Alteraremos en esta entrada la norma de comentar libros o artículos de asunto histórico, para ocuparnos de un gráfico. La idea me vino preparando unas clases dentro de la nueva categoría de Historia del Mundo Actual y creo que pueda ser también de vuestro interés ante algunas noticias muy recientes sobre el control del gasto estatal y las dificultades de algunos países, incluídos los Estados Unidos, para hacer frente a sus enormes déficits. Se trata de la evolución de la deuda pública norteamericana en el último medio siglo, y su relación con la revolución neoliberal de las políticas econòmicas que encabezaron en los años ochenta del siglo pasado Ronald Reagan y Margaret Tatcher. Por desgracia, los diferentes formatos de tamaño para imágenes que ofrece este bloc no permiten apreciar con claridad las cifras que indica el gráfico sin ampliar la columna central del diseño. Esto me ha obligado, temporalmente, a hacer un poco menos equilibrada su apariencia.
Como podrá verse, la situación del déficit estatal desde la Segúnda Guerra Mundial, hasta prácticamente 1975 se caracterizó por su estabilidad. El crecimiento de la economía y el gasto público iba acompañado también de una imposición creciente y crecientemente progresiva, lo que venía a equilibrar, en lo fundamental, gastos e ingresos.
La tendencia se rompe, como decimos, a mediados de los setenta, y no resulta muy difícil ver en ello una consecuencia de la 'crisis del petróleo' y los desajustes asociados a la deriva económica que se produjo después de 1973. Por primera vez en treinta años, la recetas keynesianas dejaban de proporcionar confianza a casi todos los sectores y, junto al incremento del paro, las economías occidentales más desarrolladas presentaban una creciente inflación, sin que se supiera atajar la aparición conjunta de ambos fenómenos.
Reducción de la actividad económica -y de la recaudación-, incremento de los precios y extensión del desempleo presionaron fuertemente las finanzas tanto de Estados Unidos como de Europa. Aunque los sistemas de protección social fueran en los dos casos muy diferentes, lo cierto es que todos los grandes estados habían extendido sus redes de asistencia y las funciones de que se ocupaban. Además, los Estados Unidos debían hacer frente a una factura militar que no paraba de crecer desde la guerra fría. El desbordamiento de los presupuestos, con todo, resultaba bien pequeño si lo comparamos con lo que vino después.
El desconcierto provocado por todas estas circunstancias fue campo abonado para la reactivación de las tesis económics ultraliberales, que ahora parecían cantar victoria frente al intervencionismo que se había generalizado desde la crisis de 1929. Los economistas de la escuela de Chicago prestaron su voz a nuevas corrientes políticas de Estados Unidos y Gran Bretaña, encabezadas por figuras carismáticas como Ronald Regan o Margaret Tatcher, que clamaban contra lo que consideraban un desmesurado desarrollo del estado y reivindicaban la primacía de una Gran Sociedad. El responsable de la inflación no sería el sistema económico, sino un estado excesivamente derrochador que además distorsionaba los mecanismos de la libre competencia con sus regulaciones artificiales. Si los actores económicos podían recuperar su iniciativa, y su dinero, los equilibrios autoregulatorios del mercado devolverían a la producción el empuje necesario para reabsorber el paro y proporcionar productos a buenos precios. Sólo hacía falta vigilar para que no decreciese el valor de la moneda y entonces la inversión -de la mano de los más ricos- y el consumo -de todos los demás-, harían el resto.
Los equilibrios y la autoregulación del mercado han sufrido un considerable desprestigio tras lo visto en la crisis financiera del 2008. Pero este gráfico también nos aclara otro aspecto importante. Las reducciones de la recaudación fiscal, iniciadas en la década de los ochenta, no conllevaron en absoluto una disminución del gasto estatal y de los costes asumidos por el gobierno de Estados Unidos; el Gran Estado no fue sustituido por la Gran Sociedad. Sencillamente, lo que antes se financiaba mediante recaudaciones, ahora se siguió financiando mediante deuda. Para los grupos superiores de la pirámide económica, la jugada era sensacional. El estado no sólo no ejercía un papel redistribuidor mediante la confiscación de parte de sus rentas, sino que ahora retribuía con intereses la financiación que ellos mismos le otorgaban para salvar los crecientes déficits.
Este recurso a la deuda pública ocultaba también a los ojos de la clase media las consecuencias de la política de rebajas fiscales. Como los elementos básicos del estado del bienestar y de la administración estatal continuaban imperturbables, parecía posible hacer "más con menos" y se achacaba la situación anterior al despilfarro socializante de una mala gestión política y administrativa. Como, además, la globalización económica, las nuevas tecnologías, y el traslado de la producción a economías con mano de obra más barata, permitían ofrecer cada vez más bienes a precios más reducidos, el impacto del creciente recurso a la recaudación de impuestos indirectos quedaba absorbido y, aunque la proporción de riqueza destinada a salarios y servicios sociales se hacía cada vez más pequeña, las clases medias y aún los trabajadores de los países más desarrollados podían tener la sensación de que la vida se abarataba y cada vez podían obtener más por su dinero.
