Aprovechando la efeméride del 23-F se ha reeditado el libro de Paul Preston Juan Carlos. El Rey de un pueblo (Barcelona: Ramdom House-Mondadori, 2011; ed. orig. 2003). Conozco bien la obra de Preston desde que me tocó colaborar en la edición de su biografía de Franco, y veo que en este libro mantiene todas las características de su estilo. Pese a que dista de ser la obra definitiva que vaya a escribirse sobre el actual rey de España, a mi juicio es, hoy por hoy, la más completa en el mercado y proporciona una visión de conjunto sobre la trayectoria, sobre todo personal, de Juan Carlos, llena de luces para el autor, pero también de alguna sombra.
Preston tiene grandes virtudes como biógrafo, y también limitaciones. La más importante, depender en exceso de los testimonios personales y de obras ya publicadas sobre los biografiados y su entorno. Aunque acumula un importante saber bibliográfico, no suele manejar documentación que le permita contrastar la veracidad de estos testimonios, y sus obras se resienten con claridad de esta falta de capacidad crítica. Además, tal como hizo con Franco, estudia con perspicacia las etapas formativas de la persona, hasta conseguir trazar un perfil bien recortado de su carácter; en cambio, cuando se trata de explicar al hombre maduro, se mueve ya más ligero de equipaje, aunque, en este caso, su conocimiento de las tareas abordadas por el Rey desde la llegada al Trono es bastante más completo de lo que expuso en el caso de Franco. En el haber figura su capacidad de engarzar cronológicamente el discurso sin saltos en el tiempo, pero sin dejarse a la vez atrás nada importante. Esto se agradece mucho, ya que ofrece al lector la ocasión de crecer y evolucionar con el biografíado, haciéndole cómplice de una vida interior y exterior que se comparte paso a paso.
Si contra Franco, y con el perfecto derecho que tiene aquel que no oculta sus opiniones, Preston cargaba toda su artillería a fin de denunciar las insuficiencias y la crueldad del dictador, en el caso de Juan Carlos, debemos decir que se nos ha puesto áulico. De la misma forma que un historiador no debe disimular sus fobias si éstas se hallan bien argumentadas, también resulta honesto que manifieste sus simpatías, y que valore cuanto le parezca digno de ser alabado. Pero, en esta ocasión, Preston va más allá. Cierto que apunta algún aspecto poco claro en la biografía o la actuación personal del primero príncipe y luego rey, pero no acaba nunca de profundizar en estas cuestiones (aquí se nota una vez más el problema de confiar básicamente en los testimonios personales) y, en cambio, dedica todo su esfuerzo a ofrecer una visión lo más positiva posible, no sólo del nuevo rey, sino de toda la dinastía.
En ocasiones, roza lo poco permisible en un historiador, quien no debe soslayar aquello que no le convenga. Por ejemplo, no se puede empezar una obra sobre los últimos Borbones presentando brevemente a Alfonso XIII como un honesto cabeza de dinastía exiliado de España poco menos que por propia voluntad y casi ajeno a las querellas ideológicas europeas en los años 30. Preston sabe perfectamente que si el abuelo de Juan Carlos abdicó no fue sólo por evitar un baño de sangre entre españoles -lo que afirma como única explicación del hecho- sino porque tampoco había en abril de 1931 nadie dispuesto a defender su Trono. Tampoco se puede pasar de puntillas por el hecho de que la familia real española terminara fijando su residencia en una Italia dominada por el fascismo. Si tenían miedo, como afirman, de sufrir algún tipo de agresión en la Francia del Frente Popular, podían perfectamente haberse trasladado a Inglaterra, patria de la reina Victoria Eugenia, o a otro estado donde aún gobernara la democracia parlamentaria. Lo cierto es que Alfonso XIII nunca creyó mucho en el parlamentarismo y manifestó, en cambio, claramente sus preferencias autoritarias. Preston lo trata como un mero asunto familiar.
