Lo único que aprendemos de la historia es que no aprendemos de la historia (Hegel)

sábado, 20 de octubre de 2012

Éxito o fracaso de la Revolución Industrial española

Los mitos históricos a veces se forjan, no sobre supuestos éxitos de una colectividad, sino también sobre sus deficiencias. Uno de los más insistentes y compartidos juicios sobre la historia de España reside en el fracaso -o el retraso- de su economía a la hora de sumarse a la Revolución Industrial que hizo encabezar a Europa el progreso material del mundo. Fracaso que resulta todavía más hiriente cuando se compara con el predominio colonial que había tenido la Monarquía hispana en los siglos anteriores.

Ahora que la economía española vuelve a estar en boca de todos como ejemplo de oportunidades perdidas y mala gestión de los recursos, se me ha ocurrido volver la vista hacia un libro escrito en circunstancias muy diferentes, en los años 90, cuando muchos se asombraban de que la España trágica de la guerra civil se hubiese transformado en el “milagro español” de los sesenta, la supuestamente impecable transición a la democracia de los setenta, la llegada al poder de los socialistas en la década siguiente, y el 'annus mirabilis' de 1992, con el éxito colectivo que supuso la organización de las Olimpiadas en Barcelona y la Exposición Universal de Sevilla, todo ello acompañado de unas estadísticas que pusieron la renta española cerca de la italiana y cada vez más próxima a la de estados punteros que hasta entonces habían servido tan solo de lejana referencia. David R. Ringrose, profesor de la universidad de California, se dispuso a explicar la lógica de tales éxitos en su obra España, 1700-1900, el mito del fracaso (Madrid: Alianza Universidad, 1996) donde, con una relectura original, daba la vuelta a las consideraciones pesimistas hechas sobre el desarrollo español de los dos siglos anteriores. Curiosamente, sus conclusiones también pueden arrojar mucha luz sobre la crisis actual y sus orígenes.

El propósito confesado de su tesis es cuestionar la aportación de autores clásicos de la historia económica española como Jordi Nadal, que han establecido las explicaciones más aceptadas sobre el atraso del desarrollo hispánico. Según Ringrose, estos autores han estado a menudo más pendientes de lo que no sucedió -según el modelo inglés de Revolución Industrial- que de lo que verdaderamente ocurría en la península Ibérica. Centrar la imagen del progreso en la instauración de una economía fabril con empleo intensivo de capital, desprecia la importancia de los otros factores concurrentes en el crecimiento de los siglos XVIII y XIX y en la capacidad de mantener un constante incremento de la población. Más que preguntarse lo que fué mal en España, este investigador prefiere plantear “cómo encajó España en el abigarrado rompecabezas de aceleración del crecimiento económico europeo después de mediados del siglo XVIII”

También se hace una crítica al supuesto protagonismo de la burguesía en todo este proceso, tal como presumieron los historiadores liberales. Dieron por sentado que, oprimidos por el estado absolutista y los poderes tradicionales, la escasa burguesía española habría protagonizado en el Siglo de Oro una 'traición' a su propio ser asumiendo los valores aristocráticos, buscando su conversión en una clase de rentistas y terratenientes. Esto había impedido que el oro de América se invirtiese de una manera productiva y España pudiese imitar el modelo comercial de Holanda, por ejemplo. En el siglo XIX, esta burguesía habría sido incapaz, por su escaso número y fuerza, de romper con los obstáculos históricos que salieron a su paso, debiendo plegarse a la resistencia de esos mismos poderes tradicionales que seguían dominando una especie de 'España eterna'. Tan sólo los núcleos con una burguesía más activa, como Cataluña, consiguieron imitar los modelos europeos en medio de grandes dificultades.