Que estas políticas monetaristas conllevaban graves peligros lo han podido constatar sobradamente los ciudadanos de Argentina, Chile, México y otros numerosos estados que vienen sufriendo repetidos ciclos de hiperinflación, devaluación y quiebra de las cuentas públicas o de fondos e instituciones privadas. Pero en Estados Unidos, el creciente endeudamiento del estado, de las empresas y de las familias se nutría del dinero llegado de otras partes del mundo; significativamente, una buena parte procedía de China y los nuevos países exportadores.
Pero la evolución de la gráfica no deja lugar a muchas dudas. Este recurso no puede ser infinito, y la situación también aquí ha tocado techo. Sin salir de Estados Unidos, en pocos meses hemos visto cómo el estado de California entraba en una 'quiebra técnica', cómo el estado de Wisconsin trataba de evitar la bancarrota privando a sus funcionarios de beneficios sociales y aun del derecho a la negociación colectiva. Ahora mismo, el presidente Obama se ve obligado a revisar su programa de extensión de los beneficios sociales ante la imposibilidad, según dicen, de seguir 'viviendo de prestado'. En Europa, Grecia, Irlanda, Portugal, España.... se ven también obligadas a aplicar los duros recortes en el gasto que les exigen los financiadores de sus enormes deudas externas. Financiadores que son a menudo los mismos que han impulsado las políticas económicas erróneas que ahora llevan a graves dificultades para satisfacer los pagos.
Como lector que sólo sabe de algunas pocas cosas, ni puedo hacer vaticinios económicos, ni aparentar una preparación de la que carezco en esta materia. Pero los historiadores somos expertos en series temporales, y en evolución de las realidades sociales. Al menos, esa debería ser nuestra función, y los fenómenos que observados sincrónicamente parecen ser objeto de un debate técnico, considerados diacrónicamente, a lo largo del tiempo, se revelan bastante más sencillos de comprender y bastante más significativos en su dimensión social. Son sus factores más esenciales los que salen a la luz, y también los historiadores podemos, de este modo, echar nuestro cuarto a espadas en el terreno de la economía o la sociología.
Estos días, el premier británico David Cameron aún insistía en recuperar el mensaje de la Gran Sociedad frente al estado invasor, como forma de justificar su política de privatizaciones y sus fuertes recortes en el gasto social. Quizá habría que recordarle a él, y a otros muchos, que el equilibrio fiscal se alcanza gastando menos, y también ingresando más, y que esta segunda parte de la ecuación, la de que para gastar dinero hay que tenerlo primero, parece ser ignorada por muchos sesudos expertos en finanzas. Y eso que són, como dicen en Castilla, las "cuentas de la vieja".
Como podrá verse, la situación del déficit estatal desde la Segúnda Guerra Mundial, hasta prácticamente 1975 se caracterizó por su estabilidad. El crecimiento de la economía y el gasto público iba acompañado también de una imposición creciente y crecientemente progresiva, lo que venía a equilibrar, en lo fundamental, gastos e ingresos.
La tendencia se rompe, como decimos, a mediados de los setenta, y no resulta muy difícil ver en ello una consecuencia de la 'crisis del petróleo' y los desajustes asociados a la deriva económica que se produjo después de 1973. Por primera vez en treinta años, la recetas keynesianas dejaban de proporcionar confianza a casi todos los sectores y, junto al incremento del paro, las economías occidentales más desarrolladas presentaban una creciente inflación, sin que se supiera atajar la aparición conjunta de ambos fenómenos.
Reducción de la actividad económica -y de la recaudación-, incremento de los precios y extensión del desempleo presionaron fuertemente las finanzas tanto de Estados Unidos como de Europa. Aunque los sistemas de protección social fueran en los dos casos muy diferentes, lo cierto es que todos los grandes estados habían extendido sus redes de asistencia y las funciones de que se ocupaban. Además, los Estados Unidos debían hacer frente a una factura militar que no paraba de crecer desde la guerra fría. El desbordamiento de los presupuestos, con todo, resultaba bien pequeño si lo comparamos con lo que vino después.
El desconcierto provocado por todas estas circunstancias fue campo abonado para la reactivación de las tesis económics ultraliberales, que ahora parecían cantar victoria frente al intervencionismo que se había generalizado desde la crisis de 1929. Los economistas de la escuela de Chicago prestaron su voz a nuevas corrientes políticas de Estados Unidos y Gran Bretaña, encabezadas por figuras carismáticas como Ronald Regan o Margaret Tatcher, que clamaban contra lo que consideraban un desmesurado desarrollo del estado y reivindicaban la primacía de una Gran Sociedad. El responsable de la inflación no sería el sistema económico, sino un estado excesivamente derrochador que además distorsionaba los mecanismos de la libre competencia con sus regulaciones artificiales. Si los actores económicos podían recuperar su iniciativa, y su dinero, los equilibrios autoregulatorios del mercado devolverían a la producción el empuje necesario para reabsorber el paro y proporcionar productos a buenos precios. Sólo hacía falta vigilar para que no decreciese el valor de la moneda y entonces la inversión -de la mano de los más ricos- y el consumo -de todos los demás-, harían el resto.
