He terminado de leer el libro de Rafael Corazón González El pesimismo ilustrado. Kant y las teorías políticas de la Ilustración. (Madrid: Rialp, 2005). El autor ofrece en esta obra una reflexión sobre la antropología y la teoría política de la modernidad (segunda mitad del siglo XVII y siglo XVIII), contraponiéndolas con el pensamiento clásico y el tomismo, fundamentalmente. Sus raíces católicas le hacen ser crítico con las bases de partida y algunas de las conclusiones a que llegaron las grandes figuras de la Ilustración, en particular Kant, a quien dedica buena parte del estudio, si bien no deja de reseñar en la parte final los aspectos positivos que, para la sociedad contemporánea occidental, han tenido sus aportaciones.
Al margen de los juicios definitivos que pueda hacer el autor, todos ellos sólidamente argumentados, aunque parciales en algunos casos, resulta de particular interés el interrogante con que abre su estudio y al que intenta dar respuesta. Plantea Corazón González que el pensamiento ilustrado, en su esforzada postura crítica, "no encontró apenas nada aprovechable en las doctrinas de los siglos anteriores, en las que el fundamento último de la moral, el derecho y la autoridad se remontaba, directa o indirectamente, a Dios... ahora dichos fundamentos se encuentran en el propio hombre. Por tanto, dichos principios tienen el carácter de imperativos emanados de la razón. (...) Sin embargo, no es arriesgado afirmar que se basan en una visión pesimista del hombre, en una antropología que empobrece lo que, sobre la dignidad humana, habían establecido los pensadores medievales. (...) Lo característico de la Ilustración, lo que produce un clima de entusiasmo respecto de los nuevos regímenes políticos, es que los presenta como medios de salvación (...) Gracias a una perfecta organización de la vida social y política el hombre se redimirá a sí mismo, logrará que reine la justicia, la libertad, la seguridad y la paz. Y para ello no es preciso que los hombres cambien, que se "conviertan" moralmente, que se hagan buenos. Será el "sistema" el que, por su propia lógica interna, de un modo "mecánico", hará que la resultante de fuerzas de intensidad, dirección y sentido distintos sea la adecuada para resolver todas las dificultades. La ciencia aplicada a la política y el derecho, o la política como ciencia, harán posible el milagro, la redención del género humano."
Creo que con estas consideraciones el autor está poniendo el dedo en la llaga de una cuestión con numerosas implicaciones. A partir del mecanicismo del siglo XVII, del cientifismo -muy patente en Montesquieu o en Locke- y de las teorías sobre el pacto social, la Ilustración consagró la posibilidad de establecer una teoría "científica" del estado y el gobierno.
Una parte importante del pensamiento ilustrado es optimista. Creían en el progreso derivado de la razón, creian en la liberación del individuo de las trabas maracadas por la superstición, el fanatismo y las instituciones opresoras, creían en la posibilidad de mejorar socialmente.
Pero la Ilustración también tenía un lado pesimista. Para Aristóteles, la ética y la filosofía política no son ciencias teóricas, porque no es posible saber qué es el bien si uno no está empeñado en ser bueno, ni se puede saber qué es la justicia si uno mismo no trata de ser justo. El derecho no puede construirse 'a priori', ni puede dictarlo quienes no estén personalmente empeñados en hacer el bien y vivir la justicia. Si Platón creía en un "rey-filósofo", Aristóteles pensaba en una estructura asamblearia, donde todos los miembros del pueblo son partícipes de ese deseo de fundar el derecho en la búsqueda del bien y la justicia, aunque los cargos de responsabilidad deban quedar reservados, por la misma razón, a los más formados (la aristocracia: literalmente, los mejores)
Santo Tomás, y los escolásticos cristianos, también creían que la ética era inseparable de la política. En este caso, porque no era tanto el arte o la técnica de dirigir a los hombres, o de distribuir "cargos y cargas", sino que consiste en aplicar el derecho natural -consonante con la ley divina- a las circunstancias concretas de cada grupo humano. La ley humana tiene carácter de ley en cuanto se ajusta a la recta razón, y en este sentido deriva de la ley eterna.
En cambio los ilustrados no creen que exista una ley natural derivada de la ley divina. En todo caso, el derecho natural se basa en la salvaguarda de aquello que sea más específicamente humano (la vida, la propiedad, la búsqueda de la felicidad...) Sobre esto hay opiniones, y por eso cada autor refundaba las bases del sistema sobre su peculiar manera de entender el hombre y la vida en sociedad.
