Lo único que aprendemos de la historia es que no aprendemos de la historia (Hegel)

miércoles, 28 de septiembre de 2011

¿Fue el liberalismo motor de progreso social?

El agravamiento de la crisis económica iniciada en el 2007, en un contexto de globalización y liberalización de los mercados económicos, ha potenciado el debate sobre la virtud del capitalismo para generar progreso, su capacidad o incapacidad para redistribuir los beneficios que se derivan, y la manera en que se reparten los inevitables costes que el mantenimiento de toda esa actividad conlleva. No es la primera vez que sucede, y los análisis -y profecías- sobre la capacidad del sistema para sobrevivir y para elevar el nivel de vida de la población vienen sucedièndose desde el triunfo del liberalismo, como opción política, y del capitalismo, como sistema económico. Expertos en economía, políticos, sociólogos y ensayistas de toda clase han hecho sus aportaciones, pero me ha parecido particularmente interesante, por la especificidad de su enfoque histórico, la que se expone en el libro de Manuel Santirso -profesor de la Universidad Autónoma de Barcelona- Progreso y libertad. España en la Europa liberal (1830-1870). (Barcelona: Ariel, 2008). En el eterno debate, al que deberemos volver en otras entradas, sobre el encaje de la economía y la política españolas en las revoluciones industrial y liberal del siglo XIX europeo, Santirso ofrece una perspectiva innovadora, que además esclarece de manera notable hasta qué punto podemos considerar al capitalismo y el liberalismo como responsables del progreso europeo durante aquella centuria o, al menos, de qué progreso estamos hablando cuando nos referimos a ello.



