Lo único que aprendemos de la historia es que no aprendemos de la historia (Hegel)

miércoles, 16 de febrero de 2011

Represores... reprimidos. Discriminación y persecución de herejes, judíos y leprosos en la edad media.

En la entrada anterior se planteaba una cuestión sociopolítica interesante: la de las relaciones entre masas populares y quienes detentan el poder a la hora de configurar los parámetros por los que se rige una sociedad. La represión de la brujería en la Europa moderna ¿fue el resultado de una presión ejercida desde las instituciones de la iglesia y las nuevas monarquías absolutas? ¿fué en cambio el resultado de unos sentimientos populares de odio que servían como válvula de escape a las tensiones sociales? ¿Era el pueblo quien perseguía o era el nuevo estado moderno, a través de la justicia real o eclesiástica? Dar respuesta a tales preguntas no sería una cuestión menor, porque estas dinámicas represivas se han repetido con características muy similares en numerosas ocasiones. El progreso material y cultural no las ha hecho desaparecer, sino que han cambiado de forma e incluso se han amplificado en el siglo XX. Y podrían darse con facilidad en el siglo XXI si no somos capaces de hallar alguna forma de desactivarlas.

Del caso de Zugarramurdi, y de otros similares, podría deducirse que tanto los primeros como los segundos tenían un grado de participación importante en esta cruel persecución de las minorías. Convendría profundizar en busca de otros casos de estudio. Durante los años setenta, las tesis de Michel Foucault sobre la acción represiva del estado y su violencia física sobre los cuerpos de los perseguidos -las cuales enlazaban con la reivindicación a la libertad personal y sexual que marcaba la época- provocaron un gran número de teorizaciones posteriores sobre este tema. Algunas recogían en su argumentación una base histórica importante. Uno de éstos fue el del profesor R.I. Moore, autor de una obra titulada La formación de una sociedad represora. Poder y disidencia en la Europa occidental, 950-1250. (Barcelona: Crítica, 1989; edic. orig., 1987), que incita poderosamente a la reflexión.



Las observaciones de Moore parten del hecho de que, casi coetáneamente, la sociedad medieval occidental desató un proceso de persecución contra elementos que concitaron un fuerte temor colectivo: los herejes, los judíos y los leprosos. Más adelante se añadirán a ellos las brujas o las prostitutas.

La reacción instintiva es pensar que, si las autoridades o las poblaciones de la época tomaron conciencia del supuesto peligro es porque éste se mostraba más amenazador que nunca. El caso más evidente sería el de los herejes. Las persecuciones eclesiásticas y civiles no serían sino el reflejo de su creciente presencia entre una población progresivamente más numerosa y compleja.

El autor hace un detallado seguimiento de la atención prestada por la Iglesia a estos brotes de herejía, estableciendo que la propia conceptualización y definición de las prácticas heréticas daban fuerza a lo que no eran sino grupos muy minoritarios. Es el creciente reforzamiento de las instituciones eclesiásticas la que plantea una contestación popular más abundante y algo más formalizada, y es la respuesta a esta contestación la que vendría a definir las fronteras de la herejía y los pasos a dar para su erradicación. Como se señala en un punto del libro "ahora su tarea era buscar herejes bajo la premisa de que serían encontrados y de que cualquier negativa por parte de los herejes a proclamar su infamia sería sólo una prueba de su duplicidad."

Por lo que hace a los judíos, la perspectiva se torna más complicada, ya que éstos habían habitado desde varios siglos atrás en el seno de las poblaciones europeas. Moore destacaba el hecho de que los judíos disfrutaron de una serie de privilegios durante el imperio romano. Eran los únicos ciudadanos del Imperio excusados de rendir homenaje al emperador divinizado, para no ofender sus principios religiosos, vívían de acuerdo a su propia ley, que regulaba los asuntos civiles y comerciales así como los religiosos, bajo la autoridad de un patriarca hereditario que residía en Tiberiades. "Al situarlos aparte se otorgaba una medida de protección a su identidad religiosa y cultural al precio de epxonerlos, cuando la corriente seguía esa dirección, a un orpobio singular, así como a un privilegio especial y a una dependencia de sus protectores".

Con el ascenso del cristianismo, los privilegios se convirtieron en discriminaciones y se iniciaron la quema de sinagogas y la persecución esporádica. Pero semejante política, recordada de tiempo en tiempo por las disposiciones eclesiásticas, contrastaba con la protección brindada por los emperadores y la tolerancia práctica de la población. Hasta el siglo XI no se mpieza a percibir un rebrote generalizado de la hostilidad, con ataques contra las comunidades judías francesas. Vienen a coincidir con el sentimiento milenarista y con la explosión de fe que condujo a las Cruzadas, aunque es anterior a éstas.

