Lo único que aprendemos de la historia es que no aprendemos de la historia (Hegel)

sábado, 26 de marzo de 2011

Sed de sangre

Esta vez no se me ha ocurrido una frase mejor para iniciar la entrada que el título del mismo estudio que comentaremos: Sed de sangre. Historia íntima del combate cuerpo a cuerpo en las guerras del siglo XX, de Joanna Bourke (Barcelona: Crítica, 2008). Más allá de la historia militar, de las tácticas y estrategias, el libro quiere describir la experiencia de los soldados sometidos a la violencia física en un contexto de guerra. La autora es psicóloga y su obra no es, por tanto, un libro de historia en sentido estricto, pero resulta muy interesante ya que basa sus observaciones en los testimonios personales de soldados anglosajones participantes en la Primera y Segunda guerras mundiales y en el conficto del Vietnam. En pocas ocasiones ha aparecido retratada con tanta nitidez la dimensión agónica del ser humano, el espectáculo de la crueldad observado en un espejo donde descubrimos a seres como nosotros y a los que debemos sostener fijamente la mirada. Un auténtico viaje de descubrimiento a los repliegues del alma. Y también un recuerdo estremecedor de episodios que reflejan una realidad muy diferente a lo que nos cuentan y a lo que deseamos aceptar sobre nuestro pasado más reciente.


El subtítulo de la edición castellana no es del todo afortunado a la hora de resumir el contenido de la obra, mucho más transparente en el original inglés: An Intimate History of Killing. En efecto, no se trata de analizar una forma determinada de combate, sino la experiencia de la violencia y la muerte: la de los compañeros que ves caer a tu lado, la que inflinges al enemigo, la que se ceba en las poblaciones civiles... Los horrores directos de un conflicto aparecen en este estudio sin tratamientos eufemísticos, como hablar de 'bajas', 'pérdidas' o 'daños colaterales'. Aquí hay víctimas y verdugos, y unas estructuras militares y académicas (quienes teorizan sobre estas cuestiones) que enmarcan, encauzan, e incluso alientan, un uso eficaz de la crueldad y la violencia como armas de guerra.

Más que un libro sobre las víctimas, más que una obra antimilitarista o de denuncia, Sed de sangre es un estudio sobre los 'ejecutores': sobre el soldado que es dirigido hacia un conflicto, entrenado, sometido al fuego enemigo y puesto en la tesitura de matar o morir, en un abanico de situaciones tan amplio que, forzosamente, debe ser comprimido para hacerlo inteligible y útil. J. Bourke inicia su obra describiendo la preponderancia de los sentimientos antimilitaristas después de cada conflicto. La sociedad rechaza los múltiples aspectos negativos de la guerra, pero esto no quiere decir que tal sentimiento refleje exactamente lo sucedido, ni la experiencia real de muchos combatientes. Las guerras del siglo XX han sido también el fruto de un determinado ambiente social y unos determinados valores culturales que ensalzan al héroe violento y que transmiten una imagen positiva de la guerra. Sobre esta base se construyó y se construye una 'propaganda' que permite movilizar la sociedad e impulsar el entusiasmo bélico de los combatientes.

Estos aspectos no le parecen secundarios a la autora, sino primordiales para entender un conflicto armado, ya que la respuesta de los soldados a la necesidad de luchar físicamente no es sencilla. Los ejércitos destinan muchos recursos para obtener una determinada actitud de los soldados, para despertar su ansia de combate, sin que hayan dado hasta el momento con una varita mágica que permita 'programarlos'. Son muchos los que se hunden moral o mentalmente, son muchos los que se inhiben o los que reaccionan negativamente, muchos los que racionalizan su rechazo o se limitan a cumplir con lo que consideran su 'deber', y también muchos los que se entregan con diferentes grados de pasión a la nueva tarea. Entre lo más interesante de la obra de Bourke está descubrir que la experiencia de combate, incluso la violencia ejercida sobre otras personas, puede ser un acto placentero. Tanto, que muchos soldados se niegan a hablar de sus recuerdos de guerra, no tanto por los horrores que vivieron, como por no confesar la intensidad de sus sentimientos y el placer que sintieron. Todo aquello que les está prohibido en la vida social, está permitido en tiempo de guerra y, más que indescriptibles, muchas cosas que suceden son auténticamente 'innombrables'.Admitir que no todo es horror y caos resulta esencial para conocer las motivaciones del soldado y el origen y responsabilidad de algunas conductas.