      Porque de los numerosos datos aportados por Manuel Santirso se deduce una realidad sorprendente. No es que el liberalismo español fuera incapaz de impulsar una revolución industrial equiparable a la europea, o que en España se produjeran fenómenos cualitativamente diferentes a los que ocurrían más al norte. Lo importante es que el liberalismo europeo mostró con demasiada frecuencia numerosas dificultades para construir estructuras políticas que respondieran a los modelos constitucionales clásicos y que funcionaran con la nitidez y regularidad que se esperaba de ellas, al mismo tiempo que la revolución industrial impulsada por el capitalismo generaba en toda Europa formas de progreso material que estaban lejos de enriquecer al conjunto de la sociedad.
       Es cierto que el liberalismo español llegó tarde en relación a algunos estados europeos, pero precedió a otros, los situados más al este. El problema de la revolución liberal española es que no supuso una ventaja cualitativa, porque para cuando se instauró, a partir de 1833, los principales estados occidentales ya habían hecho sus respectivas revoluciones políticas y habían avanzando mucho en la revolución industrial. La instauración de liberalismo no constituyó, pues, una ventaja en si misma por lo que hace a la competencia con los países del entorno. Se ha achacado a las instituciones, partidos y protagonistas del liberalismo español decimonónico una notoria incapacidad para afirmar con solidez el funcionamiento del estado. Es frecuente alegar que los gobiernos se sucedían con rapidez vertiginosa y que los ministros apenas podían disponer de tiempo para desarrollar cualquier labor eficaz. Manuel Santirso demuestra,con datos incontestables, que esta situación puede extrapolarse a gran parte del liberalismo coetáneo en casi toda Europa. Así, Bélgica, Francia, Italia y otros muchos países 'gozaron' de una constante alternancia de sus dirigentes políticos, comparable o superior a la española. La mayor solidez de partidos y coaliciones a partir del siglo XX, o el ejemplo clásico del bipartidismo británico, han ocultado a menudo que durante muchos decenios liberalismo no fue sinónimo de gobierno estable.
      Si el sistema constitucional no ofrecía la eficacia institucional que pregonaba, por lo menos parece indudable que en el campo económico la prosperidad derivada de la revolución industrial colocó Europa a la cabeza del mundo. Y así fue por lo que hace al poder tecnológico y militar, y a la formación de capitales a una escala mayor de todo lo conocido hasta entonces. Pero Santirso también revela que el atraso y desamparo que sufrían grandes masas de población española condenadas a la pobreza no era un caso único en el continente. La revolución industrial y la expansión urbana no sólo no sirvieron para redistribuir la riqueza generada, sino que la concentraron en capas sociales muy estrechas. La misma idea de progreso tan loada por el positivismo se viene abajo ante muchas de las cifras aportadas en el libro. Al comenzar la segunda mitad del siglo XIX, cuando el nuevo modelo industrial ya se había expandido y dado sus mejores frutos, la esperanza de vida disminuía,  la mortalidad infantil era superior en prácticamente todos los estados a la de cincuenta años antes, y la estatura media de la población había menguado tanto en la parte occidental como en la oriental de Europa, circunstancias que sólo pueden achacarse a un incremento de la miseria y de la insalubridad en los núcleos urbanos.
       Esa misma segunda mitad del siglo fue también testigo de una nueva transformación económica de carácter fundamental: la 'segunda revolución' en la industria europea. Esta nueva revolución diversificaba los sectores, incrementaba el margen de beneficio, impulsaba el avance tecnológico y demandaba nuevas estructuras y un empleo diferente de la mano de obra. En adelante, serán los mecánicos, trabajadores del sector químico, electricistas, etc. quienes satisfagan las necesidades más acuciantes del mercado. Y es aquí donde aparecen nuevas diferencias entre unos y otros estados capitalistas europeos. Las ventajas competititvas no serán ya cronológicas o vinculadas a las materias primas, como el carbón, sino que dependerán del grado de formación de la mano de obra, que ahora se revela decisivo. Las sociedades (sobre todo los países escandinavos, Alemania, Suiza...) que habían invertido en su capital humano mediante una alfabetización generalizada y unas instituciones educativas superiores de calidad se encontraron en posición de desarrollar a fondo los nuevos ámbitos. Otras, como España o Italia, donde la indigencia escolar resultaba proverbial, se vieron condenados a jugar en otra liga, la que recordaba aún los tímidos avances de la primera industria.
      Por ello considera Santirso que los experimentos democratizadores radicalmente liberales, del último tercio de siglo, como la Primera República, estaban condenados al fracaso. Sencillamente porque en el avance por la vía del progreso, sobrepasar a los demás en liberalismo no era suficiente para superar el resto de los handicaps que se arrastraban desde mucho tiempo antes. Podríamos referirnos, aunque no lo hace el libro, a otras situaciones políticas españolas del siglo XX, donde se manifestaron las mismas aspiraciones y el mismo peso de los condicionantes.
     Todo este panorama explica que esa Europa que había sobrepasado en tecnología y riqueza al resto del mundo se convirtiera en un exportador neto de emigrantes; la revolución industrial no era capaz ni siquiera de asegurar  una supervivencia digna a la gran mayoría de los jóvenes europeos, muchos de los cuales, por millones, se vieron obligados a dirigirse hacia América o hacia las nuevas colonias que se iban constituyendo gracias a la fuerza de las armas. Y este proceso de emigración fue mucho más intenso, y más prolongado, en países como España, Italia o Portugal que habían quedado rezagados.
      Tan sólo las nuevas circunstancias políticas y económicas del siglo XX lograrán ir transformando la sociedad europea, cuando las fuerzas del 'mercado' se vean contrapesadas por modelos políticos que ya no son el mero liberalismo constitucional nacido con la Revolución Francesa.
       En resumen, un libro muy interesante -y con muchas otras aportaciones- para reflexionar sobre lo que ha ocurrido en el mundo durante las tres últimas centurias, y lo que puede suceder ahora que el siglo XXI parece encaminarse por la senda del XIX más que por la del XX.

1 comentario:

  1. Tomo nota del libro, porque tema y época me interesan. Siempre he tenido por cierto que el capitalismo es un sistema excelente para producir riqueza (y destruir algunas cosas) pero pésimo para distribuirla, a no ser que el Estado lo corrija. Hay muchos que no creen esto sea así... doctores tiene la Santa Madre Iglesia.

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