Para Ringrose no hubo ni protagonismo ni traición de la burguesía. Más que en una clase social única y bien perfilada, deberíamos fijarnos en el papel de las élites del Antiguo Régimen en su conjunto que, según él, contribuyeron en buena medida al tránsito entre las formas precapitalistas y capitalistas de la economía, así como a la transición política hacia el constitucionalismo liberal. La continuidad de familias y clientelas en el control político de la vida local y regional es uno de los pilares de la tesis de Ringrose, así como en el hecho de que las fórmulas familiares y clientelares de la aristocracia y la burguesía fueran en buena medida coincidentes, tanto en el terreno político como económico. Como señala, “buena parte de la actividad fue creada por la reunión y redistribución de riqueza realizadas por el estado, por la nobleza terrateniente y la Iglesia. De hecho, hay pruebas importantes de que la vida económica organizada por los mercados y por el estado, se sostuvieron recíprocamente en todas partes de Europa.” La inversión en la tierra o en la administración de bienes nobiliarios y eclesiásticos no sería tanto una traición como una opción lógica dado el contexto económico en que se movian, y la asunción de comportamientos similares a los de la nobleza, una mera cuestión de estrategias compartidas. Considera que el segmento social que controló el estado entre 1700 y la I Guerra Mundial, en el contexto de una economía en expansión, fue mucho más estable de lo que las apariencias y los historiadores han admitido tradicionalmente. No se enfrentaba un grupo antiguo a uno moderno, sino que familias procedentes de diferentes medios (nobleza, oligarquías municipales, familias comerciantes, arrendatarios rurales...) encontraban la manera de perpetuarse y compartir los beneficios de diferentes sistemas económicos, evolucionando con ellos en el tiempo.

El tercero de sus ejes de reflexión es abandonar el marco de la nación-estado como ámbito de estudio, tanto en el pasado más reciente como en el más lejano. Para los monarcas españoles del siglo XVI sus dominios no se limitaban al espacio castellano, y la economía tampoco se valoraba tan sólo en ese terreno. Las inversiones de flamencos y alemanes en la explotación de los recursos americanos así lo demuestran. En el otro extremo, no podemos considerar a la España del siglo XIX como un único mercado, y analizarlo tratando de homogeneizar sus variables. Es necesario distinguir espacios regionales y redes urbanas que servían para organizar el territorio. Ringrose establece, como unidades fundamentales la existencia de cuatro ámbitos económicos: el mediterráneo ( que a partir de Barcelona organizaba el tráfico por el Mediterráneo hasta Málaga), el valle del Guadalquivir (organizado en torno al núcleo de Sevilla y Cádiz), el norteño (que desde Bilbao se fue extendiendo hacia occidente hasta alcanzar Galicia, con un creciente protagonismo de Santander) y el espacio interior castellano-extremeño (con centro en Madrid, pero que progresivamente fue vinculando parte de su territorio hacia las diferentes economías costeras).

La primera de estas zonas, la levantina, era una red esencialmente costera, que en realidad formaba parte de un arco de desarrollo más amplio que incluía Marsella y Génova y enlazaba con Cádiz y Gibraltar. Zaragoza fué su unica referencia en el interior, pero a través de los puertos de Alicante y Cartagena se vinculaba con Castilla la Nueva. La Cataluña derrotada de 1714 experimentó durante el siglo XVIII un desarrollo sin precedentes en la época borbónica, que permitió a Barcelona pasar de una población de treinta mil habitantes a más de cien mil en 1800.

La red norteña conoció un primer auge a partir de los puertos vascos. La existencia de aduanas forales en estos territorios animó a los Borbones a facilitar las conexiones del norte de Castilla con la espléndida bahía de Santander, cuya actividad creció notablemente a fines del siglo XVIII. Los comerciantes vascos respondieron invirtiendo en el puerto cántabro, y llevando su actividad hasta Galicia. Primero por Vitoria y Burgos, y luego por Valladolid, se conectaron con el trigo y el vino de Castilla y La Rioja, y llevaron su comercio hasta Madrid. También formaba parte de una red más amplia con centro en Burdeos.

Los problemas de los siglos XVI y XVII incidieron negativamente en el espacio económico castellano, donde no se produjo una jerarquización natural de los núcleos comerciales y, por tanto, una estructuracion de la red urbana. Una vez asentada la capital en Madrid, el crecimiento de ésta, por razones cortesanas y administrativas, atrajo los flujos económicos y dejó el resto de ciudades como centros secundarios a su servicio. Esto no quiere decir que tal espacio no fuera, poco a poco, dinamizándose. Castilla la Nueva se iba vinculando a sus vecinos del este y el sur. El norte de Castilla la Vieja quedó integrado en la red cantábrica, particularmente cuando, tras la pérdida de las colonias americanas y la instauración de aranceles proteccionistas, se convirtió en el abastecedor triguero de las provincias litorales y de las colonias caribeñas. La prueba de que las inversiones productivas daban resultado estriba en que en el siglo XVIII el sostenimiento de Madrid exigía el esfuerzo de prácticamente todas las provincias castellanas. A finales del XIX, con una población multiplicada, Madrid se surtía de alimentos, leña y otros abastecimientos básicos, tan solo en las provincias circundantes.

