Un analista encabezaba hace unos días su artículo, publicado en diarios de gran tirada, con la frase "Europa hierve en el desconcierto". La crisis financiera que se arrastra desde 2007 no encuentra una luz al final del túnel, y los partidos tradicionales empiezan a ser sustituidos por ejecutivos tecnocráticos -los mismos 'expertos' que nos han conducido hacia la crisis- mientras la creciente marea de ultraderecha va infiltrando sus hombres en los ministerios de diversos países, sea en gobiernos de coalición -como en el caso de Dinamarca-, con el apoyo de los nuevos primeros ministros 'tecnicos' -como en Grecia-, o formando parte de la base social y los cuadros de partidos democráticos conservadores -como en España, donde el voto sociológicamente 'ultra' del Partido Popular ha crecido un 70% en los últimos cuatro años-. Mientras tanto, en América, la creciente estabilidad económica no se ve acompañada siempre por la estabilidad política, y la erosión del estado democrático y de sus funciones cotidianas -debido a la corrupción y la delincuencia- puede socavar derechos fundamentales de las personas con tanta o más fuerza que las dictaduras autoritarias.
En este contexto, el estudio del periodo de entreguerras (1919-1939) constituye algo más que un ejercicio académico, y alimenta la reflexión que cabe hacer cuando las bases mínimas de la organización política, tal como hasta ahora se entendía en los países socialmente más desarrollados, son puestas en entredicho. Siempre existe el riesgo de que los soportes tradicionales se hundan, y también que del fracaso de los sistemas establecidos no surja algo mejor. Reflexiones de este tipo -no necesariamente pesimistas- me han llevado a rescatar un viejo artículo de Pedro C. González Cuevas, profesor de Ciencias Políticas, un buen ejemplo él mismo de supuesto activista liberal cada vez más inclinado al conservadurismo de 'ala dura', donde se analizaban precisamente los coqueteos de Salvador de Madariaga -en el pasado un referente del liberalismo español antifranquista- con los conceptos fascistas del 'nuevo estado' y la 'democracia orgánica'. Salvador de Madariaga y la democracia orgánica (Historia 16, nº 127 (1986), pp. 27-31). Después de conservarla durante veinticinco años, considero esta aportación de más actualidad que nunca.
La formación y la trayectoria de Salvador de Madariaga, educado en Francia e Inglaterra, funcionario destacado de la Sociedad de Naciones, experto en desarme, embajador y ministro de la II República española, ingeniero, ensayista e historiador, profesor de literatura en Oxford y, más tarde, incansable movilizador de la derecha antifranquista y del movimiento europeo, lo encauzaban necesariamente hacia la acción política de signo demoliberal, en la mejor tradición parlamentaria del siglo XIX. Pero Madariaga se vió fuertemente sacudido por las tensiones extremistas que afectaron a la opinión pública europea tras la Primera Guerra Mundial. Como tantos otros burgueses, el temor a la acción política de las masas populares, a quienes consideraba altamente susceptibles de sucumbir al populismo y la demagogia, le llevaron a renegar de la democracia en el preciso momento en que España se transformaba, tras muchos años de espera, en una de ellas. Los movimientos revolucionarios -rápidamente abortados- de los primeros años de la República ampliaron su temor y le acercaron abiertamente hacia posicionamientos parafascistas, que quedarían plasmados en su obra Anarquía o jerarquía. Según señala el autor del artículo, consta que Franco, con quien se entrevistó y a quien envió un ejemplar, loó personalmente "la inteligencia concreta y exacta" de Madariaga y que fue obra de cabecera de Ramón Serrano Súñer, organizador del primer estado franquista.
Aunque Madariaga no se recataría en alabar a Mussolini, señalando -sorprendentemente- que "los ensayos de constitución corporativa del Estado que, con circunspección y perseverancia admirables, viene haciendo el Duce, merecen la atención más sostenida de los verdaderos demócratas", la defensa del corporativismo y de una 'democracia orgánica' no era un patrimonio del fascismo en la tradición política española, De hecho (y el artículo deberia haberlo reseñado) ya el carlismo, los nacionalismos catalán y vasco de derechas, y el conservadurismo católico en general, habían desarrollado estas mismas ideas, como garantía de control social frente a la concepción igualitarista del ciudadano impulsada por la Revolución Francesa. La novedad es que, ahora, un liberal doctrinario hacía suyas estas propuestas como defensa de la burguesía en su conjunto frente a las nuevas fuerzas de la izquierda, encarnando así la deriva que había llevado a muchos propietarios agrícolas, empresarios industriales y comerciales, funcionarios y clase media en su conjunto, a defender concepciones autoritarias y antidemocráticas del estado.