Bourke dedica también una buena parte de sus consideraciones al análisis del papel que el ejército, los profesionales de la medicina, la psiquiatría o la psicología, incluso los mismos capellanes castrenses, han tenido a la hora de conformar las experiencias y la reflexión de los soldados sobre esta violencia. Los sesudos análisis y las vivencias de profesionales en todos estos campos combinan las opiniones de aquellos deseosos de encontrar herramientas de motivación para el soldado, con las de quienes tratan de rehacer su equilibrio, o las de quienes se manifiestan críticos con la forma en que muchos son llevados a auténticos 'mataderos'. Al mismo tiempo, la realidad de lo sucedido en los diferentes conflictos contrasta vivamente con la teoría del adoctrinamiento, dadas las enormes diferencias personales entre los soldados, su reacción escéptica ante todo lo que sean mensajes 'externos' a su propia experiencia de combate, las diferencias raciales o de clase dentro del mismo ejército, la presión social y familiar, etc. Un panorama de fuerzas interactuantes que provoca resultados y experiencias muy complejos.

Son muchos los aspectos llamativos de este estudio, donde se trabaja la figura del héroe y la del antihéroe, las relaciones de camaradería, el valor y el odio, etc. Pero uno de los elementos que más me ha llamado la atención ha sido su análisis sobre la brutalidad de las formas de guerra generadas en ejércitos occidentales. Frente a la imagen transmitida por los medios de comunicación, la prensa o la literatura, la realidad de la actuación de los ejércitos de Estados Unidos, Inglaterra, Australia, Canadá y otros estados, en donde se supone que rige un código de conducta política y social basado en un mínimo respeto a los derechos de las personas y a la limitación de los daños infringidos por la guerra, se revela totalmente contraria a lo que frecuentemente desearíamos pensar de nosotros mismos o de quienes percibimos que representan nuestros valores.

Joanna Bourke dedica un capítulo a los crímenes de guerra, y una buena parte del mismo a la 'complicidad militar' con la existencia de estos crímenes de guerra. Todos podemos entender que, en una situación de violencia generalizada, se cometan excesos que resultarían difícilmente inteligibles en un contexto social pacífico. Pero la autora no habla de la moral en la guerra. Lo que desea analizar es la experiencia de aquellos que cometieron, permitieron o también se opusieron a auténticas atrocidades, gratuitas e indescriptibles, y la razón de que estas diferentes conductas puedan darse en el seno del mismo ejército o la misma sociedad.

Uno de los escenarios más impactantes es el comportamiento de los soldados aliados, particularmente los norteamericanos, durante la guerra del Vietnam. La existencia de acciones tan poco asimilables a los 'valores' proclamados por Estados Unidos como la violación de enfermeras norvietnamitas a las que luego se les introducía bengalas en sus vaginas y se las hacía arder, o el asesinato sistemático de todos los prisioneros, cuyas muertes se atribuían -también en la Segunda Guerra Mundial- al frío fanatismo de los asiáticos que les hacía luchar hasta la muerte. No se trataba de conductas aisladas, sino sistemáticas. Testimonios de soldados descubren, por ejemplo, que cuando una unidad tenía que salir a realizar patrullas prolongadas "lo que los hombres hacían era deslizarse en una aldea [amiga], secuestrar a una mujer y violarla entre todos. Después de ello, los soldados, dependiendo de su estado de ánimo, la liberaban o la mataban.".


Este tipo de acciones, que nada tienen que ver con la eficacia en combate, y que solo se comprenden desde una moral profundamente alterada donde el único criterio es que los soldados acepten luchar por brutales y precarias que sean las condiciones, nunca fueron reprimidas por los superiores de estos militares. Como uno de los soldados describe, algunas veces los oficiales superiores decían: <<Bueno, mirad, tenéis que calmaros un rato, ya sabéis, dejad pasar un tiempo entre una y otra vez>>. Pero nunca se nos disuadió de continuar. La excusa más empleada para negarse a condenar estos actos es que sólo los militares, y los que hubieran estado en línea de combate, tenían el derecho a juzgar lo que hacían sus compañeros. La imagen 'heroica' del soldado no podía ser en modo alguno empañada por acusaciones que mostraran el reverso de la medalla. En todas estas guerras -hay ejemplos desde la I Guerra Mundial- "los oficiales de alto rango reconocían que el comportamiento agresivo hacia los prisioneros detrás de las líneas fomentaba el espíritu de ataque entre las tropas y consideraban que castigar a los infractores reduciría la probabilidad de que los soldados actuaran de forma agresiva cuando era legítimo hacerlo". Los responsables de los' boinas verdes' y los 'marines' norteamericanos consideraban que "los hombres incapaces de matar a un prisionero carecían  de la <<aptitud psicológica>> necesaria (...) y debían ser destinados a otras unidades. Numerosos soldados reconocieron que sus instructores les habían dicho que podían <<violar a las mujeres>> y que se les había enseñado cómo desnudar a las prisioneras, <<hacerlas abrirse>> y, después, <<introducir palos puntiagudos o bayonetas en sus vaginas>>". Incluso se recoge que "El hecho de que se permitiera a los soldados violar mujeres era presentado como un incentivo para animar a los marines a ofrecerse como voluntarios para luchar en Vietnam.". Estas conductas no eran exclusivamente norteamericanas y se extendían también, aunque no se ofrecen tantos ejemplos, al resto de ejércitos aliados. En todos, no solo las legislaciones sobre crímenes de guerra resultaban enormemente confusas sino que siempre quedaba muy poco claro a quien debía responsabilizarse sobre ello, ya que los soldados podían alegar el cumplimiento de órdenes, y los mandos un exceso de celo de sus subordinados.

