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miércoles, 24 de agosto de 2011

Moral cristiana, guerra y monarquía en la edad media

Los mejores investigadores intuyen tras el caso concreto la existencia de una categoría. En ocasiones,  informaciones muy particulares permiten enlazar los datos que ofrecen a reflexiones generales, incrementando así el valor de nuestro conocimiento. En 1356, el rey Pedro el Ceremonioso de Aragón ordenaba que, ante la difícil lucha que afrontaba contra su vecino Pedro I de Castilla, en las misas diarias se pronunciasen unas conmemoraciones de San Jorge, para lograr la intercesión del santo. Se ha repetido tan a menudo la invocación de las fuerzas espirituales para obtener éxitos en toda clase de contiendas que podríamos considerar anodino este hecho si no fuera porque intenta alcanzar el favor divino para un determinado bando en detrimento de otro que profesa la misma fe,  porque el cristianismo es una religión que nació y se expandió en confrontación abierta con el poder y los valores militares, porque utiliza la figura de San Jorge, un santo oriental y de origen campesino que se ve, sin más, inmerso en una serie de quehaceres bélicos, y porque San Jorge es un santo íntimamente vinculado a la nobleza feudal, mientras que esta iniciativa parte de un monarca profundamente autoritario que sostuvo frecuentes conflictos con esa misma nobleza.

Sin formularlos expresamente, un artículo de Mario Lafuente Gomez, profesor ayudante de la universidad de Zaragoza, titulado Devoción y patronazgo en torno al combate en la Corona de Aragón: las conmemoraciones a San Jorge de 1356 (Aragón en la Edad Media, XX, 2008, pp. 427-444), viene a dar respuesta a varios de estos interrogantes con un planteamiento claro y sugerente.

La llamada 'Guerra de los Dos Pedros' supuso un reto muy importante para la Corona de Aragón, dada su desventaja demográfica, territorial y económica respecto a Castilla. En particular, el reino de Valencia resultaba muy vulnerable a las incursiones. No resulta, pues, extraño que el rey Ceremonioso -llamado así por su tendencia a realzar el prestigio y la autoridad de la monarquía- apelase a todos los recursos para movilizar los diferentes reinos de una estructura institucionalmente compleja.

La religión, como fuerza ideológica dominante, constituía una de estas bazas, pero difícilmente podía alzarse el estandarte de Cristo frente a otro señor cristiano, utilizando además para ello a la propia iglesia como institución, ya que era a los obispos a quienes se ordenaba y encomendaba la realización de estas misas conmemorativas. Es en este punto cuando la advocación a San Jorge cobra una importancia crucial. La santidad, como modelo de vida, y la figura del santo como intercesora ante la divinidad, aunque tenga orígenes paganos -sobre todo celtas- muy alejados de la cultura judaica y el Nuevo Testamento, han resultado, como las diferentes advocaciones del culto a María, de gran utilidad al cristianismo, ya que favorecen la diversidad dentro de la unidad, la adaptación particular de una creencia rígidamente monoteísta a las circunstancias propias de cada comunidad, lugar y momento histórico. San Jorge, cuya mención aparece ligada a la parte oriental del Imperio, y cuyo nombre hace referencia a unos supuestos orígenes campesinos, fue relacionado, como señala el autor, con una biografía que lo transformó en militar y mártir, ejemplo para quienes servían en las legiones de los emperadores paganos.

Para el cristianismo fue muy importante el trayecto que le permitió insertarse de forma completa en la 'cultura de la guerra' romana. Se necesitaron "siglos de transferencias ideológicas con no pocas controversias entre una élite del poder cada vez más cristianizada y una Iglesia cada vez más poderosa. (...) La creación de modelos de santidad según las características propias del combatiente constituye un fenómeno importante dentro de este proceso."

A partir del s. III empezamos a encontrar testimonios de combatientes cristianos, junto a las primeras reflexiones y polémicas en torno a la compatibilidad entre la doctrina evangélica y la participación activa en la guerra. Mario Lafuente precisa -y considero que se trata de un punto importante por sus consecuencias doctrinales- que "el núcleo del debate no era, en ningún caso, la conveniencia o no de la guerra misma, sino la participación en ella de los fieles de Cristo.". Mientras que algunos Padres de la Iglesia consideraban que la participación de los cristianos en el ejército iba en contra de la pacífica aceptación de la voluntad de Dios y las enseñanzas de Cristo, otros tan sólo se oponían en tanto el ejército servía a señores paganos y era centro activo de determinados cultos inaceptables para un cristiano, como el de Mitra.

El debate se hizo más urgente, pero también más limitado, tras el acceso al poder de Constantino y la cristianización del Imperio. Pero, y esto también es un tema interesante señalado por el autor, la aceptación de la violencia institucional por los cristianos no se trató de un proceso lineal, ya que las invasiones bárbaras "favorecieron el desarrollo de una conciencia negativa de la guerra"  además de un monopolio del ejército -también el romano- por grupos extranjeros, algunos de creencia arriana, "en consecuencia, los fieles comenzaron a distanciarse de las armas y acabaron relegando su deber en la defensa a la oración y la fe en Cristo."