Porque Madariaga no sólo deseaba poner límite a la capacidad de voto de las clases populares. Afirmando, con suma indulgencia, que la burguesía era "una clase inocente de los males del capitalismo", proclamaba el indudable derecho de ésta a defenderse, y cargaba lo mismo contra el marxismo y los sindicatos, que contra el sufragio femenino, la actuación de los partidos -que deseaba reducir al mínimo posible- o el voto individual, proclamandolo, en voz bien alta, en la mismísima Sorbona y ante los expertos dedicados al estudio de la Revolución Francesa. Nada quedaba en sus teorías del estado constitucional y liberal del siglo XIX, y casi todo permitía identificarlo con los nacientes estados totalitarios o autoritarios, hasta el punto de que, como recuerda el profesor González Cuevas, el futuro ministro y teórico del régimen de Franco, Gonzalo Fernández de la Mora criticará su postura de oposición y su liderazgo en el democrático Movimiento Europeo reunido en Munich en 1962, por "inconsecuente" ya que la mejor plasmación de las ideas defendidas por Anarquía y jerarquía era la legislación fundamental del régimen de Franco.
No solo la política gubernamental debía ser regida con criterios autoritarios, sino que todo el edificio del estado debía partir de unos criterios basados en la representación indirecta, de carácter discutiblemente democrático. "El primer paso para la instauración de dicho sistema sería la restricción de la ciudadanía y su concesión como dignidad a quienes se mostrasen a la vez deseosos y dignos de ello (...) Las principales instituciones del Estado político son los Ayuntamientos, cuyos representantes serán elegidos -y en ello insiste denondadamente el autor- no por sufragio universal, sino por ciudadanos que hayan acreditado una capacitación mental y moral suficientes -eufemismo que encubría el escamoteo del sufragio para las clases populares-, las diputaciones regionales, designadas por los concejales; el Parlamento, nombrado por los Diputados regionales, y el gobierno, elegido por el Parlamento...".
También la dirección económica del país sería objeto de una estructuración semejante, basada en "corporaciones de propiedad mixta -estatal y privada-, que engloban a las industrias de interés nacional y, por otra, las de propiedad privada... En sus consejos participarían tres órdenes, el de los obreros manuales, el de los administrativos y el de los técnicos -nadie como el ingeniero Madariaga había conferido un papel propio y tan destacado a los mandos técnicos de empresa- (...) El Consejo Económico Nacional, de nueve miembros, sería elegido por el Gobierno a partir de la terna que le presente el Consejo Corporativo Nacional." La matriz burguesa de todo su pensamiento se muestra en que incluso los fascistas, en su demagogia anticapitalista, defendían la necesidad de nacionalizar los sectores estratégicos de la economía, mientras que Madariaga sigue considerando necesario que este control no excluya en tales sectores, como mínimo, la gestión privada y la participación del empresariado.
No se trata ahora de encausar a Madariaga como falso liberal. Los juicios históricos a posteriori son fáciles y no suelen conducir a nada útil. Deberíamos más bien fijarnos en los motores de su reflexión. La renuncia al liberalismo, como en el caso de tantos otros, no parte tanto del peligro revolucionario como de su miedo al mismo. Como se demostró luego, la democracia, el liberalismo y, sobre todo, el sistema capitalista, poseían aún fuertes bazas que jugar en la partida, pero el temor al fracaso empujó a muchos miembros de las clases medias y altas -también de sectores populares- a traicionar lo que siempre habían defendido. En este caso no sirve decir que Madariaga temía el radicalismo y el extremismo demagógico en general, porque se entregaba con gusto a uno de tales extremos con tal de oponerse al otro. La ausencia de autocrítica, de comprensión exacta del papel que jugaba su propia clase social y de las opciones que tomaba, no querer asumir que la suya era también una forma de 'lucha de clases', le condujeron inexorablemente a la contradicción consigo mismo, y a defender lo que se supone combatió toda su vida. No puede haber mayor tragedia -y mayor fracaso- en un intelectual.
Analizar y criticar lo propio -y las propias opiniones políticas-, sostener los valores humanistas más universales y reafirmarse en nuestros mejores principios cuando azotan tiempos tormentosos, suele constituir una más eficaz vacuna contra el error que la huída por caminos paralelos o la elaboración fantasiosa de 'terceras vías' que pocas veces demuestran ser tan 'nuevas' como se pretende. Una lástima que el autor no parezca haber extraído también la lección que contiene su excelente artículo, puesto que, a fuer de liberal, anda ahora repartiendo certificados berlusconianos de democracia entre historiadores y politólogos, de los que quedan excluídos todos aquellos que no compartan su maximalismo. La confusa posición de Salvador de Madariaga demuestra que la libertad, y la defensa de la democracia, deben encarnarse en los valores más que en las personas. Nadie debería ser mitificado ni excluído por ello.
