A algunos lectores de este blog les sonará bien poco el nombre de Joaquín Costa, destacado intelectual y político aragonés a caballo entre los siglos XIX y XX. Pero quizá despertemos su memoria y su interés señalando que fue la figura más conocida de una corriente de gran vigor –y algunas conexiones evidentes con la actualidad- llamada por entonces ‘regeneracionismo’, que trataba de restablecer la sintonía entre la sociedad ‘real’ y la política ‘oficial’, trágicamente desconectadas en España tras más de veinte años de liberalismo canovista y el evidente fracaso sufrido por el conjunto de la clase política en la dramática guerra de Cuba.
Costa fue, y es, un personaje discutido, más valorado por sus intenciones que por sus logros, pero que conectó profundamente con el sentir popular de su época, quizá porque su persona y su trayectoria resumía muchos de los dramas, dificultades, vicios y virtudes de la política española. En un panorama cargado de retórica y donde los políticos solían practicar todo aquello que previamente habían criticado, él supo poner una nota de honradez y un anhelo de eficacia desacostumbrados por entonces aún más que ahora. Al cumplirse el centenario de la muerte se ha reeditado una de sus mejores biografías, la publicada por Cheyne, G.J.G. con el título Joaquín Costa, el gran desconocido (Zaragoza: Ariel-Institución Fernando el Católico, 2011; edic. orig. 1972) precisamente para tratar de poner orden en las numerosas visiones que de su vida y su obra habían llegado hasta nosotros.
El autor destaca en este libro la voluntad de ‘obrar’ de Joaquín Costa; el deseo ferviente de llevar sus ideas a la práctica para que no quedaran en mera denuncia. Esta voluntad transformadora procede de haber sufrido en carne viva los numerosos problemas de España. Las soluciones propuestas no eran para él planteamientos teóricos en que recrearse, ni una forma de adquirir protagonismo, sino una necesidad urgente, que podía cambiar para mejor la vida de sus conciudadanos, arrancándolos a la miseria y el analfabetismo en que se veían atrapados.
Costa sabía de qué hablaba. Hijo de unos agricultores pobres del norte de Aragón, pero al mismo tiempo personas comprometidas con su tierra y sus problemas, había debido soportar muchas humillaciones, trabajar duro en el campo, y tan sólo logró, con enorme esfuerzo, la posibilidad de adquirir una formación académica más allá de los veinte años, gracias a su poderosa inteligencia y a protectores que sufragaron muy parcamente sus estudios.
Si su familia sufría graves penurias por el considerable atraso de la agricultura española y un injusto sistema de propiedad de la tierra, Costa también padeció en lo personal la ausencia de una infraestructura educativa que en otros países como la vecina Francia ya alcanzaba a formar a las clases populares. En su tierra, ni siquiera un prodigio juvenil como él tenía ocasión de despuntar. Sus mentores, además, pertenecían a un grupo social de prohombres rurales donde predominaba el integrismo católico y el carlismo, doctrinas ultraconservadoras que su racionalismo rechazó muy pronto, creándole numerosas dificultades.
A sus permanentes problemas económicos se unió pronto una salud endeble, producto de una enfermedad degenerativa que se manifestó en su juventud, y de una diabetes que le acosó desde la entrada en la madurez. Muchas veces se ha achacado su mal genio y sus numerosas discusiones con otras figuras de por entonces a la conocida ‘tozudez’ de los aragoneses y a su intemperancia personal, pero Cheyne sostiene que se debieron sobre todo a la firmeza de sus convicciones y a las estrecheces y padecimientos físicos que debía soportar y que no le dejaban margen para discusiones menos apasionadas y prolongadas en el tiempo.
Estas estrecheces se vieron agravadas por el momento histórico que le tocó vivir. Cuando, después de ímprobos esfuerzos económicos, ya que capacidad intelectual le sobraba, consiguió doctorarse con honores en Derecho y Filosofía, el fin del Sexenio Democrático -una de las escasas oportunidades durante el siglo XIX de instaurar un liberalismo auténtico- y el monopolio del poder por los conservadores, le impidieron acceder a una merecida plaza de profesor universitario, ya que Cánovas del Castillo vetó a todos aquellos que tuvieran relación con el ‘krausismo’, la corriente intelectual más progresista y comprometida de la época. Costa no pertenecía plenamente a esta escuela, pero mantenía cordiales relaciones con Giner de los Ríos y otras destacadas figuras que más adelante promovieron la Institución Libre de Enseñanza, que terminaría formando dos generaciones de intelectuales eminentes.