Otro detalle áulico es probablemente su valoración del papel del conde de Barcelona, padre de Juan Carlos. En las páginas del libro vemos cómo está dispuesto a unir su destino sucesivamente con Franco, con los nazis, con los Aliados, con el centro izquierda republicano, con el tradicionalismo carlista, con el falangismo más reticente a la monarquía, con el franquismo conservador, con el liberalismo, con las nuevas fuerzas de oposición antifranquista... Para Preston esta constante búsqueda de aliados para recuperar el Trono es un "sentido de misión dinástica". Otras personas podrían calificarlo simplemente de ambición familiar de poder al margen de las ideologías. Es cierto que la candidatura de Don Juan terminó por identificarse en la España franquista con la defensa del parlamentarismo y la democracia, pero el Pretendiente al trono aparece siempre -sin que Preston se detenga casi a comentarlo- rodeado de ultraconservadores tan acendrados como Vegas Latapié, de personas involucradas en la gestación del 18 de julio como Gil Robles, o de franquistas tan comprometidos como José María Pemán, por no hablar ya de monárquicos de un notorio derechismo como Torcuato Luca de Tena. No parecía el mejor entorno para garantizar la auténtica adhesión a una democracia avanzada de corte europeo y eso quizá debería haberse señalado.
Las mejores páginas son sin duda aquellas que describen el proceso de formación de la personalidad del futuro rey, y la enorme tensión que supuso conseguir sobrevivir en las turbulentas aguas del franquismo. Por lo que dice el autor, Franco tuvo pocas dudas de que Juan Carlos era el candidato llamado a sucederle, siempre y cuando se tratara de una monarquía 'instaurada' por él, y no 'restaurada' después de su dictadura. Esto no impedía, como es bien conocido, que presionara al futuro rey jugando con otros posibles monarcas, como los tres autoproclamados herederos de la rama carlista, o Alfonso Borbón-Dampierre, primo de Juan Carlos y marido de la nieta favorita del Caudillo. Debía, además, hacer frente a la declarada hostilidad del sector más fascista de la Falange, y a la de la propia familia de Franco. No parece que éste se dejara en ningún momento desviar del proyecto inicial de poner todo en manos del nuevo Príncipe de España, pero Juan Carlos debía andar con pies de plomo pues cualquier gesto suyo, favorable o desfavorable al Movimiento, era inmediatamente transmitido hasta El Pardo, y constituía la comidilla del Régimen. Fueron una juventud y una primera madurez sacrificadas a un juego de ambiciones cortesanas con muchos vértices, incluído su propio padre, el conde de Barcelona.
Divierte leer las constantes trifulcas del dictador con su yerno, el marqués de Villaverde, enemigo declarado de Juan Carlos, o las pequeñas jugadas que Franco hacía incluso a su esposa, a quien nunca dejó intervenir en las cuestiones decisivas del Régimen hasta casi el momento de su muerte. Preston desecha cualquier insinuación de que Franco nombrara sucesor a Juan Carlos consciente de que este podía empujar el Régimen hacia una monarquía constitucional. Por el contrario, sólo lo hizo convencido de que sería fiel a su memoria y a sus principios, y de que el franquismo sobreviviría con un rey marcado muy de cerca por las instituciones que él había creado. También parece claro, y no sólo por esta biografía, que su heredero no contemplaba desde mucho antes caminar en esa misma dirección.
Preston descarta la complicidad del rey en la llamada 'operación Armada', que pretendía hacer jefe de gobierno a este general antes del 23-F. Sobre este punto no ofrece más pruebas que un seguimiento detallado de los acontecimientos y la constatación de que el rey pudo haber optado con facilidad por esta vía en las semanas inmediatamente anteriores al golpe. Sin embargo, no termina de resolver las posibles contradicciones que se dan en este asunto y, por tanto, la cuestión queda aún en el aire.
Sabe transmitir Preston la imagen de un Rey preocupado, pero ilusionado en el inicio del periodo de la Transición, y también la de un Rey agobiado por el terrorismo, la descomposición de la UCD, y el aislamiento de Suárez al final de este primer tramo de gobierno. Lo que viene después ya resulta puramente anecdótico y, tal como sucedía en la biografía de Franco, Preston no va mucho más allá de lo que sabe o sospecha toda la opinión pública. Aunque se trate de un periodo poco espectacular, no me cabe duda de que merece más atención y podría haber sido un magnífico colofón a la obra.
En resumen, una correcta biografía, desequilibrada por un exceso de empatía hacia el biografíado. Preston parece revestir aquí los ropajes de cronista palaciego de la dinastía.
No hay comentarios:
Publicar un comentario