Hay libros que compro con interés pero luego van cambiando durante años de posición en las estanterías sin encontrar nunca el momento de leerlos; supongo que no soy el único a quien le sucede a menudo. Este ha sido el triste destino del publicado por Ángel Rodríguez Sánchez, catedrático de la universidad de Salamanca, Hacerse nadie. Sometimiento, sexo y silencio en la España de finales del s. XVI (Lleida: Milenio, 1998). Ahora por fin he podido echar una ojeada completa a su contenido y constituye un buen retablo de algunos aspectos sobre el sexo y el poder en la España de Felipe II. Un resumen de esta obra puede verse en la revista de la UNED Espacio, Tiempo, Forma, con el título "Un proceso sin sentencia. Acusados y acusadores en la diócesis de Coria en 1591." (nº 4, pp. 501-550)
El estudio está basado fundamentalmente sobre un extenso documento: la investigación realizada en 1591 por el obispo García de Galarza cuando tomó posesión de la diócesis de Coria (en la actual provincia de Cáceres), con "averiguación de la vida y costumbres" de sus diocesanos, una rutina eclesiástica que permitía al nuevo responsable episcopal enterarse de ciertas cosas que se deberían corregir durante su mandato. El obispo García de Galarza era un típico prelado de la Contrarreforma, imbuído de la importancia de su papel y con un perfil tan eclesiástico como político. Había tomado parte en los negocios que concluyeron con la anexión de Portugal, conocía bien la Corte y también sus obligaciones como responsable de la diócesis.
Se demandaba información sobre cómo guardaba cada vecino a las normas morales y litúrgicas de la Iglesia, y su grado de cumplimiento. Podían declarar sobre sí mismos o sobre sus vecinos, obligación que cumplieron con interés más de trescientos vecinos (de unos pocos miles), en un ejercício delatorio que iba desde el simple cotilleo hasta la pura difamación y que produjo más de mil trescientas denuncias, muchas de ellas cruzadas. Fueron muy pocos los que se autoacusaron de algo, y la mayor parte de las delaciones, particularmente las femeninas, se basaban en orígenes indeterminados, porque el/la declarante "había oído decir...".
Algunas de las faltas contempladas en el edicto fueron recogidas con negligencia. Había pecados que parecen no interesar mucho, como trabajar en domingo, jurar contra Dios o emplear expresiones dudosas sobre temas de fe cristiana, el juego, los préstamos o la corrupción. En cambio, suscitaban muchísima atención otros que ahora nos parecerían más secundarios para la salud cristiana de los diocesanos, como el sexo, el curanderismo o la hechicería. Aunque todo el mundo vigilaba cualquier cosa, las observaciones masculinas se especializaban más en la vigilancia de las conductas sexuales, mientras que las femeninas espiaban a menudo las supersticiones.
Nada menos que ciento ocho mujeres fueron acusadas de conductas sexuales inapropiadas -que iban desde el concubinato hasta relaciones episódicas- y tan sólo siete de otros pecados que no tuvieran que ver con el sexo. Como señala el autor "la verdad es que los resultados que obtuvo el obispo no eran para preocuparse mucho; salvo algunos blasfemos, los pocos que trabajaban en día de fiesta por pura y dura necesidad económica, los que usaban del tiempo de la misa para jugar a los naipes y esas mujeres reñidas entre sí que cometían excesos verbales que sólo formalizaban pequeñas irreverencias de carácter religioso, la mayoría de la gente era sana y espontánea y, al tiempo, tremendamente cotilla".
Las abundantes referencias a la conducta sexual desordenada de algunos habitantes de Coria nos permite saber muchas cosas de aquella sociedad. "Las declaraciones sobre las mujeres empecatadas son más ricas en detalles que las que se efectúan sobre los hombres; espacios de relación como los lavaderos del río, los patios de las casas, los hogares, las panaderías, las carnicerías, las iglesias y las calles vinculaciones amorosas, por su exclusividad o por su número, por la ventajosa situación económica que se derivaba de elas, despertaron una mezcla de crítica y de envidia que posibilitó una jerarquización de las 'mejores'". Llama la atención que, aunque estas mujeres podían relacionarse con hombres de todos los grupos sociales, abundaran especialmente las denuncias contra conductas desordenadas del clero. Nada menos que treinta de sus miembros fueron relacionados con este tipo de pecados.