Como otros pensadores, Costa adquirió popularidad gracias al bien escogido título de su obra más famosa, Oligarquía y caciquismo. Aunque no fueran muchos quienes la leyeran, estas dos palabras resumían para un buen número de ciudadanos los defectos que habían terminado por lastrar el intento de imitar en España el bipartidismo liberal británico. En este libro llamaba a la rebelión contra el monopolio del poder establecido por una clase política que falseaba el sufragio y tan sólo velaba por sus propios intereses, en nombre de unas clases medias a las que se había apartado hasta entonces cuidadosamente de la política.
El gran momento de Costa llegó con el ‘Desastre del 98’, cuando el fracaso del estado español en las guerras coloniales y en su enfrentamiento con Estados Unidos, la desatención que sufrieron sus propias tropas, y los grandes negocios que unos pocos hicieron con el ejército, soliviantaron a toda la opinión, que reclamaba un giro radical en la conducción de los asuntos públicos. Recuerdo una coplilla –que no aparece en el libro- pero que resume muy bien el sentimiento popular de aquel entonces, no muy diferente del que sacude ahora Europa:
Desde Vigo a Barcelona
Desde Cádiz a Gijón
Toda España entera clama
‘REGENERACIÓN’
Si por algo destacaba Costa como político fue por no practicar todo aquello que criticaba en los hombres de su tiempo. Odiaba las recomendaciones y las clientelas, la malversación del dinero público, las componendas con los poderes establecidos, el reformismo que no conducía a ningún cambio sustancial. Era un revolucionario en la acepción más plena de la palabra, porque quería provocar alteraciones permanentes del sistema, pero deseaba hacerlo cuando hubiera concitado el soporte popular necesario para quebrarlo. Su problema fue que tal soporte no existía y que, cuando él trató de organizar a esas ‘clases medias’ –burguesas y agrarias- en las que confiaba, los actitudes personalistas de otros líderes, como Basilio Paraíso o Santiago Alba, la capacidad de atracción de quienes ejercían el poder, y la misma exigüidad de la burguesía española le impidieron reunir la fuerza suficiente para derribar a aquellos que deseaban mantener todo como estaba.
En términos estratégicos, resultan proféticas sus advertencias contra acciones públicas llamativas pero que no ofrecieran perspectivas reales de triunfo, unas advertencias que podrían sonar muy modernas para algunos activistas de la actual política española. Refiriéndose al deseo de imitar la huelga de contribuyentes que ya había fracasado en Cataluña, Costa escribió: "No conozco una sola población en España capaz de repetir el caso de Barcelona; y ya se vio el resultado. Fuerte ahora el gobierno con estos precedentes [...], presente en su memoria la pasmosa facilidad con que se digirió aquella formidable tormenta de Barcelona y cedió el espíritu temeroso de tantos millares de contribuyentes estrechamente unidos entre sí y apoyados con ardoroso empeño por las clases altas así intelectuales como económicas, nuestro acuerdo de resistir no le pondrá ningún cuidado: llevado a la práctica será a lo sumo uno de tantos tumores ordinarios que los gobiernos resuelven con dejar pasar unos cuantos días para que maduren y dar luego un leve pinchazo." En definitiva, que no se puede amagar y no dar, y que los verdaderos cambios llegarán tan sólo de una sólida preparación de la acción política.
En términos estratégicos, resultan proféticas sus advertencias contra acciones públicas llamativas pero que no ofrecieran perspectivas reales de triunfo, unas advertencias que podrían sonar muy modernas para algunos activistas de la actual política española. Refiriéndose al deseo de imitar la huelga de contribuyentes que ya había fracasado en Cataluña, Costa escribió: "No conozco una sola población en España capaz de repetir el caso de Barcelona; y ya se vio el resultado. Fuerte ahora el gobierno con estos precedentes [...], presente en su memoria la pasmosa facilidad con que se digirió aquella formidable tormenta de Barcelona y cedió el espíritu temeroso de tantos millares de contribuyentes estrechamente unidos entre sí y apoyados con ardoroso empeño por las clases altas así intelectuales como económicas, nuestro acuerdo de resistir no le pondrá ningún cuidado: llevado a la práctica será a lo sumo uno de tantos tumores ordinarios que los gobiernos resuelven con dejar pasar unos cuantos días para que maduren y dar luego un leve pinchazo." En definitiva, que no se puede amagar y no dar, y que los verdaderos cambios llegarán tan sólo de una sólida preparación de la acción política.
En ello andaba Costa cuando el agravamiento de su situación personal y las dificultades para aglutinar un conjunto de líderes dispuestos a secundar sus propuestas, a la vez republicanas y posibilistas, le hicieron ir alejándose paulatinamente de la política activa, aunque nunca renunció a influir en ella, y su prestigio no hizo sino crecer según se agravaban los problemas que denunciaba. Tras su muerte, se produjo una glorificación y manipulación interesada de su persona. Los conservadores trataron de destacar sus llamamientos a la aparición de un ‘cirujano de hierro’, capaz de regenerar el sistema, olvidando el talante democrático y republicano de Costa. Los progresistas desearon convertirlo en una figura señera del regionalismo aragonés y hablaron de su lucha contra los poderes fácticos (la monarquía, la Iglesia…) pero sin comprometerse con la voluntad de lograr un movimiento de amplio espectro, no sectario ni coartado por rigideces ideológicas, tal como lo quería el que fue llamado ‘León de Graus’.