Pero la estrecha relación posterior entre nobleza, fuerza armada e iglesia terminó por revertir los términos. San Agustín ya presentó la guerra como algo necesario para el mantenimiento del orden, lo que "proporcionaba al Imperio cristiano la autoridad moral para usar la fuerza frente a sus enemigos". Como ya señaló en su momento André Corvisier, ninguna otra época como la edad media se ha preguntado por los problemas de la guerra justa. La doctrina escolástica sobre la guerra nace en la primera mitad del s. XII con el redescubrimiento del derecho romano y la publicación de las Decretales de Graciano (hacia 1140). Santo Tomás de Aquino se esfuerza en distinguir la guerra de otras formas de violencia. Restringe la guerra a la lucha contra los enemigos extranjeros, separándolas de las riñas (entre individuos) y las sediciones (dentro  del propio grupo). Acepta el empleo de la fuerza para hacer respetar la autoridad. La agresión, o una amenaza temible, pueden justificar la guerra, incluso sentirse rodeado por potencias hostiles, como razonaban los Valois. Cuando el motivo es la religión, la noción de guerra lícita puede llevar a la de guerra santa  Además del Islam, la noción de guerra santa es admitida por el cristianismo, cuando a partir del s. IX, el Papado debe defenderse de sus vecinos. Estas elaboraciones constituyen la otra cara de la aceptación de la violencia, que también remarca Ch. Tyerman:  "..aunque la iglesia hubiera encontrado un espacio para la guerra... los eclesiásticos de los siglos X y XI se esforzaron por ejercer control y dirigirla, desde el terreno legislativo y práctico a un tiempo." San Bernardo de Claraval terminó por justificar como guerra santa no sólo la lucha contra el peligro musulmán, sino el necesario genocidio de los pueblos paganos del Báltico que se negaban a someterse a la expansión de la cultura feudal. Salvo en Irlanda, en todos los territorios europeos el cristianismo terminó imponiéndose por una presión desde el poder o mediante la conquista violenta.

En la Península Ibérica, con una cristiandad tan marcada por la lucha contra el Islam, la justificación de la violencia resultaba un elemento común a los diferentes territorios cristianos. Pero, a partir del siglo XIII, junto con la 'humanización' de las prácticas religiosas, propias del gótico, surge también un empleo más abiertamente 'laico' del pensamiento religioso, adaptado a las nuevas realidades urbanas, universitarias y políticas. La recuperación de la autoridad monárquica va de la mano del control del clero, del uso del cristianismo como justificación ideológica de esta primacía real y de la difusión de nuevas advocaciones. Los primeros relatos que nos hablan de San Jorge recogen elementos claramente orientales (iranios y judíos) que chocan incluso con el pensamiento grecorromano, por lo que fue necesario ir reelaborando la leyenda. Las versiones griegas de su martirio acabaron siendo aceptadas por la iglesia -que había rechazado como apócrifas las narraciones anteriores- y Georgicus se convirtió en Jorge, nacido en una familia cristiana, quien ingresó en el ejército tras el martirio de su padre. Al desatarse las persecuciones de Diocleciano en el 303, distribuyó sus bienes entre los pobres, se negó a realizar los sacrificios prescritos por el emperador y sufrió por ello tortura y muerte. Así llegó a establecerse en la plena edad media la vinculación entre San Jorge y la nueva caballería cristiana, dada su condición de militar y campeón de la nueva fe. Enraizó plenamente entre los nobles de dos reinos que presentaban más de una coincidencia cultural e institucional: Aragón e Inglaterra. No se conoce muy bien la génesis de la devoción en la nobleza aragonesa, pero no resulta extraño si consideramos que las relaciones con Castilla y Francia eran casi siempre problemáticas, por lo que los santos tutelares de su nobleza resultaban menos aceptables. San Jorge gozó en el reino de Aragón de una fama similar a Santiago en Castilla, y se le hizo protagonista de parecidos hechos de armas, como su aparición milagrosa en la batalla de Alcoraz, previa a la toma de Huesca.

Pero el autor del artículo remarca que esta expansión del culto a San Jorge no es una mera opción de la nobleza, sino una operación monárquica, visible en la dedicación al mártir de una capilla en el palacio real de la Aljafería, en Zaragoza o la declaración como festivo de su dia, el 23 de abril.  Esta difusión fue especialmente intensa en el s. XIV, pero la vinculación entre la nueva espiritualidad cristiana feudal y las monarquías de los grandes estados occidentales queda bien trabada desde el s. XIII. Aunque las misas por San Jorge ya aparecen en el siglo VI en el calendario romano, la orden real modifica la liturgia para pedir la victoria en la guerra, tal como dios se la había concedido al santo. También ordenó cambios en las lecturas, incluyendo de paso una del Eclesiastés contra la ambición de los ricos, donde se recomienda que se conformen con lo que ya tienen sin desear más, muy propio de un momento en que se esperaban fuertes incrementos de la presión fiscal.

En esta 'reconstrucción' de la fe cristiana fueron diversas élites, sucesivas o contemporáneas, e incluso en ocasiones enfrentadas entre sí, las que intervinieron de manera decisiva. Lo que había empezado siendo un empleo del contenido religioso para justificar el enfrentamiento contra pueblos que profesaran otras creencias terminó por una integración del mensaje evangélico en el discurso y la lógica del poder "para reforzarlo y potenciarlo sustancialmente [...] Los esfuerzos de la monarquía por consolidar su legitimidad, en toda Europa, tuvieron como una de sus manifestaciones fundamentales la adopción de devociones, que acabarían adscritas a cada corona y, en consecuencia, a cada territorio." Servirían, pues, de base y justificación a los enfrentamientos entre cristianos que podían reclamar cada uno para si la guía espiritual de su santo protector obviando la referencia al dios común, bajo el liderazgo de la monarquía imperante en cada reino.

1 comentario:

  1. Interesante este artículo. Es curioso que F. de Vitoria, para su famosa justificación de la conquista de América, cita en ocasiones a San Agustin y a las Decretales de Graciano en el sentido que aquí se comentan.

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