En este contexto, resultan mucho más inteligibles sucesos bien conocidos como el de la matanza de My Lai, que se deseó presentar como casos aislados pero que, a la vista de los muchos datos que aporta Joanna Bourke, debieron constituir más bien la realidad cotidiana de la guerra. En My Lai, ciento cinco soldados, durante la mañana del 16 de marzo de 1968, acorralaron a quinientos habitantes de una aldea donde no había un solo combatiente vietcong y nadie había hecho uso de ningún arma, y se dedicaron a masacrarlos sistemáticamente. "En el lapso de unas cuantas horas, los miembros de la Compañía Charlie se habían 'divertido' y reído violando y sodomizando mujeres, desgarrando vaginas con la ayuda de sus cuchillos, pasando civiles por la bayoneta, arrancando el cuero cabelludo a los cadáveres, grabando en sus pechos un as de picas o la inscripción 'Compañía C', matando animales y prendiendo fuego a chozas de techos de paja. Otros soldados habían llorado abiertamente al abrir fuego contra multitudes de ancianos, mujeres, niños y bebés que no les oponian resistencia alguna. Las tropas estadounidenses en ningún momento encontraron fuego enemigo o cualquier otra forma de resistencia distinta de las suplicas de quienes imploraban piedad. Con todo, los soldados 'solo' estaban obedeciendo órdenes, cumpliendo con su deber y, según dijeron, incluso un bebé pequeño podía ser un vietcong (...) Después de la masacre, los hombres de la Compañía Charlie se abrieron camino prendiendo fuego a unas cuantas aldeas cercanas hasta que al final llegaron a la playa, donde se desnudaron y se arrojaron al agua. Un año después, el cabo Michael Bernhardt recordaba que en la compañía no se advertía <<ninguna sensación de resaca, ninguna cavilación sobre el bien y el mal>>."

Si este caso salió a la luz fue porque unos pocos miembros de otras unidades trataron de defender a algunos civiles y terminaron por denunciarlo. Dos años después de la masacre, dieciséis oficiales y nueve soldados fueron acusados de varios crímenes, desde negligencia en el cumplimiento del deber hasta homicidio premeditado. Todas las acusaciones fueron retiradas 'por falta de pruebas' o 'en interés de la justicia', aunque, contradictoriamente, se degradó a algunos de ellos y se les retiraron sus condecoraciones. El único encausado fue el jefe de la unidad, el teniente William 'Rusty' Calley, que se convirtió en un personaje conocido internacionalmente. Tras un largo juicio, fue condenado a cadena perpetua, pero la sentencia fue reducida en diversas apelaciones por los tribunales superiores, y por una gracia especial del presidente Nixon, quien además dió órdenes especiales para que se le encerrara en su apartamento de Fort Benning en lugar de una prisión militar. Después de tres años de arresto domiciliario, se le concedió la libertad en 1975.

