Lo único que aprendemos de la historia es que no aprendemos de la historia (Hegel)

sábado, 12 de marzo de 2011

El ocaso de los dioses. Sentido del estado y ambición política en la República romana

Es fácil tropezarse con una edición de bolsillo del libro de Tom Holland Rubicón. Auge y caída de la República romana (Barcelona: Planeta, 2007; edic. orig. 2003) en cualquier pequeña libreria de una estación de autobuses o ferrocarril. Usualmente, cabe desconfiar de que esta clase de literatura satisfaga unos mínimos criterios de calidad historiográfica, pero esta vez me atrevo a recomendarlo, y por varias razones. Tom Holland no es un investigador sino un divulgador con talento, formado, eso sí, en la magnífica tradición sobre estudios clásicos de Oxford y Cambridge. Si sus novelas ambientadas en el pasado mezclan lo terrorífico con lo sobrenatural, sin pretender más que el mero entretenimiento, estos ejercicios suyos de reconstrucción histórica no solo ponen destacadas etapas del mundo antiguo al alcance de todos, sino que suscitan interrogantes, y hasta una profunda inquietud, por poco que nos sumerjamos en el espíritu de la época que describe.


Con un impecable brío narrativo, Holland desmenuza la compleja trama de luchas políticas vivida por Roma durante el ocaso de su República, desde la muerte de Mario hasta la conquista del poder por Augusto. Centra su atención en sus principales protagonistas y en las implicaciones que tenía para el sistema tradicional de gobierno que había convertido a Roma en la dueña del Mediterráneo. Fuera quedan, evidentemente, muchas otras dimensiones de la vida y la sociedad en aquel momento histórico, por lo que, en realidad, estamos ante una obra muy especializada que sigue de cerca las fuentes conocidas del periodo, centradas, como él, en lo biográfico y lo político.

Como cabe suponer, se ve obligado a extrapolar y contrapesar los relatos de la época, a menudo parciales e incluso propagandísticos. Como todo historiador de la Roma clásica, desde Gibbon, ha tenido que realizar su propia reconstrucción. Se le ha reprochado que establezca vinculaciones entre el pasado y la actualidad; a mi no me ha parecido que esto sea frecuente ni se haga en demérito de lo explicado. Más bien expone las antiguas claves del mundo romano en términos que resulten comprensibles para nosotros, una virtud en lugar de un defecto.

Aparece ante nuestros ojos una Roma mucho más caótica y cruel de lo que permite ver el tradicional estudio de sus instituciones. Holland desea, ante todo, transmitir la imagen que los romanos tenían de ellos mismos: un pueblo conservador, austero, resuelto, amante de la libertad y que sólo emprendía guerras en defensa propia o contra la barbarie que acechaba tras las fronteras. No cuesta mucho comprobar que, con unos u otros conceptos (religión, liberalismo, democracia...) es exactamente el mismo discurso legitimador de muchos imperios que siempre han negado su vocación de tales. Los hechos no se compadecían casi nunca con estas ideas. Una lucha política descarnada, basada en la ambición personal, la corrupción y la manipulación de las tradiciones forzaba a cualquiera que desease prevalecer a apostar muy fuerte para no quedar superado por los demás. Si la no escrita constitución romana preveía toda clase de mecanismos para evitar la tiranía, el creciente poder de algunas familias senatoriales, la profesionalización del ejército y los ricos botines que podían obtenerse administrando las provincias hicieron que los frenos morales a las conductas subvertidoras del orden saltaran por los aires.

Los manuales de historia antigua suelen ofrecer una visión resumida donde las figuras se asocian a partidos, los partidos a opciones ideológicas y los bandos aparecen claramente delitimados. La narración de Tom Holland nos devuelve a un mundo de alianzas variables, donde no existían grupos bien definidos, sino más bien intereses oscilantes y donde la República iba sumergiéndose poco a poco en el caos de las ambiciones cruzadas. Las divisiones entre aristócratas y hombres nuevos, patricios y plebeyos, corruptos e insobornables, populistas y senatoriales... se entremezclaban de tal manera que podían dar lugar a un juego variable de alianzas políticas. Cuando llegue el momento crucial de enfrentar el tradicionalismo republicano con el militarismo cesarista, los cambios de bandos habrán sido tan frecuentes que cualquiera podrá llegar a justificarse utilizando los mismos argumentos.

Pero, aunque parezca contradictorio con lo anterior, también resalta la importancia del discurso ideológico en la política. Aquellos que quedan fuera de los valores sociales admitidos resultan, inevitablemente, perdedores a medio o largo plazo. Incluso quienes deseen romper con la legalidad necesitan justificar sus actos y, cuando se carece de argumentos para hacerlo, toda amalgama de figuras políticas que se intente se romperá sin tardar mucho. Más que para diseñar el futuro, las ideologías sirven en política como elemento racional de cohesión, y eso no puede olvidarse.

