Hace unos meses apareció en el diario un artículo de Xavier Sala-Martín, economista cuya figura se ha popularizado por haber sido tesorero del F.C.Barcelona en la junta de Joan Laporta -no entraremos en el estado de las cuentas del club- y por el dudoso gusto de las chaquetas que exhibe. Haciendo gala de la ortodoxia ultraliberal en que milita, Sala-Martín ponía en solfa las alarmas ecologistas sobre el excesivo consumo de recursos o el cambio climático, exponiendo que las peores previsiones del catastrofismo anticapitalista nunca se habían cumplido -hasta ahora-, que era muy lamentable, pero que la desaparición de algunas especies era el precio que había que pagar y en ningún lugar estaba escrito que debiéramos dejar el mundo como lo habíamos encontrado. Lo mejor era confiar en los nuevos desarrollos tecnológicos y el impulso económico del sistema para conseguir "¡que siga la fiesta!", expresión que utilizaba a modo de conjuro como colofón de su razonamiento.
Soy más bien dado a abordar las cuestiones intelectuales de forma indirecta, y recordé que tenía pendiente leer las actas de un encuentro científico desarrollado en Balaguer el año 2006 en el marco del XI curso de verano 'Comtat d'Urgell', y en el que participaron algunos destacados historiadores mediterráneos, para ocuparse del tema Natura i desenvolupament. El medi ambient a l'Edat Mitjana (Lleida: Pagès ed., 2007). Volveremos alguna otra vez sobre esta publicación, pero, en concreto, me interesó especialmente el artículo de Adeline Rucquoi "La percepción de la naturaleza en la alta edad media", pp. 73-98.
La autora pertenece desde hace muchos años a la pléyade de buenos hispanistas franceses que tanto han venido aportando al estudio de la documentación peninsular. En este caso, su trabajo es doblemente meritorio porque se necesita un esfuerzo importante de imaginación y organización de las escasísimas fuentes para llegar a obtener un cuadro de lo que el hombre de los siglos IV-XI opinaba que era el lugar y valor de la naturaleza.
Partiendo de citas bíblicas, crónicas y todo tipo de textos de época, la historiadora francesa establece que, para los hombres del periodo, la naturaleza es todo aquello ajeno al ser humano "lo que se encuentra entre el cielo y la tierra" y está indisolublemente unido a la idea del Creador. Es, por tanto, el medio y escenario de sus manifestaciones, y a través de los 'signos' podía anunciarse la voluntad divina. Las enfermedades, plagas, aparición de alimañas, flujos de viento o agua, terremotos... eran siempre indicadores de algún acontecimiento trascendental. El estudio de los fenómenos naturales se relacionará durante mucho tiempo más con lo escatológico que con el deseo de saber algo sobre la propia naturaleza.
Pero lo más importante es que el mundo había sido construído con anterioridad al Hombre, en los primeros días mencionados por el Génesis, y era radicalmente distinto del mismo. Una naturaleza "que no había sido hecha para él, con la excepción del Paraíso. Los lugares salvajes, los bosques, la tierra inculta, las bestias o los reptiles no son la "naturaleza" ordenada alrededor del hombre, sino la que lo precede en el orden de la Creación, la que no ha sido sometida a su poder, espacio que ocupa el demonio y donde el hombre se puede perder...". La naturaleza, pues, dejada a su albedrío, en existencia autónoma, se identificaba claramente con el desgobierno, como el Caos demoníaco, contrapuesto al Cosmos divino.
Este mundo del Caos era, en todo caso, espacio y motivo de penitencia, "puede así convertirse en un lugar (...) de resistencia a la tentación, de salvación". Es esto lo que hacen los padres de la ascética cristiana: marchar al desierto, en su acepción más precisa de espacio privado de la acción humana. Suponía probar el alma, enfrentarse a los peligros que representaba todo lo no humano.
Este enfrentamiento con lo hostil aparece, de una manera diferente, en todo lo relacionado con la caza. En el mundo salvaje "constan los dragones (...) Otros animales salvajes pueblan los montes y los bosques, que el hombre encuentra en sus cacerías. La caza es el momento en que el hombre se enfrenta con esta fauna, emanación diabólica, figuras del mal que uno debe de vencer arriesgando su vida.".
