Lo único que aprendemos de la historia es que no aprendemos de la historia (Hegel)

martes, 18 de enero de 2011

La 'polis' y el Imperio



He disfrutado 'como un enano' con uno de los libros más interesantes que se han publicado recientemente sobre la antigua Grecia. Hablo de Un siglo decisivo. Del declive de Atenas al auge de Alejandro Magno, de Michael Scott (Barcelona: Ediciones B, 2010). Una obra no demasiado extensa, pero que ofrece un panorama amplio y subyugante sobre lo que fue la Grecia del siglo IV, una etapa que siempre ha parecido quedar a la sombra de los trepidantes periodos anterior y posterior, marcados por las guerras médicas y las grandes expediciones de Alejandro, respectivamente. Aunque sus comparaciones con la actualidad no resultan siempre afortunadas, el autor se muestra tan preocupado como este blog por establecer una relación entre entonces y ahora, que nos ayude a entender mejor el pasado y a prepararnos para el futuro.



En este caso, la clara afirmación que se hace en el título no resulta gratuita. Michael Scott logra convencernos de que el siglo IV constituyó uno de esos momentos 'bisagra' que permiten la transformación de las realidades anteriores en algo nuevo. La 'derrota' de Atenas en la guerra del Peloponeso (Ver entrada "Democracia y oligarquía en la guerra del Peloponeso") pareció haber asentado el poder de Esparta, basado en la extensión de los gobiernos oligárquicos y la potencia de su mitificada infantería hoplita. Pero Esparta no podía hacer frente a responsabilidades imperiales con un esquema social y un aparato político pensados para controlar un espacio territorial reducido (el sur del Peloponeso) e imponer una política de terror a los sometidos pueblos vecinos. Su reducida capa de ciudadanos no podía sostener indefinidamente conflictos en toda el área helénica, y el radical sistema igualitario impuesto por sus dirigentes, que impedía el enriquecimiento individual, se venía abajo cuando estos mismos dirigentes atisbaban la posibilidad de lucrarse con las expeidiciones militares o las gestiones políticas y diplomáticas fuera de Esparta.

Tal como ya señalaba Víctor D. Hanson, la democracia no fue definitivamente derrotada tras el triunfo espartano. Por medio de dos auténticas revoluciones populares -que se gestaron, sin embargo, en reducidos grupos de exiliados- atenienses y tebanos consiguieron restaurar sistemas asamblearios más igualitarios y perfeccionados incluso que los anteriores. La Segunda Liga Ateniense, que abarcaba las polis democráticas del Egeo, tuvo una composición y funcionamiento mucho más equilibrados que la anterior Liga de Delos, y la Confederación Beocia de Tebas también moderaba un poco el dominio aplastante que esta ciudad había tenido sobre sus vecinas en el pasado.

Lo mejor del libro es que, ocupándose como lo hace de temas bélicos y geoestratégicos, sigue dándoles el lugar que les corresponde, sin menospreciar las razones políticas y diplomáticas como principal motor de las transformaciones sociales y las relaciones entre polis. Frente a la visión tradicional en que se explica que la hegemonía espartana cambió de manos cuando los tebanos lograron derrotar a sus hoplitas en la batalla de Leuctra, Scott explica qué cambios en la táctica bélica de Tebas propiciaron éste, anteriores y posteriores triunfos, pero situando estos acontecimientos en su contexto. Lo cierto es que la situación económica, geográfica y militar de la Hélade no permitía que ninguna de las tres ciudades que encabezaban confederaciones importantes a principios de siglo (Esparta en el Peloponeso, Atenas en el Ática, y Tebas en Beocia) se hallase en condiciones de extender su hegemonia al resto de polis griegas. Cuando esto sucedía, era siempre un fenómeno temporal, en el que intervenía decisivamente el papel de otro actor muy importante, Persia. El nuevo poder militar tebano, lejos de estabilizar la situación, no dio pie más que varios decenios de inestables alianzas y enfrentamientos que parecían no tener fin. Contribuyó, eso si, a terminar con las imposiciones espartanas en el Peloponeso, y a la liberación de los mesenios, tras siglos de haber estado sometidos a un abyecto estado de servidumbre por los espartanos.