Otra de las cosas que podemos cuestionar, esta vez leyendo entre líneas, es el papel 'civilizador' y organizador de las conquistas romanas. De acuerdo con la lógica que explicamos al hablar de las guerras prehistóricas, el imperio romano acabó, a largo plazo, por crear un espacio jurídico y económico común, con unas instituciones compartidas, lo que acabó trayendo, casi inevitablemente, la pax romana, pero el precio a pagar fue también muy alto. Los métodos de conquista y gobierno romano no podían ser más brutales, no tanto por autoritarios como por caóticos. La necesidad de las familias senatoriales de competir unas con otras provocaba una interminable serie de expolios y abusos, de las que fueron víctimas los demás pueblos itálicos, las otras culturas del mediterráneo y hasta la misma plebe romana. Una Italia convertida en un desierto ocupado por grandes latifundios, las provincias devastadas por las guerras o el simple saqueo de los procónsules, las ciudades de oriente agobiadas por los impuestos y por la usura de los financieros romanos, recuerdan que el imperialismo clásico era tan o más depredador que cualquier imperialismo sobrevenido más tarde. Incluso llama la atención la capacidad de la República de tolerar durante mucho tiempo situaciones próximas a la anarquía en diversos puntos del Mediterráneo si eso podía favorecer su juego de luchas políticas, o intereses económicos tan crueles como la captura masiva de esclavos. Ni siquiera la sumisión a los nuevos amos o los tratados de paz constituían la más mínima garantía frente a esta rapacidad depredadora. La seguridad jurídica para los habitantes del nuevo imperio será un proceso muy largo que requerirá varios siglos de asentamiento institucional y el fin del expansionismo. Semejantes dosis de violencia terminará cobrándose un gran numero de víctimas incluso entre la oligarquía. Como señala el autor, durante el mandato de Nerón, tan sólo el 5% de las familias senatoriales procedían de los aún no lejanos tiempos de la República.

También resulta interesante constatar cómo, cada vez que se tomaba un camino equivocado en la gestión política, se creaba una situación nueva -y peor-. El resto de protagonistas debían, por claras que fueran sus ideas y correctos que fueran sus objetivos, reposicionarse en función de la situación dada, lo que les impelía a caer en diferentes contradicciones y dejaba espacios para subsiguientes manipulaciones interesadas. Los pecados contrapuestos del populismo y del tradicionalismo oligárquico iban pudriendo el normal funcionamiento de las instituciones y no dejaban espacio para la racionalidad política. En palabras del autor, "habían convertido la República en un tortuoso laberinto en el cual lo que antes eran caminos familiares se convertían en callejones sin salida". Bien pensado, tampoco suena hoy tan extraño, y éste fue el gran pozo en el que terminó por diluirse el sentido del estado que había inspirado los valores republicanos.

Como señala también Tom Holland, una de las mejores cosas del último medio siglo ha sido liberar la política contemporánea de la obsesión por imitar los valores y comportamientos de la antigua Roma, imperativo que se percibe con claridad en todo el pasado de la cultura occidental, desde el Renacimiento hasta la fundación de los Estados Unidos, la Revolución Francesa o el militarismo de la Primera Guerra Mundial. Una visión idealizada y sobrevalorada de lo que los romanos pregonaban sobre ellos mismos sostuvo el mito de la Roma republicana, y aún de la imperial a lo largo de los siglos. A buen seguro, las lecciones que debemos extraer de este pasado no es la de unos valores que, ciertamente, aportaron cosas positivas, pero sembraron la destrucción, y la autodestrucción, a una escala demasiado grande.

Trazar paralelismos entre aquella época y la actualidad sería un ejercicio mixtificador e inútil, pero la lectura atenta del libro provoca un sentimiento de inquietudes compartidas, como si miráramos también nuestra propia imagen en un espejo. No se debe a fáciles comparaciones, sino que Holland ha sabido transmitir que la vida social y las inquietudes individuales de los romanos eran, como las nuestras, humanas, demasiado humanas

1 comentario:

  1. Algunas de las ideas expuestas aquí son las que me han servido a mí para desmitificar (en la medida de mis fuerzas) figuras como César, que siendo buen escritor y excelente general, no dejaba de ser tan cruel como otros, tan feroz como él acusaba a los pueblos bárbaros y tan perjudicial para la República romana como otros ambiciosos que se enriquecieron con su conrrupción.

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