Los equilibrios y la autoregulación del mercado han sufrido un considerable desprestigio tras lo visto en la crisis financiera del 2008. Pero este gráfico también nos aclara otro aspecto importante. Las reducciones de la recaudación fiscal, iniciadas en la década de los ochenta, no conllevaron en absoluto una disminución del gasto estatal y de los costes asumidos por el gobierno de Estados Unidos; el Gran Estado no fue sustituido por la Gran Sociedad. Sencillamente, lo que antes se financiaba mediante recaudaciones, ahora se siguió financiando mediante deuda. Para los grupos superiores de la pirámide económica, la jugada era sensacional. El estado no sólo no ejercía un papel redistribuidor mediante la confiscación de parte de sus rentas, sino que ahora retribuía con intereses la financiación que ellos mismos le otorgaban para salvar los crecientes déficits.
Este recurso a la deuda pública ocultaba también a los ojos de la clase media las consecuencias de la política de rebajas fiscales. Como los elementos básicos del estado del bienestar y de la administración estatal continuaban imperturbables, parecía posible hacer "más con menos" y se achacaba la situación anterior al despilfarro socializante de una mala gestión política y administrativa. Como, además, la globalización económica, las nuevas tecnologías, y el traslado de la producción a economías con mano de obra más barata, permitían ofrecer cada vez más bienes a precios más reducidos, el impacto del creciente recurso a la recaudación de impuestos indirectos quedaba absorbido y, aunque la proporción de riqueza destinada a salarios y servicios sociales se hacía cada vez más pequeña, las clases medias y aún los trabajadores de los países más desarrollados podían tener la sensación de que la vida se abarataba y cada vez podían obtener más por su dinero.
Que estas políticas monetaristas conllevaban graves peligros lo han podido constatar sobradamente los ciudadanos de Argentina, Chile, México y otros numerosos estados que vienen sufriendo repetidos ciclos de hiperinflación, devaluación y quiebra de las cuentas públicas o de fondos e instituciones privadas. Pero en Estados Unidos, el creciente endeudamiento del estado, de las empresas y de las familias se nutría del dinero llegado de otras partes del mundo; significativamente, una buena parte procedía de China y los nuevos países exportadores.
Pero la evolución de la gráfica no deja lugar a muchas dudas. Este recurso no puede ser infinito, y la situación también aquí ha tocado techo. Sin salir de Estados Unidos, en pocos meses hemos visto cómo el estado de California entraba en una 'quiebra técnica', cómo el estado de Wisconsin trataba de evitar la bancarrota privando a sus funcionarios de beneficios sociales y aun del derecho a la negociación colectiva. Ahora mismo, el presidente Obama se ve obligado a revisar su programa de extensión de los beneficios sociales ante la imposibilidad, según dicen, de seguir 'viviendo de prestado'. En Europa, Grecia, Irlanda, Portugal, España.... se ven también obligadas a aplicar los duros recortes en el gasto que les exigen los financiadores de sus enormes deudas externas. Financiadores que son a menudo los mismos que han impulsado las políticas económicas erróneas que ahora llevan a graves dificultades para satisfacer los pagos.
Como lector que sólo sabe de algunas pocas cosas, ni puedo hacer vaticinios económicos, ni aparentar una preparación de la que carezco en esta materia. Pero los historiadores somos expertos en series temporales, y en evolución de las realidades sociales. Al menos, esa debería ser nuestra función, y los fenómenos que observados sincrónicamente parecen ser objeto de un debate técnico, considerados diacrónicamente, a lo largo del tiempo, se revelan bastante más sencillos de comprender y bastante más significativos en su dimensión social. Son sus factores más esenciales los que salen a la luz, y también los historiadores podemos, de este modo, echar nuestro cuarto a espadas en el terreno de la economía o la sociología.
Estos días, el premier británico David Cameron aún insistía en recuperar el mensaje de la Gran Sociedad frente al estado invasor, como forma de justificar su política de privatizaciones y sus fuertes recortes en el gasto social. Quizá habría que recordarle a él, y a otros muchos, que el equilibrio fiscal se alcanza gastando menos, y también ingresando más, y que esta segunda parte de la ecuación, la de que para gastar dinero hay que tenerlo primero, parece ser ignorada por muchos sesudos expertos en finanzas. Y eso que són, como dicen en Castilla, las "cuentas de la vieja".
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