La economía del valle del Guadalquivir tenía un centro en Sevilla -lugar de residencia de las élites, pero también de una poderosa comunidad mercantil, que se mantuvo pese al traslado del comercio americano a Cádiz- y ésta última ciudad, donde se centralizaban las actividades de corretaje marítimo a través del Atlántico. Una vez finiquitado el monopolio gaditano, el centralismo de Sevilla se impuso. Las inversiones se dirigieron hacia una agricultura exportadora de rasgos coloniales, complementada por la minería, y la red se extendía hasta Extremadura y las provincias andaluzas penibéticas.

Frente a la idea de crisis o de quiebra del estado que iría unida al fracaso de las iniciativas ilustradas, al atraso industrial, la guerra napoleónica, la pérdida del imperio americano y al desguace fiscal y político del absolutismo en los decenios siguientes, Ringrose afirma que la España de 1910 fue resultado de la expansión económica sostenida que comenzó a finales del siglo XVII y continuó durante los siglos XVIII y XIX con sorprendente persistencia. Si otros autores no lo han percibido así es porque no han sabido ver la racionalidad del comportamiento económico de las élites españolas, que invertían en aquello que podía proporcionarles beneficio en el marco determinado donde actuaban, y no de acuerdo con parámetros que serían propios de otros espacios económicos, como Holanda e Inglaterra. Pese a su aparente fracaso, la economía de 1910 estaba ya muy lejos de la del siglo XVIII y cree, por tanto, el autor que no puede hablarse de estancamiento ni de victoria de los elementos tradicionales frente a la revolución liberal. Incluso en la agricultura, la productividad, aunque baja, estaba mejorando de manera constante.

Una de las mayores virtudes del libro es la gran cantidad de datos que aporta sobre el funcionamiento de estas redes comerciales regionales y los factores que impulsaban el desarrollo. Aquí no podemos reproducir ni siquiera un resumen de los mismos. Otra virtud es el análisis de la reproducción de las capas dirigentes políticas, financieras y comerciales, que fueron adaptando su comportamiento a la evolución de los tiempos, sin dejar de ser fieles a ellas mismas. Lo más interesante es la profunda vinculación provincial de las élites que actuaban en Madrid. Incuso aquellas familias que se asentaban en la capital seguían contrayendo matrimonio en sus provincias de origen, reclutando allí los jóvenes dependientes que colaborasen en sus negocios, reinvertían parte de sus ganancias en sus lugares y acababan a menudo por retirarse de nuevo a ellos. Es claro el predominio de los vascos y cántabros en el mundo financiero madrileño (bien presentes aún hoy), la fortaleza de los levantinos y catalanes en el comercio al por mayor, y la abundancia de linajes procedentes del interior castellano en los abastecimientos cotidianos. En cambio, los andaluces estaban mucho más presentes en el periodismo y la política que en los mercados, manifestando claramente la mayor vinculación con el exterior de su economía. Lo mismo sucede con las familias establecidas en otros parajes, como los vascos instalados en Cádiz.

Partiendo de los estudios hechos sobre el comercio colonial español, Ringrose concluye que la pérdida de los territorios americanos fue dramática para los recursos fiscales de la monarquía -de ello deriva en buena parte la incapacidad para sobrevivir de la fórmula absolutista- pero no tanto para le economía española, que era mucho menos dependiente de los intercambios atlánticos y reorientó sus actividades con rapidez. Pese a un innegable crecimiento comercial atlántico a finales del XVIII -que incidía también a las redes vasca y catalana- buena parte (más del 50%) de lo que se había ofrecido antes a América eran reexportaciones de productos europeos, y los beneficios que se obtenían de ello quedaban limitados a núcleos reducidos de comerciantes. Estos comerciantes supieron luego dirigir sus inversiones a terrenos rentables: “más que criticar el hecho de que los comerciantes que acumulaban capital en el comercio colonial no lo invirtieran inmediatamente en fábricas, tenemos que ser conscientes de la existencia de un abanico más amplio de comportamiento empresarial.”