Y, en general, el tipo de mujeres con quienes mantenían relaciones los clérigos eran personas en situaciones de indefensión. Vuelvo a dar la palabra al autor, que lo define mejor que yo: "En efecto, muchas mujeres necesitadas alimentaron las relaciones prohibidas; las viudas, las engañadas, las pobres, las moriscas, las criadas, algunas casadas con emigrantes y otras mujeres marginadas por razones diversas tuvieron que aceptar la compañía y las exigencias de los eclesiásticos para poder sobrevivir... Desde un punto de vista cuantitativo parece claro que a los eclesiásticos infamados les gustaba relacionarse más con las mujeres casdas que con las viudas y solteras, aunque de las 23 mujeres casadas, siete compartiesen a los eclesiásticos con infamados laicos que no eran sus legítimos maridos"
Son muchos los aspectos más o menos interesantes o anecdóticos que pueden observarse en este estudio, pero no podemos ocuparnos aquí de ellos. Nos detendremos en lo que sucedía en el principal punto de atención local, la llamada 'Casa de las Vandas' que, en realidad, se trataba de la casa de don Bernardino Ovando, miembro de un distinguido linaje nobiliario que destacó al servicio de Isabel la Católica y en la colonización americana. Cuando se realizaron las declaraciones, don Bernardino andaba, en efecto, por las Américas, y las féminas de su familia se convirtieron en la comidilla local, porque no se habían privado de una activa vida sexual, precisamente.
Y no eran pocas, las 'Vandas', porque en aquella casa habitaban cinco mujeres del núcleo familiar Ovando (la esposa de don Bernardino, y sus cuatro hijas, de las cuales dos son menores), junto a las hermanas de la madre y tres criadas que también participaban en su juego de relaciones sexuales. Aquello se convirtió en lugar de solaz para las dignidades de la catedral de Coria. Mientras la tía viuda y la hija segunda, Ana de Ovando, eran las amantes regulares de la máxima dignidad catedralicia, el deán Alonso Fernández de Herena, la hija mayor, Catalina, tenía relaciones con el tesorero, y la tía Elvira también estaba relacionada con el receptor de rentas, que debía compartir sus favores al mismo tiempo con el tesorero anteriormente mencionado. Una de las criadas, María, era la amante del canónigo Gregorio Gutiérrez, otra, Catalina, lo era del Racionero de la catedral, aunque también compartía regularmente escarceos sexuales con el deán, y la tercera de las criadas también era amante regular del arcediano de Valencia, Diego Ibáñez de Carmona, otro protegido del deán. Aunque parezca una monumental promiscuidad, no dejan de atisbarse reflejos jerárquicos, ya que "sólo una parte del tronco familiar sostiene relaciones estables y sólo la servidumbre parece especializada en las relaciones episódicas y múltiples".
En el caso de los hombres también aparece la misma vinculación jerárquica ya que "esta acogida no era igualitaria ni gratuita: la casa delas Vandas sólo era visitada regularmente por el deán y por el tesorero; ello explica que sean los únicos que mantienen relaciones estables y episódicas simultáneas con las Vandas puras y sus allegadas... Además puede observarse cómo el deán es el único de los dos que sobrepasa el nivel del parentesco para descender a la servidumbre. Su autoridad parece, pues, completa y els entido jerárquico de su peculiar utilización de la casa de las Vandas queda bien patente... Doña Juana [la esposa de Bernardino de Ovando]...era una alcahueta y una consentidora que obtenía beneficios económicos, prestigio y alguna forma de poder del grupo que visitaba su casa."
Fuera de la 'Casa de las Vandas', estas dignidades eclesiásticas mantenían también otras vinculaciones amorosas. El arcediano de Valencia, por ejemplo, aparece relacionado con otra mujer de manera estable y siete más de forma esporádica. El canónigo Gregorio Gutiérrez, en dos relaciones estables más y dos esporádicas. "Por otra parte la ciudad de Coria disponía de una compleja red de alcahuetes y alcahuetas que traficaban con bebedizos y con el amor. Los declarantes se refieren a tres hombres y diez mujeres que ejercían esta actividad...". Aquello debía ser un 'no parar'.