Cheney destaca que incluso su inhumación fue manipulada, ya que se había afanado el gobierno, para dar ejemplo de liberalismo, en ofrecerle un puesto en el Panteón de Hombres Ilustres de Madrid, pero el tren fue detenido por los republicanos en Zaragoza, que se negaron a dejar marchar el cadáver hacia la capital, haciendo el juego al ministerio que animó estas mismas manifestaciones de sus opositores ya que no deseaba un gran acto público en Madrid que reuniera a los partidarios de la regeneración y la república.
Cheney destaca que incluso su inhumación fue manipulada, ya que se había afanado el gobierno, para dar ejemplo de liberalismo, en ofrecerle un puesto en el Panteón de Hombres Ilustres de Madrid, pero el tren fue detenido por los republicanos en Zaragoza, que se negaron a dejar marchar el cadáver hacia la capital, haciendo el juego al ministerio que animó estas mismas manifestaciones de sus opositores ya que no deseaba un gran acto público en Madrid que reuniera a los partidarios de la regeneración y la república.
El libro también incluye algunos textos escogidos de Costa, cuya obra completa puede ahora ya ser consultada gracias al apoyo de la Fundación Manuel Jiménez Abad en los fondos virtuales de la Fundación Ignacio Larramendi: http://www.larramendi.es/i18n/estaticos/contenido.cmd?pagina=estaticos/inicio
De las virtudes sociales de Joaquín Costa no podemos dudar, pero algunos de sus planteamientos han sido interpretados por algunos investigadores como el origen del fascismo español. Sus apelaciones a un cirujano de hierro han tenido formulaciones, en varios textos que, seguramente sin imaginarlo Costa, permiten esta interpretación.
ResponderEliminarCreo que esa interpretación que mencionas, y que, efectivamente, ha sido muy utilizada, deriva de una comprensión descontextualizada de los escritos de Costa, algo que el autor de esta biografía denuncia repetidas veces. Tales apelaciones, anteriores a la aparición del fascismo como ideología en Europa, no eran exclusivas de Costa ni de la política española. Para Costa significaba buscar la figura capaz de sajar las excrecencias del sistema parlamentario, no de sustituir ese mismo sistema. Como buen republicano, sus tendencias eran liberales y democráticas; el problema es que el liberalismo español se hallaba constreñido por el muy imperfecto marco de la Restauración y la reforma de los partidos había fracasado repetidas veces. Cuando los políticos reaccionarios recuperen sus palabras, lo harán en un sentido muy diferente.
ResponderEliminarGracias por tus aportaciones al blog.
Profesor Almazán: después de leer su artículo sobre Joaquín Costa, y econtrándome yo en ese momento repasando algunos aspectos del régimen de la Restauración, me entró gana de volver sobre lecturas que yo había hecho sobre Costa, en particular su "Oligarquía y caciquismo...". También había leído un artículo de Jean-Michel Desvois, "El 'conservadurismo" de Joaquín Costa" y otros (a los que haré referencia si viene a cuento). Creo que J. Costa ha sido contradictorio en sus planteamientos, de forma que a veces aparece como progresista y otras como conservador: el mismo Jean-Michel Desvois señala que lo reivindicaron los dos bandos que luego se enfrentarían en la guerra civil de 1936. A mí me parece que la pretensión de Costa de hacer prevalecer el derecho consuetudinario sobre el derecho liberal de su siglo es absurdo, pues asuntos como los contratos, las herencias, etc. han de ser legislados por el Estado no pueden dejarse a la libre disposición de las partes, entre otras cosas porque una de ellas, siempre más débil, estaría desamparada ante la más fuerte. "La libertad del ciudadano queda mutilada -escribe Costa- desde el momento que se impone al gobierno doméstico otras ni más leyes que las nacen del seno mismo del hogar, el cual es un EStado tan propio de sí y sustantivo como la nación...". Que la libertad de cada cual queda limitada por la acción del Estado ya lo dijo, en un sentido positivo, Rousseau, pero es que el individuo, al vivir en sociedad, claro que ha de limitar su libertad en aras de la felicidad pública (todo ello en teoría). Decir, como lo hace Costa ("Importancia del estudio del derecho consuetudinario") que "reconocer el 'self-government" en la ciudad y negarlo en la familia es faltar a la razón..." no lo veo yo tan claro. ¿Como se puede concebir un Estado con tantos derechos consuetudinarios como comarcas? Creo que en esto Costa no está con los tiempos que le tocó vivir, sino con una visión romántica y antigua, seguramente bien intencionada, pero imposible. He leído que Azaña señaló de Costa que "su tragedia