ya que la Corte española se había instalado en Valladolid.
En estos y otros muchos casos, los ‘inventores’ solían obtener patentes de buceo por un tiempo determinado, a cambio de entregar a la Real Hacienda el diez por ciento de cualquier tipo de ganancias. No se trataba de licencias exclusivas para la recuperación de naufragios, sino que se autorizaba todo tipo de actividades subacuáticas, en particular la búsqueda de perlas, lo que explica el porcentaje relativamente reducido de beneficios que debían cederse a la Corona.
Otro caso diferente era el de las medidas específicas arbitradas para salvar lo que se pudiera de las cargas naufragadas en el más breve plazo posible. Llego a establecerse un procedimiento general para dichas eventualidades, que implicaba la apertura de un expediente y un proceso judicial ante el Tribunal del Consulado de Cargadores de Cádiz, o en las Audiencias americanas, para determinar las responsabilidades del suceso, y el nombramiento de funcionarios para la supervisión del rescate, que podía ser realizado por uno o más promotores. En algunas situaciones de urgencia –cuando el cargamento podía caer en manos de navíos enemigos- se arbitraron también medidas excepcionales, normalmente a instancia de las autoridades coloniales.
Cuando las dificultades de la tarea provocaban un aplazamiento prolongado, lo normal era recurrir a un asiento entre la Corona y empresarios particulares –solo uno o varios socios- dispuestos a arriesgar su capital. Aunque existe constancia del uso de campanas de buceo, lo cierto es que estas campañas de rescate se realizaron usualmente mediante los instrumentos disponibles más sencillos: la inmersión a pulmón libre de buzos nativos acostumbrados a la recolección de perlas. Eran, pues, los asentistas que aportaban el capital quienes se llevaban la parte mayor de las ganancias y no aquellos que corrían con los peligros físicos del rescate.
Si hoy día, con sofisticados métodos de localización y control, este tipo de actividades aún dan pie a la corrupción y la picaresca, resulta fácil imaginar lo que podía ocurrir en el siglo XVII. Los beneficios estipulados en los asientos se establecían entre un cuarto y la mitad de lo rescatado, quedando el resto para la Real Hacienda. Para llevar el control de lo recogido se nombraba un veedor, encargado de registrar el valor de las piezas obtenidas. Cabe pensar que estos veedores podían ser objeto de soborno, pero también aporta el autor constancia documental de que otros intentaban cumplir honestamente con su deber, en lo que tropezaban con las previsibles dificultades. Desde aquellos navíos que zarpaban para realizar las inmersiones sin advertir al veedor, hasta quienes hallaban cien métodos para ocultar parte de lo obtenido, o quienes, directamente, le amenazaban físicamente si se atrevía a dar parte de todo lo encontrado. Uno de los testimonios más dramáticos de su situación, como funcionarios aislados en un medio hostil, es la declaración de un tal Francisco de Mella, quien seguía un rescate en un paraje denominado Los Mimbres, y confesaba su impotencia con estas palabras: “estuvieron para echarme al agua por hacer se me manifestase lo que se sacaba y buceaban (...) he representado todo eso y pedido se me auxilie con alguna infantería para el seguro de mi persona (...) y no se ha hecho con que me hallo imposibilitado de hacer diligencia alguna: habiéndo de dejar asentar sólo lo que me quisieren manifestar” .
La posición del asentista, con todo, no estaba exenta de riesgos, incluso personales.A la posibilidad de que lo recuperado no cubriera los gastos, se añadían las tormentas y caprichos del mar, las frecuentes peleas entre socios, o la presencia de piratas bien informados, que podían saquear el pecio antes de que llegaran los rescatadores, e incluso expulsarlos o secuestrarlos hasta que ellos pudieran marchar con el botín. Los puertos del Caribe no solían ser un lugar donde pudieran aparejarse expediciones de este tipo sin que la novedad trascendiera a quien pudiera estar interesado en ella.
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