Ciertamente, la agricultura española se vió lastrada por un desarrollo urbano mediocre y la presencia de una masa creciente de población agraria que, sobre todo en el caso de Andalucía, hacía preferible a los terratenientes,utilizar formas de explotación más intensivas en el uso de la mano de obra que de capital. Para Ringrose, esto no es incompatible con la racionalidad económica ni con la propia idea de desarrollo. Incluso plantea si los historiadores españoles que han criticado con dureza este aspecto hubieran preferido una revolución agraria basada en el maquinismo con el durísimo coste social de precipitar aquella masa de mano de obra empobrecida hacia la emigración o el amontonamiento en las ciudades, reproduciendo las peores imágenes de la Inglaterra dickensiana. Era absurdo pensar que un estado dominado en buena medida por la influencia de las redes clientelares de provincias debía adoptar una línea de política económica similar a las del norte de Europa, que le hubiera enajenado el apoyo de todas las clases dirigentes (también las industriales de Cataluña y el País Vasco) y que exigía al mismo tiempo unos costes sociales tan tremendos. Se optó pragmáticamente en adaptarse a lo que había, con un pacto hiperproteccionista que no bloqueaba el desarrollo de las fuerzas productivas existentes.

Resultan interesantes sus observaciones sobre el cursus honorum del acceso a la política que se observa en las capas dirigentes que se encaminaban hacia esos menesteres. Un itinerario establecido que empezó en el siglo XVII a través de los colegios mayores y que fue evolucionando hasta el siglo XX, cuando era a través de los gobiernos civiles provinciales donde se forjaba la carrera de los jóvenes cachorros locales que aseguraban el control del estado en beneficio del grupo de procedencia. De este modo se establecía la relación entre el estado central y las oligarquías regionales. Podemos añadir por nuestra cuenta que esta trabazón de intereses familiares y grupales, bien organizada para perdurar, es observable en todos los poderes regionales hoy establecidos, cuando se produce el proceso inverso de descentralización, desde Cataluña hasta Andalucía.

Todos estos razonamientos, y muchos más, parecen suficientemente sensatos como para ser tenidos en cuenta, pero no excluyen que, como recuerda el propio Ringrose al inicio de la obra, en los primeros años sesenta del siglo XX, la renta per capita española era la mitad de la de Italia y una cuarta parte de la de Inglaterra. Ringrose no extrae de ello una conclusión que a mi me ronda la cabeza: si el desarrollo de finales del siglo XX, el 'milagro español', fue preparado por la evolución positiva y liberalizadora de la economía durante los dos siglos anteriores, también puede decirse que el atraso acumulado durante los siglos XIX y XX fue entonces el resultado de una lógica de inversiones impecablemente capitalista. Como bien sabemos existen fórmulas de éxito empresarial que no implican en absoluto, no ya el beneficio social, sino el crecimiento y desarrollo de la economía en su conjunto. Ello podría explicar por qué hoy día España es el estado en que el impacto de la crisis está provocando un efecto multiplicador más acusado y un crecimiento más intenso de las desigualdades sociales.



2 comentarios:

  1. Este artículo y la obra que se comenta me parece de lo más novedoso e interesante. Tomo buena nota.

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  2. Lamento tener que constatar que los autores extranjeros parecen más proclives que los nacionales a sintetizar y disponer de una visión más global de las cosas. Nuestros autores se parecen mucho a los tertulianos de la TV o la radio, mucho hablar para no decir nada, en contraposición a las tertulias de, por ejemplo Alemania, USA o incluso Francia, más sintéticas y centradas en los temas, de forma que se tienen en cuenta todos losx factores y las circunstancias que los produjeros, o sean visten al sujeto con el traje que tiene y puede llevar según las circunstancias, mientras que aquí queremos que todos vistan a la última moda de París. Siempre tendremos poca confianza en nostros mismos cuando la Historia nos demuestra que aquí, en España, se ha nproducido a lo largo de la Historia, inmensas cantidades de hechos y actuaciones que brillan por sí solas en el firmamento historiscista y qu eno debemos flagelarnos tanto. Seguramente, visto lo visto, hemos pasado los siglos con bastantes más actuaciones positivas que otras naciones.

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