es la de un hombre que quisiera dejar de ser conservador y no puede" (Obras completas: ¡Todavía el 98!). En otro orden de cosas, su colaboración con el agrarios confesional (José Andrés-Gallego) cuando el siglo XIX terminaba, le hacen lo que yo he interpretado de Costa: que es un hombre de una gran preocupación social pero que es incapaz de concebir medidas revolucionarias en el sentido en que el sindicalismo, muy pronto, lo iba a demandar. Ya sé que no tuvo pelos en la lengua para denunciar los vicios del sistema, pero creo también que participó de la contradicción de muchos regeneracionistas, como lo fueron Picabea, Maura o Canalejas. El segundo citado, con su empeño en reformar la ley electoral y el funcionamiento de los Ayuntamentos se estrelló -en mi opinión- porque lo quiso hacer desde dentro del sistema, algo así como lo que quisieron hacer los ilustrados en el siglo XVIII: modernizar el país sin cuetionar cuestilnes fundamentales que entorpecían dicha modernización. He vuelto a leer un artículo de Cirilo Martín-Retortillo sobre las concepciones de reforma agraria de Costa, y en esto sí creo que fue progresista, pero contradictorio con otras posiciones suyas. En fin, el tema no se puede agotar en un comentario de blog, pero en todo caso le digo que no dejo de tener dudas acerca del papel jugado por Costa (mi simpatía hacia el personaje ya es otra cosa). Un saludo.
ResponderEliminarPues estoy de acuerdo en casi todo lo que dice, muy bien fundamentado, además, pero creo que debemos valorar las opciones políticas de una persona en función de su coherencia interna, más que comparándolas con otras alternativas, mejores o peores, que siempre pueden existir. En este caso, el apego de Costa por el derecho consuetudinario aragonés se explica en la fuerte vinculación y compromiso de su persona con los lugares donde transcurrió su juventud, con la cultura y economía de sus gentes. Su padre, una persona humilde, que murió pobre, fue un experto en ese mismo derecho consuetudinario, a quien se venía a consultar -gratuitamente- desde lejos, y ese era el gran orgullo de la familia. Además, con todos sus defectos, esas normas no dejaban de estar adaptadas muy estrechamente a las realidades locales y, en ocasiones, eran un mejor reflejo de sus tradiciones y necesidades que las disposiciones más modernas. Un buen ejemplo sería la utilidad del derecho familiar catalán a la hora de impulsar formas de desarrollo capitalista por esta misma época.
ResponderEliminarComo decía en mi comentario anterior, Costa fue un republicano progresista, pero esa condición hay que situarla en el contexto político del cambio de siglo, ya que el republicanismo era un movimiento liberal de clases medias, nada revolucionario, salvo cuando se trataba de forzar el acceso al poder allí donde la verdadera alternancia política se encontraba bloqueada. Costa era un autodidacta, que hubo de luchar en el limitado y contradictorio panorama político español. No era un socialista, ni un progresista del siglo XX, sino el esforzado impulsor de una renovación del sistema liberal, en un sentido más democrático y laico. Pero es que ser un poco más democrático y laico en la España de la Restauración no tenía por qué ir más allá de lo que en otros estados sería el centro político. Aquí, en cambio, se le situaba en la izquierda casi radical.
Sus ideas no estaban muy lejos de lo que precisamente representaban otros líderes 'radicales' de la burguesía más avanzada y las nuevas clases medias en casi todos los países liberales, desde un Irigoyen en Argentina a un Clemanceau en Francia, salvando, claro está las enormes diferencias en el talante personal. En eso, creo yo, que Costa, en bonhomía, les superaba.
Me han parecido muy interesantes sus sugerencias.
Gracias por estas valoraciones que veo tienen lógica si situamos a Costa donde realmente está, en el régimen de la Restauración. Comprendo su apego al derecho consuetudinario aragonés en la medida en que sé algo sobre el derecho foral gallego que en su día estudiaron Murguía, Alfredo Brañas y luego hicieron suyo los miembros de Irmandades da Fala. También es comprensible el pensmiento de Costa en la medida en que, como usted dice, fue un autodidacta. Sobre su bonhomía no cabe dudar, porque solo leer algunos de sus discursos en los congresos agrarios ya se nota, además de los objetivos que perseguía, sobre todo en el campo de la agricultura. Me dispongo a echar un vistazo a la obra de Irigoyen y de Clemenceau, pues nunca se me había ocurrido compararles con Costa (ya me doy couenta en que medida lo hace usted).
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