Es cierto que las comunidades judías se habían extendido a muchas regiones de Europa donde no habían existido anteriormente, y que algunos judíos acumularon grandes riquezas, pero parece seguro que la formación de tópicos sobre estas comunidades, junto con la especialización de los judíos en el negocio de préstamos de dinero, fueron en la práctica, aunque no en los principios, obra del siglo XII. Coincide con el estblecimeinto en la mayoría de las regiones de su peculiar estatuto jurídico como posesiones -siervos- del rey,

Como apoyo a lo que señala Moore, se podría poner lo sucedido con los hebreos en relación a la implantación de los malos usos que mencionaba la obra de Bisson, comentada hace unos días. Las crueldades ejercidas contra ellos justificaban el establecimientod de una 'protección' que los señores feudales, y sobre todo los soberanos, cobraban a un alto precio, lo mismo que se hacía con los campesinos cristianos, aunque alegando razones diferentes.

La crueldad contra los judíos hallaría expresiones muy visibles en las acusaciones de asesinato de niños cristianos, que motivaron en toda Europa sangrientas represalias, o en la 'costumbre' popular del algunas villas del sur de Francia, de dar una paliza a un judío ante las puertas de la catedral por Pascua, tradición interrumpida finalmente por el clero o las autoridades civiles a cambio a cambio de grandes sumas de dinero.

Con los leprosos, la percepción del discurso sobre su marginación és más compleja, porque ni siquiera conocemos bien la etiología concreta de la enfermedad, tal como era descrita en la edad media. Lo que no parece demostrado es que en estos momentos se produjera una 'epidemia' de casos de lepra sustancialmente distinta a las época anteriores. Por el contrario, lo que se había difundido era la consideración de la lepra como castigo del pecado (algo no exclusivo del cristianismo, por otro lado).

Moore señala que todas estas nuevas percepciones terminaron por unirse: "el antisemitismo... [estableció] que existía un vínculo especial entre el demonio y los judíos, garantizado sexualmente y caracterizado por al seducción de los cristianos al servicio del demonio a través de las artimañas judías. Los judíos eran asmilados a los herejes y los leprosos al asociarlos con la sucedad, el hedor y la putrefacción, con una excepcional voracidad y capacidad sexuales..." características que también se consideraban propias de herejes pervertidos, y hasta de los leprosos, por los cambios físicos que provocaba su enfermedad.

A la hora de interpretar estos ejemplos, Moore establece una contraposición entre las tesis de los dos grandes sociólogos Emile Durkheim i Max Weber. Para el primero, "la finalidad de definir a los individuos o a los grupos como desviados (...) es excluir a algunos para reforzar la unidad del resto". Hacerlo es especialmente necesario en épocas de cambio social rápido. Se trataría, pues, de un mecanismo de defensa del conjunto de la población en el que las masas populares también jugarían un activo papel. Para Weber, en cambio, "cuando el Estado empieza a aparecer, sus gobernantes tratan de afirmar y extender su autoridad creando lo que en realidad son crímenes sin víctimas, delitos contra abstracciones como <<el gobernante>>, <<el estado>>,  <<la sociedad>> o <<la moralidad>>... el gobernante y las instituciones de orden que desarrolla distinguirán y castigarán estos nuevos delitos, aunque ningún individuo concreto pueda sentir o expresar una queja."

Un tercio del libro está destinado a demostrar que la realidad del siglo XIII se haya más cerca de las posiciones weberianas que de las de Durkheim. Para Moore es la consolidación de nuevas formas de control estatal lo que fuerza la definición de este tipo de delitos y su persecución. Con todo, no llega en ningún momento a ofrecer pruebas contundentes de la superioridad de esta interpretación. Razona que no parecer ir necesariamente de la mano de un aumento en el número o las actividades de los judíos o los herejes que nos pudieran servir para justificar un incremento en el rechazo de la población; sobre este punto si está seguro de que no encuentra prueba alguna que lo avale. Pero a la hora de relacionar desarrollo del estado burocrático e incidencia de la represión, nos seguimos moviendo en el terreno de la hipótesis, como termina por reconocer el propio autor. Sin embargo, la lectura de esta obra resulta muy interesante por las preguntas que genera, y por el ligamen que establece entre la represión de determinados colectivos, las nuevas formas de gobierno y la evolución de los procedimientos judiciales.


Quizá Moore no halla solución definitiva porque la verdad puede estar en los dos campos. Si tomamos el caso de la brujería, mis propias observaciones documentales no dejan de coincidir con una parte de la teoría de Durkheim, la que señala que: "si se establece de modo firme la creencia de que existen judíos, sodomitas o brujas y de que son contagiosos y peligrosos y obtiene un reconocimeinto general, entonces la opinión popular puede exigir a quienes los controlan que apliquen enérgicamente los instrumentos de pesecución, y se volverá contra cualquier negligencia de su parte." Sería la dinámica entre un poder que concentra progresivamente la autoridad, y unas masas populares imbuídas de determinados valores y temerosas de perder determinadas cosas, lo que generaría un ambiente represor que termina siempre por generalizarse y alcanzar incluso a sus propios inductores. La Inquisición española, por ejemplo, empezó persiguiendo judaizantes, siguió por los herejes luteranos y finalmente dedicaba casi toda su atención a la persecución de la blasfemia, los curas solicitantes de favores sexuales, la homosexualidad y prácticas similares que se daban entre la población cristiana. Como dice el poema falsamente atribuído a Brecht, empezaron por los judíos y los comunistas, pero finalmente vinieron por mí.

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