Son escasos los momentos en que cambiar el curso de la historia, abrir las puertas a la utopía y partir casi de cero parece posible. Y aún son más escasas las circunstancias en que se lo parece a casi todo el mundo. La conferencia de paz de Paris en 1919 fue uno de esos acontecimientos privilegiados. Europa, la rica, culta y poderosa Europa, que durante el siglo XIX había dominado el mundo, acababa de desgarrarse y desangrarse por querellas y motivos que, desde la distancia -física o temporal-, parecen ridículos. Una generación entera de grandes políticos y avezados diplomáticos no había sabido prevenir la catástrofe. Pero la victoria de los Aliados, la Revolución Rusa, y, particularmente, la entrada en guerra de Estados Unidos, a tambor batiente, con la promesa de erigir un nuevo sistema internacional que renunciara a la diplomacia secreta y abriera las puertas a la autodeterminación y la democracia, desataron miles de aspiraciones, y el deseo de que todo fuera nuevo tras la "guerra que había de poner fin a todas las guerras". Los sueños pronto se darían de bruces contra una realidad extremadamente compleja, contra la diversidad de ambiciones y pareceres, y contra los viejos fantasmas del imperialismo, el nacionalismo y la religión. Todo esto es lo que explica, con un brío narrativo destacable la profesora Margaret Macmillan en París, 1919. Seis meses que cambiaron el mundo (Barcelona: Tusquets, 2011; edic. orig. 2001). Ha pasado prácticamente un siglo, pero en sus páginas podemos hallar claves para entender realidades y problemas (Irak, Siria, Kurdistán, Rusia, Líbano, China, Serbia, Grecia, Palestina, Turquía, las relaciones intraeuropeas...) que siguen resonando con plena actualidad.
Nunca ha habido una concentración tan grande de poder convocada para sentar las bases de un nuevo mundo. Si en Yalta se reunieron 'los tres grandes', aqui eran todas las potencias existentes -salvo los perdedores de la guerra- y muchos países pequeños y medianos, los que se sentían llamados a construir un orden que evitara nuevas catástrofes. Pero despertar todas las ilusiones trajo como corolario la necesidad de enfrentarse a todos los problemas y reclamaciones, con un alcance prácticamente universal. Lo que debía ser una conferencia de paz para acabar con una terrible guerra se convirtió en una ardua discusión para poner en marcha la Sociedad de Naciones, adoptar una política común frente a la Rusia soviética, hacer frente a la expansión de las ideas revolucionarias, abastecer a millones de personas amenazadas por el hambre en Europa, decidir sobre la navegación fluvial y los transportes internacionales, dar vida a los estados surgidos de la descomposición de los grandes imperios y establecer los límites del derecho de autodeterminación, proteger al creciente número de minorías étnicas y religiosas, decidir el destino de las antiguas colonias alemanas, señalar el monto y regular el pago de las indemnizaciones de guerra, establecer una legislación internacional sobre patentes y marcas registradas, castigar los crímenes de guerra, etc., etc., todo ello sin dejar de recibir peticiones para ocuparse también de las primera reivindicaciones de los nacionalistas africanos, el derecho de las mujeres al sufragio, los intereses de los estados neutrales y una miriada de asuntos que se consideraron en aquel momento como 'menores'.
La minuciosa descripción que la profesora Macmillan hace de todos estos temas nos traslada el peso de la responsabilidad que debieron asumir los participantes en esta Conferencia. En particular, dibuja un retrato bien perfilado de los grandes líderes (Wilson, Lloyd George, Clemenceau, Orlando...) que se suma al de sus colaboradores más próximos y al de muchas otras figuras (Faisal de Arabia y su inseparable Lawrence, el griego Venizelos, el rumano Bratianu, el turco Ataturk, los representantes de China o Japón...) también presentes y actuantes. Podemos comprender sus limitaciones como personas, como representantes de sus estados, como intelectuales y políticos, y simpatizar al tiempo con ellos al conocer las enormes presiones a que estuvieron sometidos.
La principal virtud de este trabajo es el enorme cuidado con que se evitan las simplificaciones. Su exposición no deja de ser un resumen de las inacabables sesiones de trabajo que, durante meses, prolongaron los debates de la Conferencia pero, en ningún caso, perdemos de vista la multiplicidad de intereses entrecruzados. No sólo existían profundas diferencias entre vencedores y vencidos, sino que los supuestos Aliados llegaron a París con enfoques y objetivos muy distintos. Además, las discusiones e incluso las querellas dentro de cada delegación estaban a la orden del día, y todos los líderes de las distintas representaciones debían hacer frente a fuerzas internas, la opinión pública y la opinión publicada, las luchas de partido, la terrible crisis económica de la posguerra y las aspiraciones de los grupos de interés o los sectores más extremistas de sus propios estados. Incluso el 'premier' británico debió encabezar una delegación, no del Reino Unido, sino del Imperio británico, donde los grandes dominios (Canadá, Australia, Suráfrica o Nueva Zelanda) tuvieron representación independiente y plantearon exigencias a menudo contradictorias con los intereses de Londres.
Muchas veces se ha querido reducir las intensas diferencias de opinión que se produjeron a un conflicto entre el idealismo de Wilson, la astucia y flexibilidad de Lloyd George, la tozudez y el rencor de Clemenceau y la ambición de Orlando. La autora, en cambio, explora las circunstancias en que se vieron atrapados todos ellos, los condicionamientos que soportaban, los puntos en que se mostraron rígidos y aquellos en que podían ser flexibles, la evolución de sus actitudes y la influencia de unos sobre otros. Surge así un panorama diferente y muy humano, donde los destinos del mundo se hallaban en manos de personas sobrepasadas en su capacidad de controlar los acontecimientos, pero que, semana tras semana, trataban de sacar adelante sus responsabilidades al borde muchas veces del agotamiento.
A través de este libro podemos entender muchas cosas, incluso los errores. Las deudas que se derivan se han venido pagando desde entonces. Con todo, queda la duda de si se podía haber hecho mucho mejor. Pese a lo que casi todos creían, el mundo no estaba realmente en sus manos. Ni tenían los conocimientos necesarios ni los medios para hacer frente a tantas demandas en paralelo. La fuerza militar de las potencias Aliadas fue disminuyendo según avanzaba la conferencia conforme sus ejércitos se iban desmovilizando. Sus finanzas, salvo las de Estados Unidos, estaban prácticamente en bancarrota. Las medidas más deseables, dificilmente eran comprendidas por la opinión pública y la clase política de sus países. La confianza puesta en la democracia y la racionalidad política de una nueva diplomacia se revelarían pronto infundadas.
En la cuestión clave del diktat impuesto a Alemania, el libro nos ayuda a entender el error diplomático de los Aliados en las formas, en cómo se planteó la exigencia de que la nueva república alemana aceptara, sin negociar, las condiciones de paz. Pero también comprendemos que los delegados alemanes -y la opinión pública de su país- habían querido engañarse a si mismos creyendo que, al firmar el armisticio, que los estados agresores quedarían protegidos por los 'Catorce puntos' del presidente Wilson, y no deberían hacer frente a ninguna responsabilidad por lo ocurrido a partir de 1914. Este equívoco fundamental estuvo en la base de unas reivindicaciones acres, en ocasiones poco honestas, que cargaban la exclusividad de la culpa -y todo lo que en Alemania iba mal- sobre las espaldas de los Aliados y, en particular de Francia y Bélgica, los países que más habían padecido durante la contienda.
Como es bien sabido, el idealismo wilsoniano -que a menudo no era tal idealismo- chocó frontalmente con lo que pretendía ser la piedra clave de todo el sistema: el derecho de los pueblos a la autodeterminación. Si para Wilson esto simplemente significaba la capacidad de autogobierno de unas sociedades abiertas a la libertad de opinión y a la democracia, para los viejos y nuevos nacionalismos de Europa, tan solo venía a afirmar el derecho de cada grupo mayoritario a hacerse dueño del territorio en que vívía, asegurar las fronteras contra sus enemigos e imponer su lengua y cultura al resto de los habitantes, cuyos derechos sistemáticamente se ignoraban. Como dijo un asesor estadounidense que participaba en la Conferencia, "las 'naciones sumergidas' están aflorando a la superficie y en cuanto aparecen, se lanzan a la garganta de alguien. Son como los mosuqitos... sanguinarios desde que nacen.". Ningún norteamericano, acostumbrados a construir libremente una potencia territorial cada día más grande, podía comprender este afán por reducir el continente europeo a unidades estatales cada vez más pequeñas. Particularmente dura era la situación de aquellos que no se identificaban estrechamente con ninguna de las nacionalidades en conflicto: "¿Ve usted esos agujeritos?, preguntó a un visitante estadounidense un habitante de Lvov, en las fronteras en litigio entre Rusia y Polonia. Nosotros los llamamos 'Los Puntos de Wilson'. Están hechos con ametralladoras; los huecos grandes, con granadas de mano. Ahora estamos embarcados en la autodeterminación, y Dios sabe cuál y cuándo será el fin."
Tales irrefrenables ambiciones no eran patrimonio de los pequeños y nuevos nacionalismos, sino también de los grandes y viejos estados. Italia se oponía por todos los medios a la consolidación de Yugoslavia y convertía en casus belli la consideración de Trieste como ciudad-estado. Grecia ansiaba controlar el Egeo y anexionarse casi un tercio de la península de Anatolia. Australia, Nueva Zelanda, Suráfrica, exigían con vehemencia el reparto del imperio colonial alemán y la anexión directa de los territorios más próximos, a veces contra el parecer claro y manifiesto de sus habitantes. Londres y París reiniciaban su propia versión del Gran Juego diplomático para arrebatarse mutuamente el control de Siria. El propio Wilson se negaba a aceptar cualquier reivindicación nacional irlandesa para salvaguardar su entendimiento con la Gran Bretaña. Uno de los grandes escollos de la Conferencia fue la exigencia del presidente norteamericano para que constara expresamente que las decisiones de la Sociedad de Naciones y el derecho a la autodeterminación de los pueblos -ambas cosas piezas clave del sistema que postulaba- no afectarían en ningun caso la validez de la doctrina Monroe.
Los problemas nacionales envenenaron las tareas de la conferencia mucho más allá del continente europeo. La disputa por la antigua base alemana de Tsing-tao reavivó el nacionalismo chino y abrió las puertas al enfrentamiento con el Japón. La imprudente promesa de lord Balfour a la comunidad judía de que Gran Bretaña alentaría la creación de una entidad sionista en Palestina agitó las conciencias de los nacionalistas árabes tanto como lo había hecho la lucha contra los turcos. Al ministro inglés no se le ocurrió siquiera recibir a las delegaciones del territorio que deseaban hacerle llegar la voz de quienes no compartían la fe en el estado judío, ya que en aquella Europa de los imperialismos crear una nueva entidad colonial sin contemplar los deseos de la población no europea estaba a la orden del día. Tampoco se quiso escuchar las reivindicaciones de la comunidad kurda, que se presentaba desunida, sin tiempo de haber forjado un proyecto de estado moderno, y a contrapelo de todos los intereses presentes en la zona.
Las soluciones a tantos problemas fueron a menudo apresuradas, y las consecuencias, impredecibles. En realidad, no solo Wilson confiaba en que la nueva Sociedad de Naciones se las arreglaría para enderezar los renglones torcidos de sus decisiones. Según el parecer de casi todos, la comunidad internacional dispondría de suficiente responsabilidad y mucho más tiempo que los líderes reunidos en París. La realidad se encargó pronto de desmentirles. El legado de la Conferencia de Versalles ha marcado todo el siglo XX y resulta imposible resumirlo en una entrada de blog. Mejor, leed este libro y extraed el enorme volumen de información que atesora.
Nunca ha habido una concentración tan grande de poder convocada para sentar las bases de un nuevo mundo. Si en Yalta se reunieron 'los tres grandes', aqui eran todas las potencias existentes -salvo los perdedores de la guerra- y muchos países pequeños y medianos, los que se sentían llamados a construir un orden que evitara nuevas catástrofes. Pero despertar todas las ilusiones trajo como corolario la necesidad de enfrentarse a todos los problemas y reclamaciones, con un alcance prácticamente universal. Lo que debía ser una conferencia de paz para acabar con una terrible guerra se convirtió en una ardua discusión para poner en marcha la Sociedad de Naciones, adoptar una política común frente a la Rusia soviética, hacer frente a la expansión de las ideas revolucionarias, abastecer a millones de personas amenazadas por el hambre en Europa, decidir sobre la navegación fluvial y los transportes internacionales, dar vida a los estados surgidos de la descomposición de los grandes imperios y establecer los límites del derecho de autodeterminación, proteger al creciente número de minorías étnicas y religiosas, decidir el destino de las antiguas colonias alemanas, señalar el monto y regular el pago de las indemnizaciones de guerra, establecer una legislación internacional sobre patentes y marcas registradas, castigar los crímenes de guerra, etc., etc., todo ello sin dejar de recibir peticiones para ocuparse también de las primera reivindicaciones de los nacionalistas africanos, el derecho de las mujeres al sufragio, los intereses de los estados neutrales y una miriada de asuntos que se consideraron en aquel momento como 'menores'.
La minuciosa descripción que la profesora Macmillan hace de todos estos temas nos traslada el peso de la responsabilidad que debieron asumir los participantes en esta Conferencia. En particular, dibuja un retrato bien perfilado de los grandes líderes (Wilson, Lloyd George, Clemenceau, Orlando...) que se suma al de sus colaboradores más próximos y al de muchas otras figuras (Faisal de Arabia y su inseparable Lawrence, el griego Venizelos, el rumano Bratianu, el turco Ataturk, los representantes de China o Japón...) también presentes y actuantes. Podemos comprender sus limitaciones como personas, como representantes de sus estados, como intelectuales y políticos, y simpatizar al tiempo con ellos al conocer las enormes presiones a que estuvieron sometidos.
La principal virtud de este trabajo es el enorme cuidado con que se evitan las simplificaciones. Su exposición no deja de ser un resumen de las inacabables sesiones de trabajo que, durante meses, prolongaron los debates de la Conferencia pero, en ningún caso, perdemos de vista la multiplicidad de intereses entrecruzados. No sólo existían profundas diferencias entre vencedores y vencidos, sino que los supuestos Aliados llegaron a París con enfoques y objetivos muy distintos. Además, las discusiones e incluso las querellas dentro de cada delegación estaban a la orden del día, y todos los líderes de las distintas representaciones debían hacer frente a fuerzas internas, la opinión pública y la opinión publicada, las luchas de partido, la terrible crisis económica de la posguerra y las aspiraciones de los grupos de interés o los sectores más extremistas de sus propios estados. Incluso el 'premier' británico debió encabezar una delegación, no del Reino Unido, sino del Imperio británico, donde los grandes dominios (Canadá, Australia, Suráfrica o Nueva Zelanda) tuvieron representación independiente y plantearon exigencias a menudo contradictorias con los intereses de Londres.
Muchas veces se ha querido reducir las intensas diferencias de opinión que se produjeron a un conflicto entre el idealismo de Wilson, la astucia y flexibilidad de Lloyd George, la tozudez y el rencor de Clemenceau y la ambición de Orlando. La autora, en cambio, explora las circunstancias en que se vieron atrapados todos ellos, los condicionamientos que soportaban, los puntos en que se mostraron rígidos y aquellos en que podían ser flexibles, la evolución de sus actitudes y la influencia de unos sobre otros. Surge así un panorama diferente y muy humano, donde los destinos del mundo se hallaban en manos de personas sobrepasadas en su capacidad de controlar los acontecimientos, pero que, semana tras semana, trataban de sacar adelante sus responsabilidades al borde muchas veces del agotamiento.
A través de este libro podemos entender muchas cosas, incluso los errores. Las deudas que se derivan se han venido pagando desde entonces. Con todo, queda la duda de si se podía haber hecho mucho mejor. Pese a lo que casi todos creían, el mundo no estaba realmente en sus manos. Ni tenían los conocimientos necesarios ni los medios para hacer frente a tantas demandas en paralelo. La fuerza militar de las potencias Aliadas fue disminuyendo según avanzaba la conferencia conforme sus ejércitos se iban desmovilizando. Sus finanzas, salvo las de Estados Unidos, estaban prácticamente en bancarrota. Las medidas más deseables, dificilmente eran comprendidas por la opinión pública y la clase política de sus países. La confianza puesta en la democracia y la racionalidad política de una nueva diplomacia se revelarían pronto infundadas.
En la cuestión clave del diktat impuesto a Alemania, el libro nos ayuda a entender el error diplomático de los Aliados en las formas, en cómo se planteó la exigencia de que la nueva república alemana aceptara, sin negociar, las condiciones de paz. Pero también comprendemos que los delegados alemanes -y la opinión pública de su país- habían querido engañarse a si mismos creyendo que, al firmar el armisticio, que los estados agresores quedarían protegidos por los 'Catorce puntos' del presidente Wilson, y no deberían hacer frente a ninguna responsabilidad por lo ocurrido a partir de 1914. Este equívoco fundamental estuvo en la base de unas reivindicaciones acres, en ocasiones poco honestas, que cargaban la exclusividad de la culpa -y todo lo que en Alemania iba mal- sobre las espaldas de los Aliados y, en particular de Francia y Bélgica, los países que más habían padecido durante la contienda.
Como es bien sabido, el idealismo wilsoniano -que a menudo no era tal idealismo- chocó frontalmente con lo que pretendía ser la piedra clave de todo el sistema: el derecho de los pueblos a la autodeterminación. Si para Wilson esto simplemente significaba la capacidad de autogobierno de unas sociedades abiertas a la libertad de opinión y a la democracia, para los viejos y nuevos nacionalismos de Europa, tan solo venía a afirmar el derecho de cada grupo mayoritario a hacerse dueño del territorio en que vívía, asegurar las fronteras contra sus enemigos e imponer su lengua y cultura al resto de los habitantes, cuyos derechos sistemáticamente se ignoraban. Como dijo un asesor estadounidense que participaba en la Conferencia, "las 'naciones sumergidas' están aflorando a la superficie y en cuanto aparecen, se lanzan a la garganta de alguien. Son como los mosuqitos... sanguinarios desde que nacen.". Ningún norteamericano, acostumbrados a construir libremente una potencia territorial cada día más grande, podía comprender este afán por reducir el continente europeo a unidades estatales cada vez más pequeñas. Particularmente dura era la situación de aquellos que no se identificaban estrechamente con ninguna de las nacionalidades en conflicto: "¿Ve usted esos agujeritos?, preguntó a un visitante estadounidense un habitante de Lvov, en las fronteras en litigio entre Rusia y Polonia. Nosotros los llamamos 'Los Puntos de Wilson'. Están hechos con ametralladoras; los huecos grandes, con granadas de mano. Ahora estamos embarcados en la autodeterminación, y Dios sabe cuál y cuándo será el fin."
Tales irrefrenables ambiciones no eran patrimonio de los pequeños y nuevos nacionalismos, sino también de los grandes y viejos estados. Italia se oponía por todos los medios a la consolidación de Yugoslavia y convertía en casus belli la consideración de Trieste como ciudad-estado. Grecia ansiaba controlar el Egeo y anexionarse casi un tercio de la península de Anatolia. Australia, Nueva Zelanda, Suráfrica, exigían con vehemencia el reparto del imperio colonial alemán y la anexión directa de los territorios más próximos, a veces contra el parecer claro y manifiesto de sus habitantes. Londres y París reiniciaban su propia versión del Gran Juego diplomático para arrebatarse mutuamente el control de Siria. El propio Wilson se negaba a aceptar cualquier reivindicación nacional irlandesa para salvaguardar su entendimiento con la Gran Bretaña. Uno de los grandes escollos de la Conferencia fue la exigencia del presidente norteamericano para que constara expresamente que las decisiones de la Sociedad de Naciones y el derecho a la autodeterminación de los pueblos -ambas cosas piezas clave del sistema que postulaba- no afectarían en ningun caso la validez de la doctrina Monroe.
Los problemas nacionales envenenaron las tareas de la conferencia mucho más allá del continente europeo. La disputa por la antigua base alemana de Tsing-tao reavivó el nacionalismo chino y abrió las puertas al enfrentamiento con el Japón. La imprudente promesa de lord Balfour a la comunidad judía de que Gran Bretaña alentaría la creación de una entidad sionista en Palestina agitó las conciencias de los nacionalistas árabes tanto como lo había hecho la lucha contra los turcos. Al ministro inglés no se le ocurrió siquiera recibir a las delegaciones del territorio que deseaban hacerle llegar la voz de quienes no compartían la fe en el estado judío, ya que en aquella Europa de los imperialismos crear una nueva entidad colonial sin contemplar los deseos de la población no europea estaba a la orden del día. Tampoco se quiso escuchar las reivindicaciones de la comunidad kurda, que se presentaba desunida, sin tiempo de haber forjado un proyecto de estado moderno, y a contrapelo de todos los intereses presentes en la zona.
Las soluciones a tantos problemas fueron a menudo apresuradas, y las consecuencias, impredecibles. En realidad, no solo Wilson confiaba en que la nueva Sociedad de Naciones se las arreglaría para enderezar los renglones torcidos de sus decisiones. Según el parecer de casi todos, la comunidad internacional dispondría de suficiente responsabilidad y mucho más tiempo que los líderes reunidos en París. La realidad se encargó pronto de desmentirles. El legado de la Conferencia de Versalles ha marcado todo el siglo XX y resulta imposible resumirlo en una entrada de blog. Mejor, leed este libro y extraed el enorme volumen de información que atesora.
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