Pero no fueron solo Nixon y algunos jueces militares quienes exculparon en la práctica a la Compañía Charlie, sino una buena parte de la sociedad norteamericana, empezando por los juristas que siguieron el caso, quienes, en medio de una orgia de descripciones de actos sádicos, adoptaron una pose distante "igualmente cruel: se simpatiza con los verdugos (a los que se describe como 'personas como nosotros') antes que a las víctimas (...) Oficiales de altísimo rango le bombardearon con cartas de apoyo y (la noche antes de que se le condenara) un centenar de soldados desfilaron fuera de la estacada de Fort Benning, coreando: <<¡La guerra es el infierno!¡Liberad a Calley!'. El comandante nacional de los Veteranos de las Guerras Extranjeras (...) se mostró horrorizado y declaró a los periodistas que <<en todas las guerras se han producido situaciones como la de My Lai. Ahora por primera vez en nuestra historia hemos juzgado a un soldado por cumplir con su deber>> (...) incluso los veteranos de izquierda, que se oponían a la guerra, opinaron que no se debía haber permitido que la acusación de Calley siguiera adelante (...) Los civiles estadounidenses y australianos (...) tendían a responder a las noticias sobre las matanzas de no combatientes 'enemigos' de dos formas diferentes: la negación y la resignación. Cuando las atrocidades de My Lai llegaron a los titulares, muchas personas se negaron a creer que hubiera habido una masacre (...) En un sondeo realizado por la revista Time en 1970 dos terceras partes de los encuestados dijeron no haberse sentido disgustados al conocer la horripilante historia de lo ocurrido en My Lai: <<En una guerra son normales este tipo de incidentes>>". Bourke recoge hasta testimonios de historiadores que disculpan lo ocurrido dado el contexto de 'combate'.

Pero, frente a esta aceptación del horror, "la condena de Calley por homicidio premeditado suscitó una respuesta completamente diferente. La negación y la resignación dieron paso a la furia. Las juntas de reclutamiento de Arkansas, Florida, Kansas, Michigan, Montana y Wyoming renunciaron en señal de protesta; a lo largo y ancho del país se izaron banderas a media asta en capitales estatales; y organizaciones de veteranos como la Legión Americana y Veteranos de las Guerras Extranjeras iniciaron campañas para recaudar fondos para sufragar la apelación de la sentencia (...) En las veinticuatro horas que siguieron a la sentencia, el presidente Nixon recibió más de cien mil cartas y telegramas, casi la totalidad de ellas solicitaban que se liberara a Calley. Cientos de miles de pegatinas con el lema 'Free Calley' se pegaron en los parachoques de los coches y una compañía discográfica de Nashville lanzó un sencillo (...) titulado 'The Battle Hymn of Lieutenant Calley' cantado por un grupo de Alabama que se hacía llamar 'Campañía C' [que] vendió más de doscientas mil copias el día de su lanzamiento, y al cabo de una semana las ventas habían alcanzado el millón (...) Inmediatamente después de que se conociera la sentencia (...) sólo el 9 por 100 de los estadounidenses aprobaba el juicio, mientras que casi el 80 por 100 se oponía a la sentencia. Entre este último grupo, una quinta parte de los encuestados pensaba que la masacre no era un crimen.". Calley terminó por ganar una pequeña fortuna con la publicación de diversos libros en que, fría y hasta cínicamente, describía su participación en los hechos sin manifestar nunca su arrepentimiento.

Todas las culturas desean verse como paradigmas del honor y la rectitud. Todas se sienten amenazadas por 'bárbaros' radicalmente diferentes a ellos. La sociedad occidental ha denunciado, con razón, los crímenes de guerra cometidos por japoneses, nazis, comunistas, terroristas islámicos... una pléyade de gentes que, se dice, no comparten los valores o las normas de nuestra cultura. Pero se trata de un espejismo. También estamos unidos por lo peor al resto de la humanidad, individual y colectivamente. No es un problema exclusivo de los militares que participaron en estas guerras, sino de una determinada manera de justificarnos y observarnos a nosotros mismos como sociedad. 

El libro también profundiza en las razones alegadas por quienes participaron o no denunciaron centenares o miles de situaciones similares: el espíritu de cuerpo, el miedo a los propios compañeros, el temor a represalias del mando, la sensación de que jamás serían escuchados, etc. Describe todas estas motivaciones y estudia lo sucedido con quienes sí explicaron lo que estaba pasando. En general, no sufrieron esas temidas consecuencias que se mencionan como excusa. No era la dura realidad lo que impedía convertir la guerra en algo más digno y honorable, era la propia esencia de nuestra escala personal e institucional de valores la que imposibilitaba hacerlo, la mayor empatía empleada con los verdugos antes que con las vítcimas.

Pese a lo dicho, Sed de sangre es un libro de análisis y no de denuncia. Por ello no deja de resultar una lectura descarnada y terrible, más interesante que muchas otras. Estos días la prensa recoge la apertura de juicio contra una pequeña unidad de Estados Unidos acusada de asesinar sin motivo a un adolescente afgano que se dirigía tranquilamente hacia ellos, de regodearse con el cadáver y de intentar hacer pasar este acto como lucha antiguerrillera. Quizá del resultado y las reacciones dependa saber si nos hallamos en el mismo punto que cien, setenta o cuarenta años atrás.

1 comentario:

  1. Este tema va a ser llevado próximamente a la pantalla, estrechamente relacionado con la Batalla del Ebro.

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