En este contexto, el estudio del periodo de entreguerras (1919-1939) constituye algo más que un ejercicio académico, y alimenta la reflexión que cabe hacer cuando las bases mínimas de la organización política, tal como hasta ahora se entendía en los países socialmente más desarrollados, son puestas en entredicho. Siempre existe el riesgo de que los soportes tradicionales se hundan, y también que del fracaso de los sistemas establecidos no surja algo mejor. Reflexiones de este tipo -no necesariamente pesimistas- me han llevado a rescatar un viejo artículo de Pedro C. González Cuevas, profesor de Ciencias Políticas, un buen ejemplo él mismo de supuesto activista liberal cada vez más inclinado al conservadurismo de 'ala dura', donde se analizaban precisamente los coqueteos de Salvador de Madariaga -en el pasado un referente del liberalismo español antifranquista- con los conceptos fascistas del 'nuevo estado' y la 'democracia orgánica'. Salvador de Madariaga y la democracia orgánica (Historia 16, nº 127 (1986), pp. 27-31). Después de conservarla durante veinticinco años, considero esta aportación de más actualidad que nunca.
La formación y la trayectoria de Salvador de Madariaga, educado en Francia e Inglaterra, funcionario destacado de la Sociedad de Naciones, experto en desarme, embajador y ministro de la II República española, ingeniero, ensayista e historiador, profesor de literatura en Oxford y, más tarde, incansable movilizador de la derecha antifranquista y del movimiento europeo, lo encauzaban necesariamente hacia la acción política de signo demoliberal, en la mejor tradición parlamentaria del siglo XIX. Pero Madariaga se vió fuertemente sacudido por las tensiones extremistas que afectaron a la opinión pública europea tras la Primera Guerra Mundial. Como tantos otros burgueses, el temor a la acción política de las masas populares, a quienes consideraba altamente susceptibles de sucumbir al populismo y la demagogia, le llevaron a renegar de la democracia en el preciso momento en que España se transformaba, tras muchos años de espera, en una de ellas. Los movimientos revolucionarios -rápidamente abortados- de los primeros años de la República ampliaron su temor y le acercaron abiertamente hacia posicionamientos parafascistas, que quedarían plasmados en su obra Anarquía o jerarquía. Según señala el autor del artículo, consta que Franco, con quien se entrevistó y a quien envió un ejemplar, loó personalmente "la inteligencia concreta y exacta" de Madariaga y que fue obra de cabecera de Ramón Serrano Súñer, organizador del primer estado franquista.
Aunque Madariaga no se recataría en alabar a Mussolini, señalando -sorprendentemente- que "los ensayos de constitución corporativa del Estado que, con circunspección y perseverancia admirables, viene haciendo el Duce, merecen la atención más sostenida de los verdaderos demócratas", la defensa del corporativismo y de una 'democracia orgánica' no era un patrimonio del fascismo en la tradición política española, De hecho (y el artículo deberia haberlo reseñado) ya el carlismo, los nacionalismos catalán y vasco de derechas, y el conservadurismo católico en general, habían desarrollado estas mismas ideas, como garantía de control social frente a la concepción igualitarista del ciudadano impulsada por la Revolución Francesa. La novedad es que, ahora, un liberal doctrinario hacía suyas estas propuestas como defensa de la burguesía en su conjunto frente a las nuevas fuerzas de la izquierda, encarnando así la deriva que había llevado a muchos propietarios agrícolas, empresarios industriales y comerciales, funcionarios y clase media en su conjunto, a defender concepciones autoritarias y antidemocráticas del estado.
Porque Madariaga no sólo deseaba poner límite a la capacidad de voto de las clases populares. Afirmando, con suma indulgencia, que la burguesía era "una clase inocente de los males del capitalismo", proclamaba el indudable derecho de ésta a defenderse, y cargaba lo mismo contra el marxismo y los sindicatos, que contra el sufragio femenino, la actuación de los partidos -que deseaba reducir al mínimo posible- o el voto individual, proclamandolo, en voz bien alta, en la mismísima Sorbona y ante los expertos dedicados al estudio de la Revolución Francesa. Nada quedaba en sus teorías del estado constitucional y liberal del siglo XIX, y casi todo permitía identificarlo con los nacientes estados totalitarios o autoritarios, hasta el punto de que, como recuerda el profesor González Cuevas, el futuro ministro y teórico del régimen de Franco, Gonzalo Fernández de la Mora criticará su postura de oposición y su liderazgo en el democrático Movimiento Europeo reunido en Munich en 1962, por "inconsecuente" ya que la mejor plasmación de las ideas defendidas por Anarquía y jerarquía era la legislación fundamental del régimen de Franco.