Eso si, a imitación de las ciencias naturales, todos creían en que era posible establecer las bases de un sistema de gobierno 'científico' mediante el análisis del problema dividido en sus partes esenciales, y la recomposición de un 'todo' que encauce y dirija las fuerzas sociales. Aparece así el estado liberal, el estado democrático, pero también los sueños de construir el paraíso en la tierra, con los estados totalitarios. Se trata de una política que pretende marcar y dirigir la moral de los habitantes convirtiéndolos en buenos ciudadanos -según se entiendo eso en cada sistema-. Al hacer de la ética un asunto privado, pues cada uno ha de ser feliz a su manera, lo que une a los hombres en sociedad es el interés por conservar sus libertades y sus propiedades, convirtiendo todo ello en libertades civiles para garantizarlas. Cada gobernante y cada pueblo sabrán buscar la mejor forma en los diferentes momentos, según sus intereses. Kant fue de los que llevó estas posiciones al extremo al considerar que el problema "era constreñir al hombre a ser un buen ciudadano aunque no esté obligado a ser morlamente un hombre bueno y que no es la moralidad causa de la buena constitución del estado, sino más bien al contrario; de esta última hay que esperar la formación moral de un pueblo."
¿Qué se deriva de todo ello? Pues que desde el siglo XVIII aspiramos a la felicidad, y esperamos que nos llegue mediante una determinada constitución política, el triunfo de un determinado partido, la creación de un estado nacional, una revolución social, etc. Los ciudadanos no tenemos tanto que esforzarnos por ser mejores individualmente como atender a que el estado imponga al conjunto el tipo de moralidad que nos parece correcta (para todos, a veces no para cada uno de nosotros).
Esto tiene implicaciones enormes. Ha sido el caldo de cultivo de muchas formas de liberación y de individualismo, con avances respecto a los derechos y el respeto de las personas, pero también ha sido fuente de todo tipo de movimientos dogmáticos, desde el liberalismo ultrancista y el nacionalismo excluyente hasta el fascismo y el comunismo. Poco importa que sus doctrinas puedan ser incluso antiilustradas. Lo cierto es que son herederos de la fe en el progreso y en la necesidad de que el estado se encargue de producir un marco moral para los individuos y les inculque determinados valores. Todo lo contrario de los clásicos grecorromanos y medievales, donde solo la aspiración individual al bien podía proporcionar la necesaria felicidad colectiva.
Estas constataciones no dejan de recordarme el hecho de que, ahora que casi todoa Europa comparte unos sistemas políticos perfectamente homologables, las virtudes o dificultades generales de su funcionamiento sigan más enraizadas en el sistema de valores tradicional de cada país (el estado del bienestar escandinavo, el nacionalismo alemán, las corruptelas italianas o españolas...) que en el diseño constitucional. Parece que los sistemas políticos no cambian muchas cosas aunque hayan pasado casi dos siglos desde su primera instauración y, en cambio, los valores de los ciudadanos si son perfectamente capaces de impregnar estos sistemas. Los ilustrados quizá tomaron en esto un camino erróneo.
Los ilustrados estuvieron en cambio muy divididos en su postura en torno a la relación entre estado y ciudadanos. Si Locke y Montesquieu eran partidarios de tolerar sólo un estado que garantizase los derechos del individuo, excluyendo cualquier tiranía, Kant, como heredero de la cultura prusiana, sostiene que la resistencia violenta es siempre ilegítima. El poder debe ser 'reformado', pero esa reforma ha de proceder del propio poder. Aunque cree que uno de los pilares del estado debe ser la libertad de expresión -para favorecer esa reforma- la opinión de los ciudadanos será siempre una opinión privada, particular, que no puede representar la 'voluntad general'. Digo yo que los dirigentes comunistas actuales de China deben estar pensando que nuestro buen Kant deja a Confucio como un auténtico revolucionario, y que sus ideas pueden ser una perfecta justificación de la via dictatorial y reformista al capitalismo que están montando.
Como se ve, las aportaciones de la Ilustración, la base de nuestra cultura occidental contemporánea, tienen dos caras. Como en otros muchos terrenos, casi fue tanto lo que ganamos como lo que nos dejamos por el camino. En cualquier cambio histórico hay que tomar opciones y este es su precio. El libro habla, por supuesto, de muchas otras cosas interesantes. En lo que no puedo estar de acuerdo con el autor es en sus afirmaciones finales de que sentar las bases de la política en el agnosticismo y el laicismo significa la persecución del sentido trascendente de la vida, "que se le niega al hombre la libertad más fundamental y se impide, no sin violencia, moral darle sentido al trabajo, la familia, la educación, la sexualidad, el poder, el dinero, etc... es la negación del derecho más esencial del hombre y del que derivan los demás." Tras esta postura late una intolerancia despectiva hacia todo lo que no esté basado en Dios, más amenazante que las faltas que achaca al laicismo. Sólo mediante la comprensión de que el perfeccionamiento moral del individuo puede darse desde distintas opciones de interpretación del mundo, podemos conseguir una auténtica mejora moral de los individuos y de la sociedad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario