En historia, como en casi todo, lo evidente suele ser tan sólo una parte de la verdad, y a menudo no la más importante. De esta manera, las deducciones fáciles pueden convertirse en un espejo deformado que dificulta la percepción de la realidad. Una de las funciones del historiador es desvelar los factores ocultos que pasan desapercibidos. En el relato sobre la disolución del imperio español en América, siempre aparece una mención al ejemplo que para la emancipación de los nuevos estados supusieron la lucha por la independencia de las colonias norteamericanas, la constitución federal de los Estados Unidos y las ideas de libertad y democracia que la hicieron posible. Lógico, ya que se trata de un hecho histórico inmediatamente anterior, y los 'padres de la patria' hispanoamericanos compartieron con sus homónimos del norte numerosas referencias.
Pero se trata de una mención nada inocente. De alguna manera, sitúa a los norteamericanos a la cabeza de un proceso que, convertido su país ahora en primera potencia mundial, ellos hicieron 'ex novo' y muy bien, mientras que las nuevas repúblicas hispanoamericanas serían una suerte de imitaciones de menor rango, con dirigentes incapaces de aplicar correctamente el modelo y sumidas en querellas intestinas que impidieron su progreso. Los políticos estadounidenses de la época compartían ya plenamente tales ideas, alimentadas por sus prejuicios raciales y religisosos
Esta visión mecánica y simplista es rebatida en un reciente artículo del profesor Jaime E. Rodríguez, de la universidad Irvine de California, aparecido en la Revista de Indias (2010; vol. LXX, nº 250, pp. 691-714) con el título "Sobre la supuesta influencia de la independencia de los Estados Unidos en las independencias hispanoamericanas". Sus consideraciones explican muchas cosas, no solo respecto a la relación que menciona, sino sobre los motores que impulsaron las rupturas con la Monarquía española.
El tiempo constituye la materia prima de la historia, y a menudo la cronología es tratada con demasiada ligereza a la hora de valorar los acontecimientos históricos. No lo hace así el profesor Rodríguez. Sus afirmaciones se sitúan en la línea de las de Miquel Izard, en su libro Miedo a la revolución, que comentamos en la entrada del 10 de marzo. Es la coyuntura histórica en que se producen las proclamaciones de independencia la que nos proporciona las claves interpretativas más elocuentes, y no la existencia de antecedentes que, en todo caso, fueron múltiples, y uno uno solo.
La primera observación es que, durante el último tercio del siglo XVIII, los elementos ilustrados de los virreinatos españoles en América estuvieron perfectamente informados de los sucesos ocurridos en las colonias inglesas, y más adelante, de las sensacionales noticias provocadas por la Revolución Francesa. Ninguna de estas novedades parecieron producir un fermento de inquietud política por aquellas fechas, salvo casos particulares bien conocidos. Posiblemente, porque el concepto de soberanía popular no constituía novedad alguna para estas minorías ilustradas. Bien al contrario, la tradición intelectual española lo había incorporado a su acervo desde hacía ya siglos. La Reforma protestante del siglo XVI obligó a los teóricos católicos de la escuela de Salamanca a enfrentarse a las teorías luteranas, que ponían la iglesia bajo la protección y el control de los príncipes alemanes, con la defensa del principio de la potestas populi. En estas teorías, que no dejaron de incorporar más tarde elementos calvinistas, se encontraba ya implícita la doctrina del contrato social; habían llegado al mismo punto que los teóricos del norte de Europa desde posiciones enfrentadas. Para el autor del artículo, toda una serie de pensadores europeos del siglo XVIII, bien conocidos en las universidades españolas y americanas, "prepararon a varias generaciones de estudiantes hispánicos para reinterpretar la relación entre el pueblo y el gobierno", más que el tardío y poco estudiado Rousseau.
De la misma manera, el mercantilismo primitivo practicado por la Monarquía Hispánica para controlar el flujo de ingresos procedentes de América ya había sido puesto en cuestión por numerosos políticos y reformadores que preconizaban la libertad de comercio, a imitación de las experiencias europeas más exitosas. No existía una contradicción insalvable entre los intereses de los criollos y el mantenimiento del imperio español, como se demostró en la fidelidad colonial durante la guerra de Sucesión (1702-1714), y en los distintos enfrentamientos con la Gran Bretaña. Como bien observa el autor, no se ha puesto suficiente atención en el hecho de que "la Monarquía española confiaba lo fuciente en sus súbditos americanos como para enfrentar a Gran Bretaña (...) y firmar el Tratado de París en 1783" en defensa de los independentistas norteamericanos.
Volvemos de nuevo a la evidencia que ya ponía de manifiesto Miquel Izard: la ruptura con la metrópoli sólo se produce en el momento de la invasión napoleónica, cuando España puede convertirse en algo muy diferente de lo que había sido. No se luchó contra España por lo que era el Imperio, sino por lo que podía llegar a ser en manos de los franceses o de los liberales de Cádiz. Ahora, "inspirados en los mismos fundamentos legales de la Monarquía, la mayoría estaba de acuerdo en que, en ausencia del rey, la soberanía recaía sobre el pueblo, que tenía la autoridad y la responsabilidad de defender a la nación". Los modelos para esta rebelión fueron más la revuelta de los Países Bajos contra Felipe II -los primeros 'Estados' que convocaron a la lucha por la independencia de España- y las doctrinas políticas de siglos anteriores que ya hemos mencionado. Sintomáticamente, los movimientos iniciales de protesta se producen en los reinos a quienes no se había concedido representación individual en la Junta Central que se trató de formar en España en 1809 (Charcas y Quito). Era una reivindicación de los intereses propios más que una imprescindible ansia de independencia.
Por eso, en numerosas regiones se establecieron gobiernos provisionales que reclamaban el poder en nombre del rey Fernando VII. El problema es que, rota la espita que contenía el malestar social, "grupos y áreas descontentos capitalizaron la oportunidad para que se atendieran sus denuncias. En poco tiempo, las guerras civiles consumían vastas extensiones del continente americano (...), no constituyó un movimiento anticolonial, como muchos afirman, sino que formó parte tanto de una revolución dentro del mundo hispánico como de la disolución de la Monarquía Hispánica". En este contexto, la configuración del nuevo estado español posterior a 1824 no dejaría de ser una independencia más.
En la estructuración de los nuevos estados, se manejaron numerosas influencias. La norteamericana fué tan solo una de ellas, y su modelo constitucional no era precisamente el mejor conocido. Las condiciones en el movimiento de independencia de Estados Unidos y los primeros movimientos autonomistas en la América española eran bien diferentes. El lenguaje puede parecer similar, porque parte de tradiciones políticas y culturales muy difundidas, pero "el territorio sudamericano estaba más preocupado por la dominación francesa de la Monarquía española que por las quejas contra sus gobernantes". Al igual que los norteamericanos "adaptaron documentos anteriores a sus circunstancias". Más que la forma del gobierno, lo que atrajo a los políticos hispanoamericanos más adelante de los Estados Unidos fue su riqueza y su estabilidad constitucional.
Pero esto vendría a reforzar la idea de que, al sur de Río Grande, los dirigentes y sociedades de tradición española fueron en el fondo incapaces de imitar a su vecino del norte. En este artículo se esbozan algunas explicaciones alternativas que pueden enriquecer nuestro juicio y evitar simplificaciones raciales o culturales. La ruptura del imperio español "también destruyó un vasto y receptivo sistema social, político y económico que funcionaba bien pese a sus muchas imperfecciones (...) En la época posterior a la independencia, se hizo evidente que, de manera idnividual, las antiguas partes de la Monarquía española se econtraban en desventaja competitiva". Mientras Estados Unidos pudo beneficiase de la descomunal demanda de productos generada por los veinte años de guerra en Europa que siguieron a la Revolución Francesa, las nuevas naciones hispanoamericanas se encontraron con una Europa posbélica donde los estados occidentales redujeron sus importaciones, mientras ellas mismas debían reconstruir su economía tras las guerras civiles. A diferencia de España, la Gran Bretaña se convirtió en la más grande potencia industrial, comercial, financiera, teconógica y naval del mundo, hecho del que se beneficiaron directamente los nuevos Estados Unidos que nunca habían roto sus relaciones culturales y económicas con la antigua metrópoli. Cuando en el último tercio del siglo XIX tanto España como las repúblicas hispanoamericanas lograron consolidar sus nuevos estados, los decenios acumulados de retraso habían resultado decisivos y precipitarían nuevos conflictos en el siglo XX.
Las explicaciones esbozadas en este artículo no recogen todos los aspectos de la realidad hispanoamericana entre 1750 y 1830, como no puede hacerse en el breve espacio de sus páginas, pero resitúan el enfoque tradicional y permiten que, por una vez, lo evidente no constituya el centro de nuestra atención.
Pero se trata de una mención nada inocente. De alguna manera, sitúa a los norteamericanos a la cabeza de un proceso que, convertido su país ahora en primera potencia mundial, ellos hicieron 'ex novo' y muy bien, mientras que las nuevas repúblicas hispanoamericanas serían una suerte de imitaciones de menor rango, con dirigentes incapaces de aplicar correctamente el modelo y sumidas en querellas intestinas que impidieron su progreso. Los políticos estadounidenses de la época compartían ya plenamente tales ideas, alimentadas por sus prejuicios raciales y religisosos
Esta visión mecánica y simplista es rebatida en un reciente artículo del profesor Jaime E. Rodríguez, de la universidad Irvine de California, aparecido en la Revista de Indias (2010; vol. LXX, nº 250, pp. 691-714) con el título "Sobre la supuesta influencia de la independencia de los Estados Unidos en las independencias hispanoamericanas". Sus consideraciones explican muchas cosas, no solo respecto a la relación que menciona, sino sobre los motores que impulsaron las rupturas con la Monarquía española.
El tiempo constituye la materia prima de la historia, y a menudo la cronología es tratada con demasiada ligereza a la hora de valorar los acontecimientos históricos. No lo hace así el profesor Rodríguez. Sus afirmaciones se sitúan en la línea de las de Miquel Izard, en su libro Miedo a la revolución, que comentamos en la entrada del 10 de marzo. Es la coyuntura histórica en que se producen las proclamaciones de independencia la que nos proporciona las claves interpretativas más elocuentes, y no la existencia de antecedentes que, en todo caso, fueron múltiples, y uno uno solo.
La primera observación es que, durante el último tercio del siglo XVIII, los elementos ilustrados de los virreinatos españoles en América estuvieron perfectamente informados de los sucesos ocurridos en las colonias inglesas, y más adelante, de las sensacionales noticias provocadas por la Revolución Francesa. Ninguna de estas novedades parecieron producir un fermento de inquietud política por aquellas fechas, salvo casos particulares bien conocidos. Posiblemente, porque el concepto de soberanía popular no constituía novedad alguna para estas minorías ilustradas. Bien al contrario, la tradición intelectual española lo había incorporado a su acervo desde hacía ya siglos. La Reforma protestante del siglo XVI obligó a los teóricos católicos de la escuela de Salamanca a enfrentarse a las teorías luteranas, que ponían la iglesia bajo la protección y el control de los príncipes alemanes, con la defensa del principio de la potestas populi. En estas teorías, que no dejaron de incorporar más tarde elementos calvinistas, se encontraba ya implícita la doctrina del contrato social; habían llegado al mismo punto que los teóricos del norte de Europa desde posiciones enfrentadas. Para el autor del artículo, toda una serie de pensadores europeos del siglo XVIII, bien conocidos en las universidades españolas y americanas, "prepararon a varias generaciones de estudiantes hispánicos para reinterpretar la relación entre el pueblo y el gobierno", más que el tardío y poco estudiado Rousseau.
De la misma manera, el mercantilismo primitivo practicado por la Monarquía Hispánica para controlar el flujo de ingresos procedentes de América ya había sido puesto en cuestión por numerosos políticos y reformadores que preconizaban la libertad de comercio, a imitación de las experiencias europeas más exitosas. No existía una contradicción insalvable entre los intereses de los criollos y el mantenimiento del imperio español, como se demostró en la fidelidad colonial durante la guerra de Sucesión (1702-1714), y en los distintos enfrentamientos con la Gran Bretaña. Como bien observa el autor, no se ha puesto suficiente atención en el hecho de que "la Monarquía española confiaba lo fuciente en sus súbditos americanos como para enfrentar a Gran Bretaña (...) y firmar el Tratado de París en 1783" en defensa de los independentistas norteamericanos.
Volvemos de nuevo a la evidencia que ya ponía de manifiesto Miquel Izard: la ruptura con la metrópoli sólo se produce en el momento de la invasión napoleónica, cuando España puede convertirse en algo muy diferente de lo que había sido. No se luchó contra España por lo que era el Imperio, sino por lo que podía llegar a ser en manos de los franceses o de los liberales de Cádiz. Ahora, "inspirados en los mismos fundamentos legales de la Monarquía, la mayoría estaba de acuerdo en que, en ausencia del rey, la soberanía recaía sobre el pueblo, que tenía la autoridad y la responsabilidad de defender a la nación". Los modelos para esta rebelión fueron más la revuelta de los Países Bajos contra Felipe II -los primeros 'Estados' que convocaron a la lucha por la independencia de España- y las doctrinas políticas de siglos anteriores que ya hemos mencionado. Sintomáticamente, los movimientos iniciales de protesta se producen en los reinos a quienes no se había concedido representación individual en la Junta Central que se trató de formar en España en 1809 (Charcas y Quito). Era una reivindicación de los intereses propios más que una imprescindible ansia de independencia.
Por eso, en numerosas regiones se establecieron gobiernos provisionales que reclamaban el poder en nombre del rey Fernando VII. El problema es que, rota la espita que contenía el malestar social, "grupos y áreas descontentos capitalizaron la oportunidad para que se atendieran sus denuncias. En poco tiempo, las guerras civiles consumían vastas extensiones del continente americano (...), no constituyó un movimiento anticolonial, como muchos afirman, sino que formó parte tanto de una revolución dentro del mundo hispánico como de la disolución de la Monarquía Hispánica". En este contexto, la configuración del nuevo estado español posterior a 1824 no dejaría de ser una independencia más.
En la estructuración de los nuevos estados, se manejaron numerosas influencias. La norteamericana fué tan solo una de ellas, y su modelo constitucional no era precisamente el mejor conocido. Las condiciones en el movimiento de independencia de Estados Unidos y los primeros movimientos autonomistas en la América española eran bien diferentes. El lenguaje puede parecer similar, porque parte de tradiciones políticas y culturales muy difundidas, pero "el territorio sudamericano estaba más preocupado por la dominación francesa de la Monarquía española que por las quejas contra sus gobernantes". Al igual que los norteamericanos "adaptaron documentos anteriores a sus circunstancias". Más que la forma del gobierno, lo que atrajo a los políticos hispanoamericanos más adelante de los Estados Unidos fue su riqueza y su estabilidad constitucional.
Pero esto vendría a reforzar la idea de que, al sur de Río Grande, los dirigentes y sociedades de tradición española fueron en el fondo incapaces de imitar a su vecino del norte. En este artículo se esbozan algunas explicaciones alternativas que pueden enriquecer nuestro juicio y evitar simplificaciones raciales o culturales. La ruptura del imperio español "también destruyó un vasto y receptivo sistema social, político y económico que funcionaba bien pese a sus muchas imperfecciones (...) En la época posterior a la independencia, se hizo evidente que, de manera idnividual, las antiguas partes de la Monarquía española se econtraban en desventaja competitiva". Mientras Estados Unidos pudo beneficiase de la descomunal demanda de productos generada por los veinte años de guerra en Europa que siguieron a la Revolución Francesa, las nuevas naciones hispanoamericanas se encontraron con una Europa posbélica donde los estados occidentales redujeron sus importaciones, mientras ellas mismas debían reconstruir su economía tras las guerras civiles. A diferencia de España, la Gran Bretaña se convirtió en la más grande potencia industrial, comercial, financiera, teconógica y naval del mundo, hecho del que se beneficiaron directamente los nuevos Estados Unidos que nunca habían roto sus relaciones culturales y económicas con la antigua metrópoli. Cuando en el último tercio del siglo XIX tanto España como las repúblicas hispanoamericanas lograron consolidar sus nuevos estados, los decenios acumulados de retraso habían resultado decisivos y precipitarían nuevos conflictos en el siglo XX.
Las explicaciones esbozadas en este artículo no recogen todos los aspectos de la realidad hispanoamericana entre 1750 y 1830, como no puede hacerse en el breve espacio de sus páginas, pero resitúan el enfoque tradicional y permiten que, por una vez, lo evidente no constituya el centro de nuestra atención.
Siempre me ha interesado este asunto. Yo he leído que los jesuítas jugaron un papel en la preparación de ciertas minorías ilustradas en relación con el sentimiento telúrico frente a la dependencia de la península Ibérica. El abate Viscardo, particularmente, tiene una obra que así lo deja ver. Por otro lado, ya antes de 1789 se habían producido en Europa (Suiza es solo un ejemplo) una serie de intentos revolucionarios que no triunfarían, pero que formarían parte del conjunto de ideas que algunos historiadores han llamado "la revolución atlántica", incluyendo aquí la independencia de las colonias británicas de Norteamérica y las españolas. Estaríamos, pues, según esta interpretación, en una "coyuntura histórica", expresión usada por tí en el comentario, que propició el cambio hacia el liberalismo. Por otra parte también cabe pensar en que medida la independencia de Estados Unidos, por sí sola, influyó en la de las colonias ibéricas, pues aquel país quedó unido, mientras que las colonias españolas se dividieron en múltiples repúblicas. Se ha aducido la gran distancia meridiana entre México y la Tierra del Fuego, mientras que en el caso de Estados Unidos se trató de 13 colonias más bien concentradas (que luego se extenderían hacia el oeste). Otra cuestión que me he planteado a veces es: ¿habría habido independencia de las colonias españolas en América sin la invasión napoleónica de España? Obviamente no es cuestión de la Historia indagar sobre hipótesis, pero creo que es muy posible que -más tarde o más temprano- (y yo creo que temprano) las colonias se habrían independendizado porque se estaba en esa "coyuntura" favorable a la libertad. En efecto, he leído que con los nuevos gobiernos las poblaciones pasaron medio siglo aproximadamente en peores condiciones que con la administración española, lo que no quiere decir nada más que constatar que los datos así lo demuestran. Perdón por extenderme tanto y un saludo.
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