El deán, máxima dignidad del Cabildo, inferior en jerarquía sólo al obispo, y protegido de la Casa de Alba, debió ser un auténtico 'poder' en aquella sociedad "alguno lo oyó vanagloriarse de ser uno de los hombres más ricos y poderosos de Coria y los más señalaron que en su casa se jugaban grandes cantidades de dinero. Esta ambición, cuyo desorden lleva al deán a apropiarse indebidamente de frutos y ofrendas que se hacen con motivo de fiestas señaladas, que lo conduce a malvender objetos de plata destinados al culto para hacer frente a deudas de juego, a incumplir obligaciones económicas contraídas por el Cabildo en la celebración de fiestas populares, es conocida y censurada por la sociedad cauriense." Por lo que hace al complejo de relaciones sexuales que estudiamos, se dedicaba a "traspasar" sus criadas (dentro y fuera de la Casa de las Vandas) a sus compañeros de cabildo, "y este traspaso indica una jerarquización de las relaciones carnales.". De alguna manera, no hace sino repetir el juego que los linajes con influencia -aristocráticos o no- habían practicado con sus mujeres por medio del matrimonio legítimo. Vemos así que las relaciones ilícitas pueden reproducir el mismo esquema dentro de un mundo de relaciones informales, pero no menos importantes. "Todas estas conexiones convertían la casa del deán en una organización que requería dinero, gestión y un público capaz de entregarse aceptando las reglas (...) de un juego cuyos resultados daban mucho que decir; muchos de los declarantes se refirieron a las entradas y salidas de los criados de la casa trayendo y llevando víveres, y también narraron las lamentaciones del deán, quejoso de los gastos que tenía. Sin embargo, nunca se vio al deán mal vestido, abandonando su gusto por la caza, o dejando de jugar ni de salir muchas noches de su casa..."
Probablemente fue el enorme poder del cabildo lo que permitió que el deán y sus amigos no debieran afrontar ninguna consecuencia por su conducta. "(...) El obispo guardó un significativo silencio; que yo sepa no hubo procesos ni condenas y no parece que se produjeran lógicos castigos mínimos ni ejemplares". En los dos sínodos que convocó el nuevo obispo para reformar las costumbres del clero y la población en la diócesis de Coria, este núcleo de clérigos amancebados y jugadores, alguno de ellos enfermo de sífilis, ocupó las principales responsabilidades, y uno de los habituales de la 'Casa de las Vandas', el tesorero Gaspar Gómez, fue quien sustituyó al deán tras su fallecimiento, propuesto también por el Duque de Alba. Quizá por ello, como nos informa el autor, la relación incluye una anotación previa donde se informa a los posibles lectores que "se reduce a la averiguación de la vida y costumbres que hizo su Ilma. el Sr. Obispo Don García de Galarza de diferentes personas; y lo mejor es que se guarde y no se lea.". Don Bernardino regresó a Coria muy poco después, y al poco tiempo partió de nuevo para América, donde desempeñó el cargo de gobernador de Nicaragüa, llevándose esta vez con él a su familia sin, aparentemente, haberse enterado de lo que conocía toda la localidad.
Sin embargo, no podemos concluir que dicha 'averiguación' no sirviese para nada. Seguro que procuró al señor obispo munición con que pelear sus abundantes disputas con el Cabildo y con la Casa de Alba. Pero, más allá del momento puntual, este tipo de acusaciones generales ante la autoridad eclesiástica servían para dar respaldo y fomentar una determinada escala de valores sociales. "Y es que a partir de Trento todo empezó a convertirse en "general inquisición" y una buena parte de la sociedad se empeñó en fabricar rumores, otra parte en detectarlos, otra parte en hallar sospechas susceptibles de transformarse en evidencias delictivas, en espiar vidas ajenas (...) con una ideología que necesitaba homogeneizar todos los comportamientos de toda la sociedad, para lograr el objetivo esencial que es el sometimiento".
A menudo los estudios sobre historia de las mentalidades han pecado de espectacularidad y pintoresquismo sin que finalmente lleguemos a atisbar qué importancia pueden tener para ayudarnos a interpretar las claves sociales e institucionales del mundo que investigan. No es, como vemos, el caso de este libro de Ángel Rodríguez. Aquí, rastrear las aventuras amorosas de los habitantes de Coria cobra auténtico sentido historiográfico.
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