Al paso de todos estos razonamientos de carácter geopolítico, Scott expone algunas ideas que resultan de gran actualidad, tanto sobre el funcionamiento de los diferentes sistemas de gobierno como sobre la manera de afrontar los problemas económcios o sociales. Mi apreciada amiga Mª Jesús Hernández comentó una vez que si le subyugaba la historia antigua de Grecia es porque lo que no haya sucedido con anterioridad al 323 a.C. ya no ocurrirá nunca. En efecto, con unas formas o con otras, en este pequeño universo de ciudades griegas se dieron, durante más de dos siglos, todos los debates y alternativas que podemos ver luego planteados a lo largo de la historia mundial.

Por ejemplo, ante la dificultad que afrontaba Atenas para sostener una población creciente y conseguir el pleno empleo -pese a ser la ciudad comercial e industrial más desarrollada de la Hélade-, Jenofonte -el conocido autor de la Anábasis-, proponía un complejo estudio sobre "prosperidad, empleo, consumo y gasto, que predicaba una manera muy moderna de sacar a Atenas de su crisis financiera: gastar. Sin embargo, el dinero no tenía que gastarse en el ciudadano ordinario, sino en la gente a la que era más necesario atraer hacia Atenas para que su economía volviera a fluir: los extranjeros ricos." Por lo visto, todos sus sesudos análisis no servían a Jenofonte más que para encontrar una solución de perogrullo que también ha estado al alcance de los planificadores con resposabilidades estatales o municipales de los últimos decenios: es mas rentable una economía orientada hacia los ricos que hacia los pobres. ¡Atraigamos capitales y comercios de lujo y de nuevo correrá el dinero por nuestras ciudades! También en su caso, como en la actualidad, quien proponía esto no se percataba de que la rentabilidad no es la única manera de medir la eficacia económica y que, a largo plazo, las economías más sólidas y sostenibles no suelen ser las que se basan todo en la capacidad de inversión y consumo de los estratos superiores, particularmente si se trata de capitales importados que pueden emigrar de nuevo.

Este tipo de respuestas parciales a la crisis que se vivía no era exclusivo de personas adineradas como Jenofonte. Podemos ver cómo grupos más populares se vuelven en estos tiempos hacia la religiosidad buscando protección y esperanza. Son reacciones que resultan muy humanas, tanto, que se parecen mucho a las nuestras. A la caza de chivos expiatorios, abundan las pequeñas piezas de metal dirigidas a los dioses donde se lanzan maldiciones contra aquellos a quienes se considera culpables de un destino personal nefando. Y dichos culpables pueden ser individuales o colectivos. Se desea, por ejemplo "que todas esas personas se queden sin trabajo, en la oscuridad, que tengan mala salud, que fracasen y mueran... No se lo deseo solamente a ellas, sino también a todas sus esposas e hijos.". Los maldecidos podían ser miembros de gremios rivales, metecos (extranjeros) o simplemente personas que hubieran tenido éxito y a las que se envidiaba.