También tiene que ver con este afán de control y dominio la existencia de zoológicos, un invento tan poco moderno que ya Abd al-Rahman III disponía de uno cerca de su palacio con camellos y dromedarios, leones, gacelas, avestruces y otros animales exóticos. Según la autora, asímismo en este caso "son representaciones de la creación divina, preexistente al hombre y a la domesticación de los animales, espacio habitado por el demonio, y que el hombre debe de afrentar y dominar porque están relacionados con la impureza, tanto como con la fuerza bruta." También los cristianos consideraban que esta capacidad de controlar las bestias era prueba palpable de la superioridad humana, especialmente la del santo y el héroe. "El Poema de mío Cid pone en escena un león que se desató mientras dormía el Campeador y atemorizó a Ferrán González, pero inclinó la cabeza ante el Cid y se dejó llevar por él a la jaula."
Y este control se manifiesta del mismo modo en el dominio de las plantas y el entorno. La botánica y la agronomía se convirtieron a finales del siglo X en unas disciplinas muy apreciadas, particularmente entre los musulmanes. "El jardín sigue siendo, en la alta Edad Media, lo que ambicionan los hombres, la prueba de la victoria del orden sobre el caos, el paraíso reencontrado (...) Al igual que los poetas musulmanes, los poetas judíos y cristianos alabaron en árabe los jardines, los compararon con las mujeres y las más ricas telas, evocaron en los sigos XI y XII los olores y ruidos".
Los animales se cazan, se encierran y, junto con las plantas, también se domestican. A este solo aspecto dedicó San Isidoro una parte de sus Etimologías. "En la Península Ibérica altomedieval, los hombres tuieron indudablemente una percepción de la naturaleza heredada en parte de la Antigüedad y muy impregnada por la religión (...). Es a partir de los siglos XI y XII cuando el conocimiento de la naturaleza mediante el uso de la razón abarca todas las facetas, ya no tanto de la Creación divina como de la physis aristotélica."
Evidentemente, las apreciaciones que hemos hecho no explican todo de la actual relación del hombre y su entorno natural, pero dan pistas que nos permiten entendernos mejor. Hace siglos que vemos dicho entorno como algo externo, peligroso y que debe ser dominado; sólo donde la tecnología humana interviene, podemos sentirnos cómodos y seguros.
Al no percibirse como un elemento integrante del conjunto, sino como un ser radicalmente distinto, el hombre occidental comparte dificilmente su espacio y sus proyectos con los de los otros seres vivos. Nos cuesta establecer relaciones auténticamente empáticas, y nos limitamos a proyectar nuestras necesidades, incluso las afectivas, sobre el mundo animal. Nos gusta incluso humanizar a los animales -como en nuestros dibujos animados- pero nos rebela ponernos a su altura. No aceptamos que, aunque otro ser no sea capaz de pensar a través de conceptos y expresarse por medio del lenguaje, sus sentimientos puedan ser muy similares, ni que satisfaga sus necesidades también con racionalidad, aunque sea diferente a la nuestra.
Lo más importante es que, partiendo de estos presupuestos, resulta difícil imaginarnos colectívamente uniendo nuestro destino con los demás seres, asumiendo como propias al menos una parte de las reglas de funcionamiento de la naturaleza sin pretender imponernos a ella. Las religiones monoteístas que confluyen en la cultura europea establecen una relación privilegiada e interactiva entre la humanidad y su Creador, de la que todos los demás seres quedan excluídos, ya que son fruto pasivo e inconsciente de esa Creación. Quedan así expuestos a la acción reguladora, controladora y dominadora del hombre. En semejante lógica, no gastamos o destruímos, sino que transformamos, y no disgregamos los sistemas naturales sino que los 'ordenamos', creando o recreando algo más perfecto que el desorden originario. Todo lo que sea dejar los ecosistemas expuestos a su propio funcionamiento nos devuelve la imagen de algo ajeno a nosotros, incluso del caos, e implica un despilfarro de recursos que acaba justificando el uso que hacemos o hagamos de los mismos.
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