No solo la política gubernamental debía ser regida con criterios autoritarios, sino que todo el edificio del estado debía partir de unos criterios basados en la representación indirecta, de carácter discutiblemente democrático. "El primer paso para la instauración de dicho sistema sería la restricción de la ciudadanía y su concesión como dignidad a quienes se mostrasen a la vez deseosos y dignos de ello (...) Las principales instituciones del Estado político son los Ayuntamientos, cuyos representantes serán elegidos -y en ello insiste denondadamente el autor- no por sufragio universal, sino por ciudadanos que hayan acreditado una capacitación mental y moral suficientes -eufemismo que encubría el escamoteo del sufragio para las clases populares-, las diputaciones regionales, designadas por los concejales; el Parlamento, nombrado por los Diputados regionales, y el gobierno, elegido por el Parlamento...".
También la dirección económica del país sería objeto de una estructuración semejante, basada en "corporaciones de propiedad mixta -estatal y privada-, que engloban a las industrias de interés nacional y, por otra, las de propiedad privada... En sus consejos participarían tres órdenes, el de los obreros manuales, el de los administrativos y el de los técnicos -nadie como el ingeniero Madariaga había conferido un papel propio y tan destacado a los mandos técnicos de empresa- (...) El Consejo Económico Nacional, de nueve miembros, sería elegido por el Gobierno a partir de la terna que le presente el Consejo Corporativo Nacional." La matriz burguesa de todo su pensamiento se muestra en que incluso los fascistas, en su demagogia anticapitalista, defendían la necesidad de nacionalizar los sectores estratégicos de la economía, mientras que Madariaga sigue considerando necesario que este control no excluya en tales sectores, como mínimo, la gestión privada y la participación del empresariado.
No se trata ahora de encausar a Madariaga como falso liberal. Los juicios históricos a posteriori son fáciles y no suelen conducir a nada útil. Deberíamos más bien fijarnos en los motores de su reflexión. La renuncia al liberalismo, como en el caso de tantos otros, no parte tanto del peligro revolucionario como de su miedo al mismo. Como se demostró luego, la democracia, el liberalismo y, sobre todo, el sistema capitalista, poseían aún fuertes bazas que jugar en la partida, pero el temor al fracaso empujó a muchos miembros de las clases medias y altas -también de sectores populares- a traicionar lo que siempre habían defendido. En este caso no sirve decir que Madariaga temía el radicalismo y el extremismo demagógico en general, porque se entregaba con gusto a uno de tales extremos con tal de oponerse al otro. La ausencia de autocrítica, de comprensión exacta del papel que jugaba su propia clase social y de las opciones que tomaba, no querer asumir que la suya era también una forma de 'lucha de clases', le condujeron inexorablemente a la contradicción consigo mismo, y a defender lo que se supone combatió toda su vida. No puede haber mayor tragedia -y mayor fracaso- en un intelectual.
Analizar y criticar lo propio -y las propias opiniones políticas-, sostener los valores humanistas más universales y reafirmarse en nuestros mejores principios cuando azotan tiempos tormentosos, suele constituir una más eficaz vacuna contra el error que la huída por caminos paralelos o la elaboración fantasiosa de 'terceras vías' que pocas veces demuestran ser tan 'nuevas' como se pretende. Una lástima que el autor no parezca haber extraído también la lección que contiene su excelente artículo, puesto que, a fuer de liberal, anda ahora repartiendo certificados berlusconianos de democracia entre historiadores y politólogos, de los que quedan excluídos todos aquellos que no compartan su maximalismo. La confusa posición de Salvador de Madariaga demuestra que la libertad, y la defensa de la democracia, deben encarnarse en los valores más que en las personas. Nadie debería ser mitificado ni excluído por ello.
Gracias por recordarme el número de Historia 16 en el que yo había leído hace tiempo un artículo sonde S. de Madariaga defiende un régimen filofascista, pues estoy cansado de que se le relacione con el liberalismo y la democracia cuando su ideario político se fue acomodando según las circunstancias. Incluso pasa por ser uno de los inspiradores de la política exterior de la II República, cosa que me propongo comprobar, porque de ser cierto su éxito fue más bien nulo. Un saludo.
ResponderEliminarTe recomiendo "España y las grandes potencias en el siglo XX", de Sebastian Balfour y Paul Preston (Barcelona: Crítica, 2002). Se menciona diversas veces el papel de Madariaga, no siempre para bien.
ResponderEliminarUn saludo.
Ya lo he leído -de un tirón- y ha sido esclarecedor, pues de las relaciones exteriores de España, durante los siglos XIX XX, tenemos poca idea (salvo logicamente los especialistas). No se suelen abordar estos temas en las Facultades ni en los Seminarios. Hasta tal punto me he interesado por algo de lo que tengo poquísima formación que me dispongo a empezar con "La República asediada" de Preston y Moradiello. Gracias.
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