La actuación de las asambleas democráticas merece una consideración después de la lectura de este libro. Tradicionalmente se ha acusado a los atenienses de caprichosos en la toma de sus decisiones, ya que castigaron con frecuencia a hombres destacados y se dejaron embaucar por demagogos. La focalización de estas críticas a la democracia en Atenas se debe en buena parte a la obra de Tucídides, honestamente preocupado por señalar los errores de sus compatriotas. Sin embargo, podemos ver que errores e injusticias similares afectaron a otras democracias e incluso a regímenes oligárquicos. Si los atenienses fueron capaces de condenar a muerte a Sócrates y exiliar a Temístocles, que les había salvado de la ocupación persa, los tebanos hicieron luchar como soldado a su mejor general y líder, Epaminondas, y los espartanos también se deshicieron del artífice de su victoria en la guerra del Peloponeso, Lisandro, por ejemplo. En mi opinión, el problema parece no residir tanto en los errores de la democracia como en el tamaño de estas pequeñas unidades políticas, donde todo el mundo se conocía y el sentimiento igualitario estaba muy arraigado. Cualquier persona que despuntase y quisiera mantenerse en el poder durante un periodo prolongado era víctima inmediata de las sospechas de querer instaurar un orden personal, o de estar actuando en su propio beneficio. Dado el carácter directo de la toma de decisiones, sea por la asamblea o por tribunales más reducidos, la posibilidad de ser sancionado -con razón o sin ella- siempre estaba en el horizonte. Por otro lado, los regímenes dictatoriales no ofrecían necesariamente mejores alternativas. La monarquía persa cometió similares injusticias con buenos servidores, Alejandro Magno fue cruel con algunos de sus compañeros por auténticas nimiedades, y si Dionisio de Siracusa demostró ser un militar y político duro, pero competente, dejó el poder en manos de un hijo incapaz a quien su padre no se había molestado en educar por temor a un golpe de palacio. A la larga, todos los regímenes padecían de la dificultad de valorar con prudencia las causas y consecuencias reales de lo acontecido en un panorama político tan cambiante e ingobernable. Si erraban quienes tenían buena información de primera mano, cómo no iba a hacerlo los atemorizados ciudadanos atenienses.

El desenlace resulta bien conocido. De una manera un tanto inesperada, un monarca de Macedonia, Filipo, consiguió mantenerse en el poder el tiempo suficiente como para encabezar la renovación administrativa y militar de unas tierras que siempre habían estado en el límite del mundo griego. Siguiendo el ejemplo de los tebanos, sustituyeron las delgadas formaciones de hoplitas por profundas columnas de hombres dotados de largas picas. Esta masa podía penetrar por su propio empuje la antaño invencible línea de guerreros. Filipo dotó a sus hombres de larguísimas lanzas -las sarisas- de manera que pudieran pelear a distancia, haciendo innecesarios los escudos y espadas para un buen número de ellos. El entrenamiento hacía el resto. Ahora ya no era necesario disponer de infantes salidos de las clases medias y capaces de pagar su equipo completo (panoplia). El armamento mucho más ligero de estos hombres podía ser sufragado por el estado (Macedonia era además rica en minas de plata) y bastaba cualquier grupo de desesperados que quisieran luchar voluntariamente. El camino hacia la profesionalización, iniciado varios decenios antes, quedaba así completo.

Ya no tenía sentido una organización social basada en los viejos ejércitos donde los aristócratas luchaban a caballo, los campesinos en la infantería y la plebe en la flota, sostén de la polis griega clásica y las ideas democráticas. Este ejército permanente servía a su señor y podía imponerse a cualquier revuelta política. Además, para sostenerlo, cuanto más grandes fueran las unidades estatales, mejor.

Frente a la imagen clásica, que ve en Filipo y su hijo Alejandro los debeladores de la libertad griega, Scott se muestra muchísimo más mesurado en sus juicios, al menos por lo que hace a las consecuencias de su gobierno. Lo cierto es que alguien debía poner fin al permanente estado de guerra interno y proporcionar al mundo helénico una estructuración que fuese más allá de los centenares de polis heredadas de un pasado muy lejano. Isócrates, el gran observador de los acontecimientos históricos del siglo IV venía pidiendo la unidad de los griegos y la lucha contra el secular enemigo persa, como manera de proporcionar una causa común y superar las permanentes querellas. Por eso, él y muchos otros vieron en Filipo un líder, y no sólo el enemigo de la democracia. Es cierto que Demóstenes y un sector de los atenienses clamaron inútilmente contra su hegemonía, pero no lo hicieron sin contradicciones, y no fueron capaces de ofrecer una alternativa que proporcionase las mismas garantías de estabilidad.

Tras ello vendrían las resonantes victorias de Alejandro y la creación de los reinos helenísticos. Una gloria política y militar que no dejó de tener un precio muy alto, algo que Michael Scott olvida señalar. Sometidos a nuevos grandes señores, los griegos conocieron algo más de paz e incluso mayor riqueza, pero perdieron toda la viveza y creatividad que, como civilización, habían tenido en lo que siempre será considerado su época "clásica".

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